Labrado en cortesía: David Huerta
9 de noviembre 2022
Por Eve Gil
Una sola vez vi a David Huerta. Quedamos de vernos en el extinto café Konditori de Insurgentes Sur para una entrevista, que habíamos concertado a través de su editorial de siempre, Era. Estaba nerviosa. No sabía qué esperar, humanamente hablando, de un poeta que, además de leyenda en vida, todavía joven (más adelante descubrí que aparentaba menor edad), laureado y multicitado, era hijo de otro referente de las letras mexicanas: Efraín Huerta. El nombre de Octavio Paz, empleado de 27 años, figura como testigo de la boda de sus padres, simbólico y adelantado bautismo. A través de lecturas y experiencias de segunda mano, pero cercanas, he observado que ser hijo de alguien tan reconocido puede resultar agobiante, traumático a veces; por eso deseaba preguntarle a este poeta: ¿le ha afectado ser hijo de Efraín?
La pregunta no fue formulada. Me encontré con un hombre jovial, sonriente, de mirada luminosa y voz tronante. “¡Pero tutéame!”, me dijo, afable. Antes de encender la grabadora, ofreció: “Pide lo que quieras”. Pedí un capuchino ante su insistencia de que desayunara, porque él sí se moría de hambre. Ésta se convirtió en una de las entrevistas más gratas y fáciles que he realizado, como un hondo paisaje. Había leído su obra, y advertí que su voz poética me parecía difícil de empatar con aquel hombre socarrón, ataviado como profesor universitario (lo era), con un cárdigan color plomo. Lo que sí calzaba a la perfección con sus poemas era su tremenda voz. La razón por la que no le pregunté si ser hijo de Efraín le había afectado de algún modo fue que sencillamente lo olvidé. Tampoco recordé preguntarle “¿cuál es el reverso de la palabra fiebre?”. No quise pasarme de capciosa.
Entre sus rasgos distintivos destacaba esa ternura resonante que no escatima palabras entrañablemente cotidianas y que él sabía dónde ubicar y cómo hacerlas estallar. Por ejemplo, en esta estrofa de “El viático en la sombra”:
Acaso no en los viajes ni en las arduas ciudades
ni en los hondos paisajes ni en las voces queridas
ni en los ávidos libros ni en las conversaciones
está el tiempo cifrado del amor y su llama.
Está en la noche antigua y en la diáfana sílaba
nunca dicha o soñada, sobrenaturaleza:
escúchala, recógela. Es casi nada y todo
de su forma y sonido secreto se desprende.
Es el viático doble en la sombra del mundo
para la vida inerme: su arcilla, su memoria.
Desde la más profunda introspección, poniendo estricta distancia entre él y el tremendismo mediático, escribió sobre un asunto que no deja de dolernos: los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Un poco al modo de su propio padre en poemas como “Perros, mil veces perros”, dejó salir la indignación a borbotones, con una contundencia que la poesía, la mexicana al menos, ha ido perdiendo, más esforzada en el hallazgo estético. No obstante, ese poderoso discurso entrevera la indignación con una tristeza honda y mordiente:
Estamos tratando de dar
Nuestras manos de vivos
A los muertos y a los desaparecidos
Pero se alejan y nos abandonan
Con un gesto de infinita lejanía
David Huerta nació el 8 de octubre de 1949, por poquito cumple 73 años. Además de poeta, se distinguió por su labor como ensayista, traductor y editor. Sus mentores fueron Rubén Bonifaz Nuño y Jesús Arellano, responsables de publicar su primer libro, El jardín de la luz, cuando él apenas contaba con 23 años y estudiaba filosofía y letras españolas en la UNAM. Desde aquellos primeros versos, se perfiló la que sería su voz distintiva: beligerancia con descensos de infinita delicadeza.
David se formó como editor en el Fondo de Cultura Económica. Se caracterizó por pelear a brazo partido por aquello en lo que creía, aspecto que no abandonó hasta el final. En 2015 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en el área de Lingüística y Literatura, y en 2019, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Incurable representó su trabajo más celebrado, por una extraordinaria originalidad. Se ha dicho, incluso, que es una novela en verso:
El narcisismo en mangas de camisa me toma por los sobacos y me levanta frente a ti
como si fuera un ídolo labrado en la cortesía, un puro jade para la simulación de tus creencias.
En una presentación de libro en cierta biblioteca de Ciudad Juárez, alguien me susurró al oído: “Murió el poeta”. Últimamente, estas noticias me pillan mientras estoy en medio de un imponderable, cuando resulta imposible digerir la noticia y darle vuelo a la tristeza. Esos 75 minutos de charla en el café fueron suficientes para sentir que perdía a un viejo y arduo amigo. +