La utilidad de la pelvis

La utilidad de la pelvis

1 de febrero 2023

Por Itzel Mar

Las piernas de ella se sitúan al centro y las de él a la derecha, cercanas, casi íntimas. Flotan las cuatro con un dejo de misterio en el espacio. Algo parecido a una moldura corta las siluetas al nivel de las caderas; desconocemos por ahora el paradero del faltante de estos cuerpos. Dos lámparas, una sobre cada par de piernas, pretenden iluminar el momento. La mirada de quienes se acercan no para; permanece atrapada, cómplice. Así, después de una extenuante contemplación, puede presumirse lo que se oculta en la fotografía: ella y él bailan dentro de la habitación, cuyas ventanas permanecen cerradas. De pronto, es demasiado el regocijo por la música, tanto que los muros del edificio no logran contener las piernas; sólo entonces éstas terminan volviéndose visibles en el exterior, formando parte de un afiche. El movimiento de las nalgas de ella se traduce en un vuelo gracioso del vestido y en el entusiasmo de sus pliegues. A la mitad del camino, entre las rodillas y los pies, brillan las medias, debido la intensidad emanada. Las evoluciones de él son serenamente contentas. Los cuerpos no terminan en los cuerpos: su energía se prolonga, y festejan el espacio al magnificarlo. El resto sale sobrando, como ese anuncio rectangular que nadie se detiene a leer en la esquina superior izquierda de la imagen: Instalaciones eléctricas Hubaro y Bourlon. Hablamos de la fotografía en blanco y negro de Manuel Álvarez Bravo: Dos pares de piernas (1928-1929).

Transcurren los años veinte del siglo pasado. Bailar en colectividad ―el dancing― se convierte en un estado de ánimo posrevolucionario, un movimiento que nace del soplo emancipador concentrado en las ciudades. Tras el arribo de familias completas que se desplazan hacia las grandes urbes, con espíritu curioso y en busca de mejores oportunidades de vida, surgen establecimientos exprofeso para procurar los encuentros, el desenfreno y el consumo de la música de moda. Bailar se traduce como la ocasión de apoderarse de la propia carnalidad y del territorio social. Es lo contrario de encogerse, de ser anónimo y de guardar silencio. Los periódicos y las revistas promueven todo tipo de lugares y objetos relacionados con la alegría de experimentar el baile. Así, por ejemplo, la fragancia Agua de Florida se convierte en la predilecta de los asiduos asistentes a los salones; el ungüento del Dr. Bell, mejor conocido como Pomada de la Campana, así como la Diadermina, son los productos cosméticos de moda entre las mujeres que se saben hermosas en la pista. La crema de limón Dancing intenta seguirles los pasos.

El 20 de abril de 1920 se inaugura el Salón México, ubicado en Pensador Mexicano número 16, antiguamente calle Recabado, en el entonces Distrito Federal. Las semanas previas a su apertura, los periódicos capitalinos anuncian el acontecimiento con gran fervor. Dicho recinto se convertirá, en las siguientes décadas, en un emblema de la ciudad. Flanqueado por puestos de frituras y perímetros de tolerancia, el Salón México institucionaliza el derecho de los cuerpos al regocijo ilimitado de sudar desvergonzadamente y de aprojimarse. Esta catedral del baile también se llegó a conocer como el Marro, debido al golpe olfativo que producía la mezcolanza de cientos de humores. El Salón México se caracterizó por ser diverso e incluyente, pues concurrían por igual artistas, intelectuales y bailadores de distintas clases sociales y apetencias musicales. La orquesta del cubano Tiburcio Hernández, el Babuco, integrada en su mayoría por ejecutantes veracruzanos, inauguró el glorioso recinto.

Posteriormente, aparecieron más salones de prestigio, como el Colonia, el Elite Dancing Club y Los Ángeles. Jazz, vals, foxtrot, tango y danzón impulsaron un espíritu gozoso que permeaba en contra de las “buenas costumbres”. La vehemencia por el baile se viralizó en los establecimientos de gran aceptación y en otros improvisados. Así surgieron también los tés danzantes y las tardeadas en todo tipo de espacios privados. Los géneros dancísticos evolucionaron. En el danzón, por ejemplo, las reglas que prohibían meter la rodilla entre las piernas de la pareja dieron paso a estilos más modernos o raspados, que comenzaron a practicarse en centros nocturnos “de mala muerte”. Hombre y mujer se acercaban más al ejecutar las figuras y los giros. El gesto de bailar apretujándole las nalgas a la compañera, como si se cargara un cartoncito de cerveza, dejó de ser mal visto en ciertos lugares. Los cuerpos, materia de inmoralidad y júbilo, espesaban el aire.

El dancing, con su peculiar estética de la expresividad, la cercanía, el alcohol, el humo y los tacones, impone a lo largo de varias décadas esa actitud indócil y contraria a la mojigatería burguesa. Intelectuales y artistas celebran las aportaciones de esta manera de ser a la vida cultural. Alejo Carpentier, por ejemplo, dice que “pese a su aureola de perversidad, creada por gentes viejas y fácilmente escandalizables, el cabaret ha traído consigo un notable saneamiento de costumbres”. Con el tiempo, los ritmos se suman y van diluyéndose los lindes. Se baila con la misma enjundia un danzón, una guaracha y un chachachá. Las musas rumberas como Rosa Carmina, Ninón Sevilla y María Antonieta Pons proponen una estética novedosa del erotismo. Contemplarles un fragmento de las pantorrillas, las manos inquietas o la sacudida de las caderas constituyó un verdadero acto subversivo. El caso de Yolanda Montes, Tongolele, merece una mención aparte. Su sola presencia, sensual, muy cercana a lo salvaje, provocaba una inquietante intimidad con el espectador, de la que éste no deseaba sustraerse. Hipnótico era ese temperamento de su corporalidad, con el que lograba penetrar el espacio y mimetizarse con la música.

Todas. Las excesivas, las rumberas, las exóticas, las audaces, las cabareteras, las feministas. Mujeres que se atrevieron a darle duro al baile y así desacralizaron la sustancia de los cuerpos, la utilidad de las piernas y de los pechos, de la pelvis y sus zonas aledañas. Ellas nos invitan a bailar. Como si fuera la primera vez. Como si fuera la última.+