El castillo a través del espejo

El castillo a través del espejo

Mizuki Tsujimura

Mayo

Desde el otro lado de la cortina corrida le llegaba flotando el sonido de la camioneta del supermercado local que iba hasta allí a vender sus productos. «It’s a Small World», la canción de la atracción favorita de Kokoro en Disneyland, retumbaba en el gran altavoz que llevaba en la parte trasera, recordándole el mundo de risas y esperanza que yacía justo al otro lado de su ventana. Desde que tenía uso de razón, siempre había sonado la misma canción.

La melodía se interrumpió de forma abrupta y, después, sonó un anuncio.

—Hola a todo el mundo. Este es el camión de productos del Mercado Mikawa. ¡Tenemos a la venta productos frescos, productos lácteos, pan y arroz!

El supermercado que había junto a la autopista estaba muy lejos y se necesitaba un automóvil para llegar, por lo que, desde que Kokoro era pequeña, la camioneta del Mercado Mikawa había ido hasta allí todas las semanas y había aparcado detrás de su casa. La melodía era la señal para que los ancianos del vecindario y las madres con hijos pequeños salieran y compraran sus provisiones.

Kokoro nunca había ido a comprar allí, aunque, al parecer, su madre sí lo había hecho.

—El señor Mikawa se está haciendo mayor, así que me pregunto durante cuánto tiempo seguirá viniendo —le había dicho.

En el pasado, antes de que el supermercado apareciese en la zona, había sido muy práctico que la camioneta fuese hasta allí y muchas familias habían comprado sus productos. Sin embargo, estaba empezando a perder clientela. Algunas personas incluso se quejaban del altavoz, diciendo que causaba contaminación acústica.

Kokoro no pensaba que fuese una molestia, pero, cada vez que oía la melodía, se daba cuenta, quisiera o no, de que ya era de día y de que era un día entre semana. Se veía obligada a ser consciente de ello.

Podía oír a los niños riéndose.

Había descubierto cómo transcurrían las once de la mañana en su barrio tras haber dejado de ir a clase. Mientras había estado en educación primaria, tan solo había visto la camioneta de Mikawa durante las vacaciones. Jamás le había prestado tanta atención como en la situación presente: un día entre semana, en su habitación, con las cortinas corridas y el cuerpo rígido. No hasta el año anterior.

Veía la televisión conteniendo la respiración, con el sonido silenciado y esperando que la luz del aparato no se filtrase a través de las cortinas. Incluso cuando la camioneta de Mikawa no estaba allí, siempre había madres y niños jugando en el parque que había enfrente de su casa. Cuando contemplaba las sillitas de bebé alineadas junto a los bancos del parque, con bolsas coloridas colgando de los manillares, le asaltaba un pensamiento: «Ya se ha pasado la mañana». Las familias que se reunían entre las diez y las once siempre desaparecían a mediodía y se dirigían a casa para comer.

Entonces, abría las cortinas un poco.

Al pasar tanto tiempo a solas en su habitación, que durante el día era lúgubre a pesar de las cortinas naranjas, empezó a acumular un sentimiento de culpa. Sentía que le culpaban por holgazanear y hacer el vago.

Al principio, había disfrutado de estar en casa, pero, aunque nadie le dijo nada, conforme fue pasando el tiempo, supo que no podía seguir así.

Había buenos motivos para que existiesen las normas fijas. Normas como: «Debes abrir las cortinas por la mañana» y «Todos los niños deben asistir a clase».

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