Un enemigo hará su vida mejor

Un enemigo hará su vida mejor

Por Fernando Sanabrais

Es hermoso callar juntos; más hermoso aún reír juntos; bajo un cielo azul de seda, apoyados contra el musgo del haya, riendo afectuosamente como amigos, con una risa clara, dejando ver el brillo de los dientes. Si obro bien, nos callaremos; nos reiremos, si obro mal; y cuanto peores seamos, cuanto peores seamos, más nos reiremos, hasta que descendamos a la fosa.

 Friedrich Nietzsche

Los que quieren salvarse necesitan amigos auténticos o enemigos ardientes.

Plutarco 

Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une.

Maurice Blanchot

¡Oh, amigos míos! No hay ningún amigo

He perdido demasiados amigos. Con los años, se ha vuelto casi una tradición. La mayoría eran personas prudentes y discretas, así que se marcharon sin dramatismo ni escándalos. Por lo tanto, no puedo más que agradecerles. Ignoro las razones de su partida y tampoco deseo averiguarlas. Aristóteles decía: “Ni los ancianos ni los de mal genio son aptos para la amistad, porque no procuran placer; y nadie soporta mucho tiempo a quien resulta amargo o desagradable”. Está claro: soy amargo, desagradable o anciano. Posiblemente las tres. “No es la manera en que un alma se aproxima a otra, sino en la manera como se separa, en lo que yo reconozco el parentesco y la homogeneidad que tengo con ella”, escribía Nietzsche. No obstante, algunos obstinados han decidido quedarse un poco más. A ellos les tengo el tipo de afecto que un hombre como yo puede ofrecer. Ellos saben qué esperar.  

En la Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue tres tipos de amistad: por utilidad, por placer y por virtud. Las dos primeras son, en esencia, contractuales: uno se hace amigo del otro porque le resulta útil o placentero. Cuando el beneficio se agota, también lo hace el vínculo. Son afectos perecederos. En cambio, la amistad por virtud, dice Aristóteles, es la más rara y la más auténtica: nace del reconocimiento mutuo de la integridad del otro. No se busca algo, se admira. Sin embargo, según Diógenes Laercio, Aristóteles acabó por decir: “¡Oh, amigos míos! No hay ningún amigo”.

Cicerón, en De amicitia, afirmaba que para que exista verdadera amistad hay que comer juntos muchas fanegas de sal. Compartir tiempo, discusiones, fracasos. En eso radica el vínculo duradero. En la Ilíada hay otra frase que resume con precisión este tipo de alianza: “Cuando dos van juntos, uno advierte antes que otro lo que más le conviene”. 

Montaigne, en su ensayo De la amistad, describe su vínculo con Étienne de la Boétie como una fusión total: “…porque él era él, porque yo era yo”. No hay cálculo ni medida: hay entrega, correspondencia radical. Esa amistad, dice Montaigne, se da una sola vez en la vida.

Fraternos enemigos 

Para Derrida, la amistad es, en el fondo, imposible. Cuestiona la propuesta aristotélica con la desconfianza de quien ya no cree en virtudes compartidas, e integra el pensamiento nietzscheano al afirmar que la amistad está en el núcleo mismo de lo político. En Políticas de la amistad (Trotta, 1998) lleva la idea al extremo: todo vínculo está atravesado por la muerte del otro. El verdadero amigo es, ante todo, aquel que puede ser llorado. Porque toda intimidad implica una pérdida aplazada. Y quizá por eso la amistad no se basa tanto en la presencia, sino en el duelo que ya se presiente.

Para Nietzsche, la palabra amigo fue central. Aparece una y otra vez en sus textos, no como símbolo de fraternidad, sino como figura de tensión. La amistad, para él, no se edifica sobre la afinidad, sino sobre la diferencia. Ese amigo que incomoda, que hiere, que cuestiona. Nietzsche entrelaza amistad y enemistad y, en ese gesto, subvierte la visión tradicional: la enemistad del amigo es más peligrosa que la enemistad declarada. Invierte, transvalora el concepto. La amistad, entonces, no es un refugio. Es un campo de batalla íntimo. En esa línea, lo político no se sostiene en acuerdos morales ni en abrazos ideológicos, sino en el disenso entre cercanos. El verdadero amigo no consuela: sacude. Porque no hay conflicto más despiadado que el que estalla entre dos que alguna vez se reconocieron.

