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El Gran Fitzgerald

El Gran Fitzgerald

Jorge F. Hernández

Al poner el punto final de su novela El gran Gatsby como espejismo de una linterna verde en la distancia, F. Scott Fitzgerald supo que había cuajado “la mejor novela americana jamás escrita” y, sin embargo, procuró advertir a su editor que no deseaba promoverla o publicitarla con alardes celebratorios. En una carta a la editorial subraya que, por favor, no le pongan cintillo de “el libro de la primavera” y todo ello quizá porque precisamente sabía que había cuajado una obra maestra que iba mucho más allá del lugar común, de la mercadotecnia estructural que ya se anunciaba para el mercado librero del siglo xx y por lo visto del xxi. Francis Scott quería que la explosión de los párrafos, la prosa per se, los detalles inolvidables de sus personajes y los sutiles nudos de su trama hablaran por sí mismos en las yemas de los dedos de sus lectores.

Los profesionales de la crítica, a un siglo del milagro del Gatsby, parecen a menudo clonarse con el sentir de no pocos admiradores de la obra… pero en pantalla. Ya sea que abogan por Robert Redford o son de la banda de DiCaprio, no pocos adeptos a la admiración de El Gran Gatsby en realidad abrevan de la impresión visual de lo que han proyectado sus páginas en guiones: la desbocada fantasía polifónica de los años 20 del siglo xx, el zapateado taquicárdico y las faldas en jirones o bien la deslumbrante elegancia de zapatos bicolores, trajes de lino a la medida y la belleza como conversación en carcajadas. Pero, mucho más allá de lo filmado, está la voz del silencio, las emociones íntimas que a menudo hablan en murmullos y esas emociones que normalmente no salen a cuadro: la verdadera admiración boquiabierta, la envidia eterna, el amor impalpable… la tremenda soledad.

El gran Gatsby fue la tercera novela de F. Scott Fitzgerald. Tenía 28 años de edad cuando la convirtió en su pieza maestra. De por sí su obra más breve, condensa no sólo las múltiples contradicciones entre el reventón etílico y un cadáver flotando en una piscina, la fiesta interminable y móvil con el desencanto del amanecer, sino también los dos años que vivió Fitzgerald con Zelda al norte de Manhattan en un páramo de nuevos ricos entremezclados con la vieja nobleza, entrelazados y acelerados por el frenesí desbocado a la charlestón y la inminencia de un crack con el que terminaría la década dolorosa del capitalismo rampante. Es el ánimo flotante de la tierra baldía a la que le cantó T. S. Eliot y el cenicero o tierra ceniza que recorren por encima y a diario Nick Carraway y el propio Gatsby, como funambulistas encima de la cuerda floja del basurero de la humanidad.

Al fondo como neblina un inmenso ojo como anuncio de oftalmólogo, la mugre mecánica de los motores veloces, la insinuación de un liguero o el maquillaje corrido de una musa atropellada. Al fondo la prosa de las sílabas hiladas con bisturí en eso que llaman “economía de lenguaje” para así poder reproducir en palabras los sentimientos enrevesados, las contradicciones existenciales, la adrenalina boyante y la desolación total de personajes envueltos en una vorágine que de pronto se vuelve vacío. Algo que podríamos aún catalogar como el sueño americano que se vuelve pesadilla, mientras legiones enteras lo sigan durmiendo.

El asombro y los azoros de Nick Carraway son la voz que nos conduce a ese raro mundo tan parecido a muchos otros imposibles, donde todo puede parecer bizarro y delirante porque se nos vuelve de una rara manera en tentación, antojo y memoria de algo aún por venir. Será su voz en tinta la que nos abra el biombo de la belleza por encima de toda la realidad palpable, el peso de un solo verso tan entrañable como un único beso y de allí, como quien pasea descalzo sobre el filo del mar en una alfombra de arena, Carraway nos lleva a reflexionar sobre el origen mismo de un nuevo mundo que prometía la utopía haciendo de la novela misma donde lo leemos una suerte de epitafio réquiem de todo lo que se esfuma como burbuja de champán.

Incluso sin conocer las adaptaciones cinematográficas de esta joya llamada El Gran Gatsby, en confianza todo lector aprehende con su lectura la velocidad cambiante de sus párrafos: pasajes donde los ojos se parecen al volante de un bólido que rebasa por la derecha y puntos suspensivos en los altos que frenan todo tráfico con palabras contundentes, situaciones cortantes o un gancho izquierdo al hígado. Es probable que el sortilegio se deba a que el autor leía con admiración a los poetas que ecualizan en sílabas el flashazo de una sola palabra al tiempo que el mazazo de un exabrupto y si a ello agregamos la retina de un sinvergüenza, la sensualidad de tobillo perfecto y el eco callado de una música que no precisa escucharse, pues tenemos el telón de una realidad enrevesada, la Historia con mayúscula en digestión cardíaca entre sístole triunfante y diástole de la derrota.

  1. Scott Fitzgerald escribió no pocas páginas magistrales y batalló con diabólicos dragones personales; entre el alcoholismo propio y de Zelda o entre la demencia de ella y la suya en remisión y recaída continua, la biografía del genio no queda encerrada en la mirada gris de una sola fotografía, sino en la explosiva policromía de sus mejores virtudes, quizá condensadas todas a una en esta joya llamada El Gran Gatsby. Léala una vez más quien ya la ha recorrido como viaje interestelar y léala por primera vez quien no necesita de esta recomendación para imantar su antojo y léala quien haya visto las versiones en pantalla tanto como quienes aún no sortean esa útil ventana adicional, pero léase porque así pase otro siglo se trata de una novela intemporal.

Sea en la edición original en inglés o en cualesquiera de las traducciones, el lector de El gran Gatsby queda inmerso en una fiesta envolvente de palabras que confirman la dicotomía ya señalada: la fiesta tiene caducidad, las apariencias engañan y los recovecos más íntimos del corazón enamorado suelen ser laberintos inexpugnables. Se ve de lejos el espejismo de una felicidad que no necesariamente avisa que será efímera y se ve a lo lejos la edad en la que uno ya no pueda bailar hasta el amanecer o caminar hacia el atardecer de la mano de un monumento y se ven de lejos las desgracias que se logran sobrevivir, las razones de la sinrazón y las posibles explicaciones a lo inexplicable, porque de lejos se miran los rostros en la memoria y allá lejos brilla como estrella fugaz la verde linterna de la ilusión.+