Gatos de tinta (y dónde encontrarlos)

Gatos de tinta (y dónde encontrarlos)

…todo aquí es tan libre, tan posible, tan gato.

Julio Cortázar, “El agua entre los dedos”

¿Qué nos hechiza de los gatos? ¿Será su mirada penetrante? ¿Su estoicismo indiferente? ¿La irresistible ternura de cuando son cachorros? ¿La certeza de que una creatura tan hermosa puede también ser una máquina asesina? ¿O todas las anteriores?

Asociados a lo mágico, lo prodigioso y lo misterioso, los gatos han poblado nuestra cultura y nuestras letras desde el origen de lo humano. Es por ello al menos curiosa la ausencia felina de los textos bíblicos y del Corán. A cambio, los egipcios dieron a la diosa Bastet, titular del amor y la sensualidad, atributos gatunos y rindieron devota pleitesía a estos seres peludos.

San Edgar Alla Poe compensó con creces el soslayo bíblico con aquella obra maestra que es “El gato negro”, pieza tan breve como contundente, que después de dos siglos de escrita sigue espeluznando.

No menos enigmático, si bien más amable, o por lo menos sonriente, el Gato de Cheshire en la pluma de Lewis Carroll acompañó a la pequeña Alicia en parte de su travesía por el País (¿o deberíamos traducirlo como la tierra?) de las Maravillas. Como buen felino, su compañía ofreció poco consuelo y mucho desconcierto.

La inclusión de un gato en la delirante Wonderland no resulta casual: si hay un gremio afín a la felinidad, son los escritores y literatos de ambos sexos.

Poco o nada tuvieron en común Colette y Ernest Hemingway, pero los unió siempre el afecto por los gatos. En ambos casos, compartieron el techo con una horda felina, costumbre que parece repetirse a lo largo del tiempo entre los tundeteclas de todo el espectro creativo.

Véase si no: más allá de ser compatriotas y haber nacido el mismo año, Charles Bukowski y Ray Bradbury tienen pocas o nulas coincidencias. Uno, lépero transgresor y apologista del alcohol, cultivador del más llano realismo; el otro, afecto al helado de vainilla, poeta de la imaginación. No obstante, los dos fueron devotos felinófilos que siempre se procuraron la compañía gatuna. Todos estos ejemplos demuestran que el amor por los gatos puede unir a los espíritus más dispares.

Tanto Jorge Luis Borges como Julio Cortázar, a quienes (como diría de Marco A. Almazán) parecían unir sus diferencias y separar sus similitudes, fueron sumos sacerdotes del culto a los gatos. Se cuenta que cuando era director de la Biblioteca Nacional de Argentina, Borges pedía todas las mañanas a un felino que habitaba el edificio permiso para entrar. Borges, por cierto, bautizó a uno de sus gatos como Beppo, en honor al gato de otro amante de los felinos, un tal Lord Byron. 

Otros amantes de los gatos notables: Doris Lessing, William Burroughs, Osvaldo Soriano, Patricia Highsmith y Haruki Murakami, entre muchos otros.

En nuestro ámbito nacional también hay notables filiaciones felinas (¿debería escribir feliniaciones?). Vienen a la mente dos casos emblemáticos: el de Elena Garro y su hija, Helena Paz Garro, amantes de los felinos donde las haya y quienes seguramente ocupan un lugar honorario en el cielo de los gatos.

Pero imagino que el que se lleva las palmas acojinadas es Carlos Monsiváis, con sus decenas de gatos, a los que siempre adoró al grado de permitirles no sólo arañar los muebles de su casa, sino hasta orinar sus preciados libros. Monsiváis bautizó a sus… iba a escribir mascotas, pero creo que lo más apropiado sería compañeros y compañeras, con sonoros nombres como Fray Gatolomé de las Bardas, Miss Oginia, Miss Antropía, Caso Omiso, Chocorrol, Catzinger, Peligro para México y mi favorito, Miau Tse Tung, entre muchos, muchos otros.

Elena Poniatowska tiene un gato al que bautizó Monsi en honor a su amigo de toda la vida, y fue más allá al escribirle como homenaje un libro infantil, Sansimonsi, protagonizado por una versión felina del llorado cronista de la Portales e ilustrado por Rafael Barajas, el Fisgón.

No puedo dejar de mencionar a Raquel Castro y Alberto Chimal, quienes además de entrañables amigos y talentosos narradores son también amorosos dueños de Pulgas y Morris, convertidos en celebridades en la redes sociales de la pareja favorita de la literatura mexicana.

Previo a la existencia de las redes sociales, en los ya lejanos años noventa, Grant Morrison, decano de los guionistas de cómics y eterno rival de Alan Moore, escribió durante un par de años las historias de Animalman, superhéroe menor de la DC que a Morrison le sirvió como un vehículo para hablar de los derechos de los animales y promover el vegetarianismo mucho antes de que esos temas se pusieran de moda.

En el último número que escribió para la serie, el propio Morrison aparece en el cómic convertido en un personaje de historieta para minimizar los problemas ficticios del protagonista y decirle que todas sus atribulaciones impresas en papel pierden profundidad frente al luto de haber perdido a su gatita en la vida real, Jarmara, en un episodio inusitadamente conmovedor dentro del universo de los superhéroes.

Hablando de cómics, no mencionar a Garfield, acaso el gato más famoso del mundo, sería un crimen de lesa gatunidad, publicado en la prensa de todo el mundo desde hace casi 50 años. No obstante, el robusto felino amante de la lasagna no sería nadie sin la existencia de la primera celebridad posthumana de la historia, el ya centenario Gato Félix, personaje de diseño perfecto que, a diferencia de Mickey Mouse, ha perdurado sin cambios fisiológicos notables durante un siglo y cuyos delirantes cortos animados plantaron la semilla de todos los gatos de las historietas y los dibujos animados que vinieron después: Silvestre, Don Gato y su Pandilla, Stimpy y hasta el lascivo Gato Fritz.

Este último, creación de Robert Crumb, saltó de las páginas de los comics underground a la pantalla grande de la mano del veterano animador Ralph Bakshi. El resultado fue un largometraje mediocre que sólo trajo dolores de cabeza a Crumb, al grado que decidió terminar con la vida de su personaje, quien muere en una historieta brutalmente asesinado a manos (o alas, pues es una avestruz) de una amante despechada que le atraviesa el cráneo con un picahielos.

La fama de Fritz fue tan grande que opacó a una serie similar de otro caricaturista underground amigo de Crumb: Nard n’ Pat, de Jay Lynch, que contaba las peripecias de Nard, timorato conservador dueño del gato Pat, libertino que mete en gravísimos aprietos a su amo y le baja a las novias. La serie y su autor han sido olvidados, como pasó con casi todos los dibujantes del movimiento subterráneo, opacados por la figura y el talento de Robert Crumb.

Pero, si me preguntan por mi historia favorita sobre gatos, dentro y fuera de los cómics, les contestaría que es “El sueño de mil gatos”, escrita por Neil Gaiman para la serie Sandman e ilustrada por Kelley Jones, adaptada para la serie junto con “Calliope”, que da título al episodio. En él un cachorro felino descubre que alguna vez los gatos dominaron al mundo, manteniendo a los hombres sometidos bajo un reino de terror. ¿Qué cambió?

Indignado, busca a Morfeo, dios de los sueños, quien le promete que si logra que mil gatos sueñen al mismo tiempo con recuperar el esplendor perdido, él se los concederá, pero, ¿alguien ha visto alguna vez a DOS gatos hacer lo mismo simultáneamente?

No, yo tampoco.

¡Miau!+