La otra carta al padre: sobre Maus, de Art Spiegelman

La otra carta al padre: sobre Maus, de Art Spiegelman

Maus: historia de un sobreviviente, publicado en dos partes entre 1986 y 1991, fue el primer libro mercadeado por una editorial grande como “novela gráfica” en Estados Unidos, pese a que ya otros autores como Will Eisner habían apostado por este formato en el vecino país.

Resulta curioso que la nación que prácticamente inventó las historietas haya tardado tanto en valorarlas como algo más que entretenimiento para niños y multitudes semianalfabetas. Franceses, japoneses y hasta argentinos aquilataron muchos años antes a la historieta como un medio narrativo legítimo, no como un subgénero. 

Acaso por ello la aparición de Maus fue tan celebrada en su día. Tanto, que gozó de un premio especial Pulitzer y, casi cuarenta años después, se le refiere como la gran novela gráfica estadounidense (ay, esa categoría, The Great American Novel, que obsesiona a nuestros vecinos).

Art Spiegelman, veterano de la escena de los comix underground que liderara Robert Crumb en los años sesenta, provenía de la contracultura hippie. Nacido en Estocolmo en 1948 y migrado a los pocos años junto con su familia a Estados Unidos, es hijo de dos judíos polacos sobrevivientes de Auschwitz. Como tal, creció asolado por los recuerdos familiares de la Shoah (el exterminio del pueblo judío durante el régimen nazi) y la muerte de su hermano mayor, Richieu, durante la guerra.

Poco antes del suicido de Anja, su madre, en 1968, Spiegelman fue recluido durante un mes en un hospital psiquiátrico. Años después, en 1973, intentaría exorcizar ese periodo de su vida en un cómic de tres páginas, Prisoner on the Hell Planet, desgarradora historieta en la que quedó asentada la semilla de Maus. Para este momento, aún era notable la influencia del ubicuo Robert Crumb en el estilo de Art, con fuertes dosis de expresionismo alemán.

La experiencia de guerra de su padre, Vladek Spiegelman, no dejó cicatrices sino heridas en carne viva que lo atormentarían el resto de su vida. Desconfiado y avaro hasta lo grotesco, Art ve encarnados en su padre los peores rasgos del Shylock de El mercader de Venecia.

Con el paso del tiempo, Spiegelman se propuso seriamente deponer la compleja relación que llevaba con Vladek, por quien siempre se sintió rechazado, para recabar su testimonio histórico y “hacer algo con ello”. Tras una salida en falso en 1972, desde 1978 y hasta la muerte de su padre cuatro años después, el artista grabó las conversaciones en las que Vladek Spiegelman contó su tránsito a través del Holocausto.

El diálogo no está exento de dificultades. Ambos hombres tienen personalidades sumamente complejas. Las obsesiones paranoides de Vladek y su afán acumulador chocan con las inseguridades del hijo, quien ha crecido a la sombra de Richieu. Éste fue encargado con sus tíos durante la guerra y murió envenenado junto con sus primos por sus propios familiares para no acabar en los campos de exterminio.

Sin embargo, Vladek es un gran narrador. Y, al menos mientras da cuenta de su testimonio, padre e hijo se entregan a una historia que los devora y rebasa, la gran tragedia del siglo xx, ciclón destructor que los atraviesa y consume.

Así, a los treinta años, Art Spiegelman inició la gran obra de su vida y comenzó a dibujar Maus, que publicó por episodios en la mítica revista de cómic experimental Raw, coeditada con su esposa, la artista francesa Françoise Mouly, actualmente directora de arte de la prestigiosa revista The New Yorker y quien se convirtió al judaísmo exclusivamente para complacer al suegro.

Con un dibujo alejado del estilo big foot de Crumb, la gráfica de Maus se revela desenfadada, aparentemente descuidada. En realidad, se trata de una línea expresiva y contundente, que renuncia a cualquier refinamiento en aras de completar una narración dolorosa. Spiegelman tomó la controversial decisión narrativa de utilizar animales antropomorfos: los judíos son ratones; los alemanes, gatos; los polacos, cerdos; los estadounidenses, perros; etcétera. No se piense que esto implicó dibujar animalitos tiernos al estilo de Carl Barks. Todo lo contrario: Maus es un cómic sombrío, pues ¿resultaba posible dibujar de otra manera esta historia?

