Manque no me creas… hay días que amanecemos con ganas de ser japoneses

Manque no me creas… hay días que amanecemos con ganas de ser japoneses

José Luis Trueba Lara

 

Si en este momento estuviera delante de ti, un novohispano con tres dedos de frente no tendría claro qué diablos era Japón. El hecho de que la Nao de China cruzara el Pacífico y sus mercaderías transformaran a Nueva España en el centro del mundo no los ayudaba a resolver este problema a cabalidad. Aunque es probable que ninguno de ellos dudara sobre su existencia, también es posible que se besaran los dedos para jurar que ese lugar era parte de China. En aquellos tiempos casi toda Asia lo era, no por casualidad a los filipinos les decían chinos sin que nadie se preocupara por la distancia que los separaba de ese lugar.

Habrían de pasar algunas décadas para que Japón de a deveras le interesara a los novohispanos. De no ser por los clérigos que crucificaron en Nagasaki y la transformación de Felipe de Jesús en el primer santo nacido en el virreinato, es probable que la isla hubiera seguido perdida en la bruma. La higuera que reverdeció gracias al martirio de Felipe apenas fue el primer gran aviso. Gracias a un naufragio fue que acá pudieron conocer a los japoneses con todo y katanas. Esta historia no es difícil de contar: resulta que el navío de don Rodrigo de Vivero casi se fue a pique delante de la isla y —gracias a la ayuda de uno de sus señores— logró regresar acompañado por Hasekura Tsunenaga y algunos japoneses de alcurnia.

La llegada de Hasekura y su séquito no fue poca cosa. Las autoridades tuvieron que meter orden para que los novohispanos no se apachurraran con tal de ver a gente tan rara y lejana. Lo que pasó es casi obvio: lo japonés se puso de moda en un santiamén y el arte Namban comenzó a adornar las casas de las familias más ricas de la Colonia. Sin embargo, Hasekura y sus acompañantes se fueron en poco tiempo y abordaron el navío que iba a Europa. Después de esto, los japoneses casi desaparecieron y definitivamente se diluyeron cuando la Nao de China suspendió sus travesías. 

Ni modo, qué le vamos a hacer, el recuerdo de aquellos personajes apenas es visible en un museo capitalino, en unos cuantos libros de historia y en ciertas novelas a las que quizá vale la pena sacarles la vuelta. Los samuráis que recorren las calles de la muy noble y leal capital de la Nueva España para enfrentarse a unos vampiros o la historia de una princesa azteca que reencarna junto con otro samurái para cumplir su destino pueden ser excesivas.

A finales del siglo xix y comienzos del xx, lo japonés volvió por sus fueros. Sin embargo, esta moda no nos llegó de Asia, sino de Francia. ¿Hay alguien que sea capaz de poner en duda que lo chic y lo moderno no tenían esa nacionalidad? Si el mundo árabe y el exotismo de la India arribaron a Occidente gracias a las obras de Richard F. Burton, algo parecido ocurrió con lo japonés. En aquellos años, los creadores franceses le abrieron la puerta a las artes niponas y el japonismo se transformó en la meta neta. 

Acá, en la Ciudad de lo Batracios —así le decía José Emilio Pacheco— la nueva moda pegó con tubo. Para muestra basta con un botón. En Los piratas del boulevard de Heriberto Frías se pinta una escena que no puede pasarse por alto:

[Ella] debía haberse conformado con ser una apetitosa saltarina —que no bailarina— mexicana y contentarse con ser loada y pagada en pesos fuertes de plata del cuño mexicano […]. ¡Pero el modernismo llegó hasta ella! ¡Oh desgracia! ¡Y la echó a perder! […] Media docena de afortunados jovencitos de cerebro embrionario que acababan de llegar de París cambiaron el modo de ser de la jalisciense […]. Hoy, sin la gracia que solía prestarle su ya ida juventud, se ha hecho francesa a fortiori. Y ¡horror!, ella, la tapatía del jarabe, la del castor y el rebozo terciado que cosechaba aplausos en las grescas campestres […], va por las calles luciendo su rico traje de seda, ostentando sobre el fondo verde o azul pálido grandes y pomposas flores japonesas.

