Infinitivos cuerpos. Bestiario clínico
Infinitivos Cuerpos / Itzel Mar
Bestiario clínico
En primer plano, el protagonista: un ostentoso grito que distorsiona la imagen y es enmarcado por el sobresalto de los ojos y las fosas nasales del otro protagonista, un andrógino que no sabemos si emite o escucha dicho escándalo en forma de o. Este personaje se lleva las manos a las quijadas en un gesto de asombro y quizás de contención. Los colores vibran, incendian las nubes y retuercen la intemperie; sin embargo, la cerca, el sendero y los caminantes que se aproximan parecen no inmutarse con el suceso. El andrógino comienza a palidecer, se disminuye y adquiere la arbitraria forma de una aflicción. Todo su ser se ha convertido en un alarido capaz de atravesar el lienzo y llegar a quienes, enajenados, al mirarlo se contemplan a sí mismos. Edvard Munch: El grito. 1893. Óleo y pastel sobre cartón. 73.5 × 91 centímetros. Galería Nacional de Oslo, Noruega.
En esta icónica pintura, la expresividad emocional, la fuerza del ritmo y la vibración de los colores nos conducen inevitablemente a la dimensión del dolor de alguien que grita o escucha un grito. De cualquier manera, se reconocen la angustia existencial y el desasosiego. Parece ser que el cuadro surgió de la experiencia de Munch durante un paseo vespertino al lado de dos amigos por un mirador de la colina Ekeberg, desde el que se puede apreciar una panorámica de Oslo.
El cuadro La desesperación (1892), previo a El grito, representa por primera vez ese momento. En él aparece un hombre con sombrero de copa que manifiesta una actitud entre triste y contemplativa. Munch siguió experimentando con el tema hasta concebir al personaje andrógino que muestra frontalmente una expresión de angustia en tanto se lleva las manos a la cabeza.
La salud física y emocional del pintor fue precaria a lo largo de toda su vida. Convivió con la muerte de manera constante. Su madre y una de sus hermanas fallecieron de tuberculosis cuando él era niño. Más tarde, su padre ―médico de profesión― también murió cuando Munch todavía era muy joven. Otra de sus hermanas sufrió una afección psiquiátrica que requirió internamiento. Así, Munch se obsesionó con la enfermedad y sus demonios, que aparecen reflejados en gran parte de su obra, precursora del expresionismo alemán.
En la casa Sotheby’s de Nueva York, en mayo de 2012, El grito alcanzó la cifra mejor pagada en la historia de las subastas de arte, con 119 millones de dólares.
Entre el doliente y el dolor ―cualquiera que sea su género― media una distancia, una epistemología del malestar o del daño, de la cual depende el pronóstico. Cuando resultamos atropellados por el filo y los arrebatos de la enfermedad y no es posible encontrarle forma, es decir, comprender sus márgenes, el yo pierde sus cualidades, se difumina. Quien sufre deja de ser para convertirse en sus sensaciones, en síntoma. Las veinticuatro horas del día se es el riñón derecho, la próstata, una muela, el pecho o la úlcera de un pie. El enfermo, incomunicado con el exterior y consigo mismo, está encerrado bajo la piel, y el resto de la existencia adquiere la estatura de su pena. Informe, voraz, ese pinchazo de la vida que no pasa por la razón y acorrala sin ofrecer algún consuelo a quien lo experimenta transfigura los rasgos y los movimientos del alma y del cuerpo; los desacomoda y violenta. El dolor es una bestia. A su imagen y semejanza estamos hechos.
En la medicina primitiva, los médicos asistían de forma espontánea abrazando al dolorido, sobando la zona de dolor, cubriendo con hierbas las heridas y apelando a poderes y fuerzas imaginarias. La magia y el empirismo son los fundamentos de las primeras terapéuticas. Después, el poder recae en las divinidades. La fe se convierte en fuerza curativa. La enfermedad puede ser producto de la infracción del tabú, un hechizo dañino, la posesión a través de un espíritu maligno o la pérdida del alma.