El autor renunció deliberadamente a las herramientas tradicionales del oficio (plumillas, pinceles, cartulina gruesa satinada) para dibujar sobre papel bond con una pluma fuente, a la misma talla de publicación (normalmente se dibuja por lo menos un 20% más grande, para que, al reducir, el dibujo gane detalle y luzca más). El autor ha declarado que hacerlo de este modo le hizo sentir el proceso más cercano a la escritura de una novela que al de ilustrar una historieta.

El artista dibujaba las viñetas por separado para luego pegarlas en la página terminada con un lápiz adhesivo de papelería. Vale la pena mencionar que el ilustrador mexicano Santiago Cohen asistió parte del proceso de montaje de las páginas.

Este proceso creativo resultó demoledor para Spiegelman. Por las páginas de la novela, revela al desesperante Vladek al lado de sus propias fallas. Art, neurótico y obsesivo, contrapuntea la narración histórica con los diálogos con el padre, al que cuestiona e interpela todo el tiempo, un privilegio del que no gozó su admirado Franz Kafka.

La historia de Vladek no es precisa; apela a la memoria menguante; su recorrido es accidentado y si bien evita la autohagiografía, por momentos parece exagerada la buena suerte del protagonista, así como su habilidad para negociar dentro y fuera de Auschwitz. El hecho objetivo reside en que atravesó la guerra con miserias y penurias sólo para reencontrarse con su amada Anja, también veterana del campo de exterminio, al otro lado del conflicto.

Mientras la novela avanza, la salud de Vladek se deteriora. La primera parte de la historia, titulada “Mi padre sangra historia”, cierra con el protagonista ya preso en el pavoroso campo de concentración y con el autor al borde del colapso nervioso. Al inicio del segundo tomo, “Ahí es cuando comenzaron mis problemas”, atestiguamos cómo Spiegelman hijo, abrumado por la muerte de Vladek y el éxito del libro, acude con un Paul Pavel, psicoanalista judío también sobreviviente de Auschwitz y no libre de sus propias excentricidades. 

Las sesiones con Pavel permitirán a Art salir adelante y terminar, exhausto, la novela gráfica como una gran carta de amor y de no poco odio a su padre. No es para menos: en la última página, vemos a Vladek, cansado y enfermo, concluir su historia y pedir al hijo que lo deje descansar. Art lo cobija para dejarlo dormir al tiempo que el viejo dice: “Estoy cansado de hablar, Richieu. Ya fueron suficientes historias”.

La última viñeta muestra la lápida doble de Anja y Vladek.

Desde entonces, el mito de Maus no ha hecho sino crecer. Se le ha premiado e incluido en todo tipo de listas de lecturas fundamentales. Se le reconoce como un trabajo seminal para la narrativa gráfica mundial. Se lee en universidades y se ha analizado profusamente (véase el libro Metamaus). Tanto, que su autor ha vivido a la sombra de su propia creación y hasta el momento no se sabe que haya emprendido un nuevo esfuerzo narrativo tan ambicioso. 

Convertido en una especie de Juan Rulfo gringo de la novela gráfica, la compleja relación que Spiegelman sostuvo con Vladek podría haberse transferido al libro. El J. D. Salinger del cómic parece resignado a ser recordado por una sola novela. Y si bien no es lo elusivo que era el autor de El guardián entre el centeno —al contrario, es muy extrovertido a la hora de hablar sobre su libro y acerca de sí mismo—, sí parece decidido a engrosar la lista de los bartlebys de Vila-Matas.

Mientras Art Spiegelman decide si romper ese silencio o no, su lugar como el novelista gráfico estadounidense más importante de entre siglos se vuelve indiscutible, y el de Maus como un clásico de la narrativa contemporánea, dentro y fuera del cómic, irrefutable. +