Me alegro de que mi madre haya muerto. Jennette McCurdy

Me alegro de que mi madre haya muerto. Jennette McCurdy

Jennette McCurdy

Prólogo

Es curioso que nos empeñemos en darles grandes noticias a los seres queridos que están en coma, como si el coma fuera algo que te ocurre porque te falta algo que te ilusione en la vida.

Mamá está en la UCI del hospital. El médico nos ha dicho que le quedan cuarenta y ocho horas de vida. La abuela, el abuelo y papá están en la sala de espera llamando a sus familiares y comiendo bocadillos de la máquina expendedora. La abuela dice que las galletas de mantequilla de cacahuete calman su ansiedad.

Estoy de pie, rodeando el pequeño cuerpo comatoso de mamá con mis tres hermanos mayores: Marcus (el sensato), Dustin (el listo) y Scott (el sensible). Le limpio las comisuras de los ojos cerrados con un trapo y entonces empieza todo.

—Mami —el sensato se inclina y susurra al oído de mamá—, voy a volver a California.

Todos estamos expectantes, ilusionados por ver si mamá se despierta de repente.

Nada. Entonces el listo da un paso adelante.

—Mamá. Eh, mamá, Kate y yo nos vamos a casar.

De nuevo, todos miramos esperanzados. Pero nada.

El sensible se acerca. —Mamá…

No puedo oír lo que dice el sensible para intentar que mamá despierte porque estoy demasiado ocupada pensando en lo que diré cuando llegue mi turno.

Y ahora me toca a mí. Espero a que todos los demás bajen a buscar algo de comer para quedarme a solas con ella. Acerco la silla chirriante a su cama y me siento. Sonrío. Estoy a punto de sacar la artillería pesada. Olvida las bodas, olvida la mudanza. Tengo algo más importante que ofrecer. Algo que seguro que a mamá le importa más que nada.

—Mami, ahora mismo estoy… muy delgada. Por fin he bajado a cuarenta kilos. Estoy en la UCI con mi madre moribunda y lo que estoy segura que conseguirá que se despierte es el hecho de que en los días transcurridos desde que fue hospitalizada, mi miedo y mi tristeza se han convertido en el cóctel perfecto para provocarme anorexia y, finalmente, he alcanzado el peso que mamá tenía como objetivo para mí. Cuarenta kilos. Estoy tan segura de que esto funcionará que me reclino completamente en la silla y cruzo las piernas de forma pomposa. Espero a que vuelva en sí. Y espero. Y espero.

Pero no lo hace. Nunca vuelve en sí. No le encuentro sentido. Si mi peso no es suficiente para que mamá se despierte, nada lo será. Y si nada puede despertarla, significa que se va a morir de verdad. Y si realmente se va a morir, ¿qué se supone que debo hacer conmigo misma? El propósito de mi vida siempre ha sido hacerla feliz, ser quien ella quiere que sea. Así que, sin mamá, ¿quién se supone que debo ser ahora? 

 

Antes

I

El regalo que tengo delante está envuelto en papel de Navidad aunque estemos a finales de junio. Nos ha sobrado mucho papel de las fiestas porque el abuelo compró el pack de una docena de rollos en Sam’s Club aunque mamá le dijo un millón de veces que la oferta no era tan buena.

Despego —no rasgo— el papel, porque sé que a mamá le gusta guardar un trozo de cada regalo, y si lo rasgo en lugar de despegarlo, el papel no estará tan intacto como a ella le gustaría. Dustin dice que mamá es una acaparadora, pero mamá dice que simplemente le gusta conservar recuerdos de las cosas. Así que no lo rasgo.

Miro a todos los que me observan. La abuela está allí, con su permanente abullonada, su nariz de botón y su intensidad, la misma intensidad que siempre sale a relucir cuando ve a alguien abrir un regalo. Se interesa mucho por la procedencia de los regalos, por su precio, por si estaban en oferta o no. Ella tiene que saber estas cosas.

