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Carlos Velázquez o cómo escribir desde el borde con el ritmo de un corrido punk

Carlos Velázquez o cómo escribir desde el borde con el ritmo de un corrido punk

Nacido en Torreón, Coahuila, en 1978, Carlos Velázquez no escribe desde la periferia: escribe como si la periferia fuera el centro del mundo. Su obra, cargada de humor corrosivo, crítica social y una prosa que se siente más como un gancho al hígado que como una caricia literaria, ha redefinido los mapas de la narrativa mexicana reciente. Velázquez no quiere gustar, quiere desacomodar. Y lo logra.

Con libros como Cuco Sánchez blues y, sobre todo, La Biblia Vaquera —nombrado uno de los libros del año por el periódico Reforma en 2009—, no solo trazó su propio camino, también trazó el de toda una literatura del norte que no necesita pedir permiso. Según Sergio González Rodríguez, ese libro es “el que el norte inventó para explicarse a sí mismo”; para Rafael Lemus, es “el producto más divertido e iconoclasta de la narrativa norteña”. Y no exageran: lo que hace Velázquez es retorcer los mitos, invertir las jerarquías culturales y burlarse de todo lo solemne con una soltura que pocos escritores se atreven a practicar.

Ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón, el Premio Bellas Artes de Testimonio Carlos Montemayor y el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima, ha sido también becario del FONCA y colaborador habitual en medios como Milenio, Tierra Adentro, Narrativa (España) y Replicante. Pero más allá de los premios, lo que lo define es una voz que suena a norte, a polvo, a sudor y a pop con resaca.

En La efeba salvaje, Carlos Velázquez afila sus obsesiones con más pulso narrativo que nunca. Seis relatos donde la traición, la desesperación y el despecho son más que temas: son combustibles narrativos. Personajes como Barbie Moreno, chica del clima caída en desgracia que enfrenta una conspiración mediática; Stormtrooper, niño convertido en monstruo emocional; o el indio Mr. Mojo Risin, resucitador de caballos a pedido, componen un universo donde el realismo mágico fue reemplazado por una suerte de realismo punk, fronterizo y delirante, hecho de hieleras de unicel, cocaína, herederas decadentes y sombras de tres metros.

Velázquez no escribe para complacer al lector. Escribe para darle una sacudida. Y en esa incomodidad, en ese ritmo de acordeón desafinado, en esa carcajada que se traba en la garganta,  es donde ocurre algo más profundo: la literatura se vuelve otra vez peligrosa, irreverente y viva.

En tiempos donde muchos libros parecen querer agradar o educar, Carlos Velázquez escribe como quien lanza una botella al mar con gasolina adentro y se queda a ver cómo arde.