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Kintsugi para el alma

Kintsugi para el alma

8 de diciembre 2022

Por Herles Velasco

A la capacidad que tienen algunos objetos de regresar a su forma original después de haber sido sometidos a una presión que los deformó se le conoce como resiliencia. En el caso de los seres sensibles, según afirma el diccionario de la Real Academia Española, se trata de “la capacidad de adaptación frente a un agente perturbador”. Resulta mesurada la acepción del diccionario frente a la etimología de la palabra, un poco más vívida: resiliere, que en buen latín significa “volver a entrar saltando”.

En lo personal, las imágenes de una pelota de esponja que regresa a su forma después de apachurrarla o de alguien que entra saltando después de vivir alguna terrible tragedia me provocan cierta desafortunada gracia. Tampoco la idea de que alguien tenga la capacidad de adaptarse a las situaciones más desgastantes les hace justicia al proceso y al resultado de lo que implica la resiliencia. Para mí, resulta inevitable visualizar la resiliencia como aquella técnica japonesa de restauración de objetos rotos a los que se les aplica alguna resina para unir las piezas, a la cual se le añade polvo de oro u otros metales, de manera que las uniones, resultado de la fractura, no se ocultan, sino que se destacan en este “volver a formar” de nuevo al objeto. Hablo del kintsugui, cuya filosofía implica que tanto la rotura como la reparación forman parte del objeto y su historia. Por ello, si bien la pieza regresa a su forma, no se ocultan los procesos de restauración.

Literatura y resiliencia tienen su punto de encuentro en la relación del lenguaje con el comportamiento humano: éste exige un acto de sinceridad e introspección facilitado por la soledad del proceso de lectura, que puede desarrollar esa restauración a partir de una serie de elementos que podríamos llamar necesarios para que ésta se manifieste. Entre ellos, se encuentran el hallazgo de las esencias personales a través del efecto espejo que se produce con la literatura; la exploración emocional y consciente de nuestras luces y sombras; la subsecuente reflexión detrás de este reconocimiento, y, no menos importante, esa particular empatía con un autor, un personaje, una voz poética o una situación.

En la literatura, lo percibido es representado a través de las palabras. Este juego de abstracciones y concreciones apoya a las reinterpretaciones de aquello que nos sucede; le da significación a un mundo desordenado, a realidades agresivas de las que se rescata, a través de la imaginación y la estética, la posibilidad de resiliencia. A través de la literatura es posible reordenar las emociones. Esto se logra porque las cualidades estéticas en un texto literario ensanchan nuestra visión del mundo y de nosotros mismos; permiten sumergirnos a profundidades insospechadas de la existencia, y nos muestran el mundo desde otras perspectivas. Ejemplos sobran:

…serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Estos versos de Quevedo, escritos en el siglo XVII en el poema “Amor constante más allá de la muerte”, representan un claro ejemplo de cómo la belleza del lenguaje puede convivir con la tragedia de la vida: cómo se manifiesta cierta restauración a partir de la pérdida y, en este caso, se le da sentido al hecho de la muerte: se reformula.

En la Poética de Aristóteles (hablamos del 380 a. e. c.), se hace un análisis estético de la tragedia a partir de la calamidad, del caos y la hecatombe. Se rescata la belleza, probablemente el germen del hallazgo de la resiliencia posterior, lo vital que se contrapone de manera casi natural, instintiva, al abismo. Tanto en la creación de un texto literario como en su lectura, habrá siempre procesos de recreación, de restauración. Dijo Heiddeger que escribir (y agreguemos leer) poesía es una manera de “serenificarse”; lo sereno conserva y tiene todo en tranquilidad, en totalidad. La literatura ha estado ligada, entonces, desde sus orígenes, al sufrimiento. Hannah Arendt comentó en una entrevista a Paul Ricoeur que la literatura “procura descubrir un patrón que permita lidiar con la experiencia de caos y confusión”. Pienso entonces en esto que escribió Anne Sylvestre:

Nuestros hermanos desaparecidos son como nuestros amores:
mientras no veamos sus nombres grabados en piedra
no vestimos de luto, sobrevivimos, esperamos.

Por supuesto: no hay un método en el acto de leer para que esa sobrevivencia y la resiliencia aparezcan como algo planificado. Recuerdo la historia de Anna Ajmátova, cuyo padre aborrecía la idea de tener a una poeta en la familia. Anna se cambiaría entonces el apellido. Después llegó el divorcio de sus padres, cuando ella tenía quince. Se casó tres veces: su primer marido murió fusilado; su hijo fue encarcelado en Siberia por un tiempo; su tercer marido falleció de agotamiento en un campo de concentración. La poesía de Ajmátova se prohibió y ella estuvo acusada de traición durante el régimen estalinista. Todos sus amigos murieron o huyeron. Volvieron a encarcelar a su hijo, esta vez durante diez años. Después de la guerra, Anna fue expulsada de la Unión de Escritores Soviéticos, por lo que le negaron la cartilla de racionamiento.

¿Estaría buscando Ajmátova, conscientemente, resiliencia en su propia producción poética o en sus lecturas? Sería arriesgado responder a bote pronto, pero el hecho de que la necesidad de escribir conllevara un modo de repensar los hechos y recrear la realidad demuestra que algo encontraba en esos procesos. ¿Obtenemos, entonces, resiliencia sus lectores? Tampoco resulta, por la particularísima situación de cada quien, fácil de responder; pero más de uno podría hallar cierto germen de resiliencia personal en la conciencia que despiertan versos como éstos:

Las montañas se doblan ante tamaña pena
y el gigantesco río queda inerte.
Pero fuertes cerrojos tiene la condena,
detrás de ellos sólo “mazmorras de la trena”
y una melancolía que es la muerte.

A mi parecer, la literatura con mejor efecto resiliente es aquella que no se lo propone, que funciona a partir del hallazgo, de la intuición. De tener tales pretensiones, las obras requerirían ciertos esquemas y fórmulas propios de otras disciplinas, a las cuales les viene mejor un acercamiento técnico y científico del proceso restaurativo, así como un corte más bien ensayístico.

En la literatura que no tiene fines terapéuticos, la resiliencia suele actuar como consecuencia, como efecto secundario. La lectura modifica el estado anímico de la persona y la resiliencia es entonces posible y probable. En la literatura de la que hemos estado hablando se puede iniciar el proceso restaurativo, que no deja de parecerse al del kintsugui. Aquí es en el lenguaje, con sus panoramas, desde donde vemos y repasamos el dolor a partir de estéticas particulares. Al ver las piezas separadas de nuestro propio ser, con la imaginación, la introspección y las reflexiones posteriores, obtenemos ese pegamento para volvernos a unir sin ocultar las cicatrices, para seguir experimentando el mundo sensible y también para continuar reinterpretándolo a partir de la lectura.