El abuelo también mira, y saca fotos mientras lo hace. Detesto que me hagan fotos, pero al abuelo le encanta hacerlas. Y no hay quien pare a un abuelo que quiere hacer algo. Como cuando mamá le dice que deje de comer helado de vainilla Tillamook todas las noches antes de acostarse porque no le hará ningún bien a su corazón, que ya está fallando, pero él no le hace caso. No dejará de comer su helado Tillamook ni dejará de hacer fotos. La verdad es que me enfadaría si no lo quisiera tanto.

Papá está allí, medio dormido, como siempre. Mamá le da un codazo y le susurra que no está muy convencida de que su tiroides esté sana, entonces papá, irritado, le dice «mi tiroides está bien» y se vuelve a quedar medio dormido cinco segundos después. Esta es su dinámica habitual. O esto o una pelea a gritos. Yo prefiero esto.

Marcus, Dustin y Scottie también están ahí. Los quiero a todos por diferentes razones. Marcus es muy responsable, muy sensato. Supongo que se debe a que es prácticamente un adulto (tiene quince años), pero aun así, tiene una fortaleza que no he visto en la mayoría de los adultos que me rodean.

Me encanta Dustin, aunque parece un poco molesto conmigo la mayor parte del tiempo. Me encanta que se le den bien el dibujo, la historia y la geografía, tres cosas que a mí se me dan fatal. Intento felicitarle a menudo por las cosas que se le dan bien, pero él me llama marrullera. No estoy segura de lo que significa exactamente, pero por la forma en que lo dice debe ser un insulto. Aun así, estoy segura de que en secreto aprecia los cumplidos.

Me encanta Scottie porque es nostálgico. Aprendí esa palabra en el libro de vocabulario ilustrado que mamá nos lee todos los días, porque nos educa en casa, y ahora intento usarla al menos una vez al día para no olvidarla. Describe a Scottie a la perfección. «Sentimentalismo por el pasado». Eso es exactamente lo que le pasa, aunque solo tiene nueve años y, por ende, no tiene mucho pasado. Scottie llora al final de la Navidad y al final de los cumpleaños y al final de Halloween y a veces al final de un día normal. Llora porque le entristece que se haya acabado, y aunque apenas ha acabado, ya lo recuerda con añoranza. «Añoranza» es otra palabra que aprendí en el libro de vocabulario ilustrado.

Mamá también está observando. Oh, mamá. Es tan hermosa. Ella no cree que lo sea, y probablemente por eso pasa una hora peinándose y maquillándose todos los días, aunque solo sea para ir al supermercado. Para mí, no tiene sentido. Juro que está mucho mejor sin esas cosas. Se ve más natural. Puedes verle la piel. Los ojos. A ella. 

En cambio, lo oculta todo. Se unta la cara con un bronceador líquido, se raspa el párpado con un lápiz, se unta las mejillas con muchas cremas y se aplica muchos polvos. Se carda el pelo. Lleva zapatos de tacón para alcanzar el metro sesenta, porque dice que un metro cincuenta (su estatura real) no es suficiente. Son muchas cosas que no necesita, que desearía que no usara, pero puedo verla debajo de todo eso. Y lo hermoso es quién es ella debajo de todo eso.

Mamá me mira y yo la miro a ella y así es siempre. Siempre estamos conectadas. Entrelazadas. Unidas. Me sonríe como diciéndome que me dé prisa, así que lo hago. Me doy prisa y termino de despegar el papel de mi regalo.

Me siento inmediatamente decepcionada, si no horrorizada, cuando veo lo que he recibido como regalo por mi sexto cumpleaños. Sí, me gustan los personajes de Rugrats, pero este conjunto de dos piezas (una camiseta y unos pantalones cortos) muestra a Angélica (mi personaje menos favorito) rodeada de margaritas (odio las flores en la ropa). Y hay volantes alrededor de las muñecas y los tobillos. Si hay algo que podría considerar totalmente opuesto a mi personalidad, son los volantes.

—¡Me encanta! —grito emocionada—. ¡Es el mejor regalo del mundo!

Pongo mi mejor sonrisa falsa. Mamá no se da cuenta de que mi sonrisa es falsa. Cree que el regalo me gusta de verdad. Me dice que me vista para la fiesta mientras empieza a quitarme el pijama. A medida que lo hace, me da la sensación de que está rompiendo el envoltorio en lugar de despegarlo.