La infracción del tabú surge al romperse las normas de convivencia que mantienen un orden social: el consumo de bebidas, alimentos o plantas prohibidas y el ejercicio de ciertas conductas sexuales, como el coito durante la menstruación o entre personas con lazos consanguíneos. Los hechizos dañinos son aquellos ejecutados intencionalmente sobre un objeto que representa al sujeto a destruir. Efigies de arcilla y madera se utilizan para este fin.
La creencia en espíritus malignos que toman posesión de los seres vivos explica muchos malestares. Los rituales como danzas, conjuros y el consumo de ciertas pociones se suman a los remedios médicos orientados a expulsar dichas entidades.
La certeza de la existencia del alma resulta prácticamente unánime en muchas culturas y tiene sus orígenes en la prehistoria, hacia el año 12000 a. C. Gracias al desarrollo de la paleopatología y, en las últimas décadas, de la paleogenética, hoy reconocemos que la figura del chamán o sanador apareció en esa etapa. Este personaje se convirtió en el intermediario entre los dioses y los hombres; su capacidad de diagnosticar y pronosticar las enfermedades, preparar un medicamento y realizar rituales mágicos le dieron un estatus social relevante. En la cueva Les Trois Frères, en Ariège, Francia, se encuentra la representación gráfica más antigua del chamán en una pintura rupestre: un hombre cubierto con la piel de un animal parece danzar con fines ceremoniales.
Los médicos mesopotámicos del 3000 a. C. distinguían entre dioses sanadores y generadores de enfermedad. Entre estos últimos, uno de los más temidos era Pazuzu, representado con cuerpo de hombre, cabeza de perro, cuernos de cabra, garras de ave, cola de escorpión y pene en forma de serpiente. La medicina se consideraba un arte y se enseñaba en el templo.
En el antiguo Egipto germinó un incipiente conocimiento anatómico. El cuerpo poseía, según este paradigma, una serie de conductos por los que circulaban el aire, la sangre, los alimentos y el esperma. En el “Tratado del corazón”, perteneciente al Papiro Smith, se señala que dicho órgano es el más importante y tiene la capacidad de hablar; sin embargo, sólo unos cuantos podían escucharlo, entre ellos, los médicos. Con talismanes se protegía y curaba. El udyat (ojo de Horus) resguardaba a los niños; las ranas evitaban los abortos, y el dios enano Bes, representado con una expresión aterradora y con la lengua de fuera, espantaba a espíritus del mal.
En la tradición médica china, el ser humano es un microcosmos que comparte las cualidades del universo formado por el dios Pan Ku e integrado por dos principios opuestos: yin y yang. El yang representa lo masculino, el cielo, la luz, el calor; el yin, lo femenino, la tierra, la oscuridad y la humedad. Los dos principios circulan a través de canales a lo largo del cuerpo, y su desequilibrio se traduce en patologías. Herbolaria, ventosas hechas de bambú y la punción con espinas de pescado (antecesoras de las agujas metálicas de acupuntura) en puntos específicos se utilizaban para restablecer el equilibrio.
La civilización griega, creadora de una mitología florida, inventó una medicina de carácter empírico, pero también sobrenatural. Las sentencias de la diosa Ananké eran irrevocables. Se erigían templos sanadores en honor a Apolo, dios en el que se origina el arte de curar.
La primera medicina cuya explicación no responde a elementos mágicos o sobrenaturales, sino que se circunscribe a las esferas de la naturaleza y del ser humano, se desarrolló en Grecia, a partir de las contribuciones de Hipócrates (460-377 a. C.), quien defendió la idea de que factores dietéticos, estilos de vida y el ambiente impactan de manera notable en la salud. La medicina hipocrática se sustentó en la hipótesis de la existencia de cuatro humores circulantes: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema; su estabilidad (eyctasía) propiciaba la recuperación. La naturaleza (physis) curaba al paciente y el médico era sólo un acompañante.