Las “pomposas flores japonesas” que adoptó la china cantarina no eran la única señal del japonismo en los tiempos de don Porfirio y durante la matazón revolucionaria. La presencia de esta moda francesa también llegó a la pintura y, en menos de lo que canta un gallo, comenzó a notarse de a deveras, aunque nuestro ojo mal curtido se haya acostumbrado a no mirarla. En 1909, Diego Rivera pintó en París uno de los cuadros donde esta influencia es notorísima: la Naturaleza muerta con estampa japonesa donde, además de las flores y las frutas de rigor, incluye al grabado japonés más conocido de todos los tiempos, Bajo la ola en las afueras de Kanagawa de Hokusai. Y algo muy parecido se advierte en La cartomanciana (1907) de Rafael Ponce de León y lo mismo podría decirse de El Volcán de Colima de Jorge Enciso o de algunos esténciles del Dr. Atl donde la impronta de Hokusai se mira a leguas. La tentación de pensar que nuestras vanguardias nacieron al amparo del japonismo es algo que no puede despreciarse.

La literatura —con José Juan Tablada a la cabeza— también se adentró en esos caminos. Los dibujos y los haikús que reunió en Un día… Poemas sintéticos (1919), la poesía caligramática de Li-Po y otros poemas (1920), así como su casa de Coyoacán y su colección de arte —de la que apenas quedan cerca de 200 estampas ukiyo-e que resguarda la Biblioteca Nacional—, apenas son una muestra de la fascinación japonesa que a leguas se notaba. La pérdida de la colección de Tablada, que incluyó el extravío del manuscrito de su novela La Nao de China, fue resultado del ataque y el saqueo metódico. “Mi casa abandonada padeció las peores exacciones y expoliaciones”, dice el poeta en Las sombras largas (1993). Los horrores que padeció fueron terribles, pero sus poemas japoneses son fascinantes. A mí me encanta el dedicado a los zopilotes:

 

Llovió toda la noche

Y no acaban de peinar sus plumas

Al sol, los zopilotes

Durante la bola, los japoneses también tuvieron lo suyo: Horiguchi Kumaichi y Kingo Nonaka apenas son un par de ejemplos de sus aventuras. El primero —espléndidamente retratado por Carlos Almada en Un samurái en la Revolución Mexicana (2022)— fue uno de los embajadores que intentaron salvar a Madero y a su familia durante el cuartelazo de Huerta, mientras que el segundo —como nos cuenta Daniel Salinas en El samurái de la Graflex (2019)— fue parte de la División del Norte y se transformó en uno de los cronistas gráficos de la naciente Tijuana.

Por mucho que pegara, el japonismo no fue eterno y lo mismo sucedió con los japoneses que vivieron la gran rebelión. Pero esto no implicó que lo nipón despareciera sin dejar huella: tu vida y la mía están marcadas por ellos, los cacahuates japoneses creados por la familia Nakatani, las acuarelas y los dibujos de uno de sus integrantes —Carlos, para más señas— y las caricaturas, los juguetes y los cómics son parte de nuestra vida diaria. Es más, algunos me dirían que sin su tecnología lo que hacemos sería imposible. Es posible que así sea. Sin embargo, hay algo que me incomoda en esto último: yo no puedo ser como ellos y transformar la tecnología en un juego, en una actitud lúdica que parece resolverlo todo. Lo mismo da si son las parejas que pueden sustituirse con un robot a cualquier otra cosa.

Lo confieso sin miedo. Yo preferiría amanecer japonés de otra manera: mirar la llegada de Hasekura Tsunenaga, sumarme al japonismo como una vanguardia o intentar salvar la democracia ante un cuartelazo me parece mucho más interesante que apretar botoncitos. Por desgracia no puedo ir al pasado; sin embargo, puedo leer y con esto me basta. Mi sillón es más seguro que la capital novohispana y es infinitamente más tranquilo que las vanguardias y las asonadas.+