Entre otras obras inclementes y corrosivas, Kiko Amat ha publicado un breve tratado sobre la enemistad titulado Los enemigos. O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad (Anagrama, 2022). Allí nos recuerda el valor de los buenos enemigos, esos que incluso clasifica por niveles y circunstancias. Su método, casi taxonómico, está repleto de anécdotas y referencias literarias.

Comparto además algo con él: su madre fue la primera en enseñarle las palabras, las letras y también en animarlo a lanzar su primer golpe. Cuando éramos niños, creíamos en la humanidad y nos parecía imposible golpear a alguien. Pero nuestras madres, sensibles y contundentes, se encargaron de corregir esa ingenuidad. La mía me lo dejó claro desde temprano: estás solo en esto y la única opción es un buen golpe, certero, directo. Si algo salía mal y buscaban mi expulsión, ella me apoyaría. Basta decir que fue completamente eficaz.

Tener enemigos, para Amat, es un acto de higiene personal. Pero en esa construcción del enemigo se cuela, a veces, una perversa admiración. Porque lo que más irrita del otro no siempre es su mezquindad, sino su eficacia. Y Amat lo resume con claridad: “Consíganse, así, un enemigo. Se lo aconsejo. Un enemigo hará su vida mejor”.

Nos llevaríamos bien, Kiko.

 

Rivales íntimos

“Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une”, escribió Maurice Blanchot. Schopenhauer fue más práctico: “Los amigos se llaman sinceros; los enemigos lo son. Por eso deberíamos usar su censura para el autoconocimiento, a modo de amarga medicina”. Heráclito lo había dicho siglos antes: “La discordia es la madre de todas las cosas”. Y quizá todos los vínculos que valen la pena están hechos de eso: de tensión, de disenso, de una incomodidad compartida.

Nathan Zuckerman lo encarna a la perfección en La visita al maestro (Debolsillo, 2013): viaja al campo para rendir homenaje a E. I. Lonoff, pero más que venerar, necesita verificar su caída. Comprobar que envejeció. Que ya no es el monumento. Que vive entre tazas tibias y silencios contenidos. Que, detrás del genio, hay apenas un hombre cansado.

Nietzsche adoró a Wagner hasta que no pudo más. La ruptura fue una forma de liberación, pero también una herida abierta. Roth convirtió a Lonoff en un monumento en ruinas. Bernhard, en El malogrado (Alfaguara, 2016), retrata a un hombre que renuncia a su vocación por admirar demasiado a Glenn Gould.

Sartre y Camus se deshicieron con una columna: la política fue apenas el escenario, el verdadero duelo era ético. Freud y Jung empezaron como maestro y discípulo, pero se alejaron hasta volverse irreconciliables.  Zweig y Rolland, dos humanistas, dos epistolarios, acabaron distantes no por ideología, sino por exceso de sensibilidad.

El rival íntimo vive justo ahí, donde duele: entre la fascinación y el hastío. Es un vínculo ambivalente, brutal, profundamente humano. 

Y así, volvemos a Nietzsche, que lo supo desde el principio: Tú mismo siempre serás el peor enemigo que podrás encontrar; tú mismo te esperas en cuevas y bosques”.

Por eso, al final, se escribe. No para reconciliarse, sino para borrarlo. Para que ese otro, el doble, el rival, el espectro, se disuelva, línea a línea. Ese que también te lee… y te detesta, con afecto.+

Fernando Sanabrais. Nunca está de acuerdo con su semblanza ni con la última frase, por ejemplo. Escribe, a pesar de todo.