El más famoso de los médicos griegos durante el Imperio romano fue Galeno. Nació en Pérgamo, en el año 130. Escribió numerosas obras comprendidas en más de 400 volúmenes, que constituyen la cumbre de la medicina antigua. Su fama se debió a la gran habilidad diagnóstica que poseía. Logró relacionar la parálisis de la mano de un filósofo con una lesión en su columna vertebral, y el insomnio de una matrona con el mal de amores que ésta sufría por un artista.
Durante la Edad Media, el progreso de la medicina transcurrió lentamente. En principio, la escasez de conocimientos anatómicos y fisiológicos debida a la prohibición de realizar disecciones humanas, además de la persistencia de ideas retrógradas, entorpeció el desarrollo del saber. La concepción mística de la corporalidad y el culto a los santos dictaminaron que cada afección representaba el castigo impuesto a los pecadores, el fruto de la brujería o la posesión demoniaca. El arrepentimiento, la oración y la penitencia purificaban al enfermo.
El interés por la perfección física que cobró auge en el Renacimiento dio un impulso poderoso a los estudios anatómicos. Desde entonces, la promesa de una mejor expectativa de vida se cumple a cambio de la fe ciega en los avances científicos. La tecnología es el nuevo chamán que intercede por el hombre ante las divinidades. Sobrevivir al deseo de sanar, a los médicos y a sus estrafalarias curas ha significado uno de los grandes desafíos de la especie humana. El bestiario terapéutico de la historia da constancia de ello.
En el Egipto antiguo, ya existía una preocupación por las flatulencias hediondas; así comienza el uso de las lavativas, inyectando agua, vino o aceite a través de una tripa o de la boca del médico. Su uso se extendió a diferentes culturas para tratar todo tipo de enfermedades, incluyendo la melancolía, ya que el estreñimiento podía provocar que los vapores de la materia fecal ascendieran hasta la cabeza.
Aristóteles recomienda aplicar el ratón rajado por los lomos o el vientre sobre la picadura de alacrán para curarla.
Asegura Dioscórides que la orina de perro empleada tópicamente sana la comezón y las asperezas del cuero cabelludo; entre más añeja, su efecto es mayor contra la sarna.
Plinio sugiere morder un leño herido por un rayo para calmar el dolor de muelas; además, ligar a la pieza que duele el diente de un muerto no sepultado.
Galeno recetaba la sangría para casi todos los males, incluso en pacientes debilitados. La popularidad de esta práctica llevó a muchos sanadores a utilizar sanguijuelas para facilitar el proceso.
El estiércol de buey sobre hojas de parra, calentado entre cenizas, cura las llagas y el dolor de la espalda baja, según Oribasio.
De la mierda del lobo se recuperan los huesos digeridos por la fiera y se muelen; después, se mezclan con un poco de vino y se beben para curar espasmos y cólicos. Por otro lado, las mujeres de avanzada edad que no se resignan a perder su belleza deben tener a la mano, en buena cantidad, estiércol de cocodrilo, el cual se lleva al mortero y se mezcla con harina de arroz, polvo de hueso de cadera de saurio, agua y miel blanca, antes de untar. Ambos consejos pertenecen a Alberto Magno.
En la época bizantina, Aecio de Amida innovó en el campo de la auscultación con el espéculo vaginal y la molesta metodología durante las exploraciones ginecológicas. Ordenaba colocar a la paciente con las piernas flexionadas y tan abiertas como le fuera posible; los muslos debían mantenerse apretados contra el estómago. En esa posición, la dama era atada con una cuerda desde los pies hasta el cuello para impedir que se moviera.
A partir del siglo xix, la medicina se revolucionó a gran velocidad. Las personas mueren menos a causa de infecciones y hemorragias. Se comienzan a utilizar las tripas de gato para las suturas y hacen su aparición terapias insólitas como el electroshock. Tan sofisticada se vuelve la medicina como el dolor. +