Gustavo Rodríguez gana el XXVI Premio Alfaguara de Novela

Gustavo Rodríguez gana el XXVI Premio Alfaguara de Novela

19 de enero 2023

Por Irma Gallo

En una ceremonia vía streaming desde Madrid, esta mañana se dio a conocer que el escritor y comunicador peruano Gustavo Rodríguez es el ganador del XXVI Premio Alfaguara de Novela por su obra Cien cuyes. El premio está dotado con 175 mil dólares y una escultura de Martín Chirino.

Elegida entre cinco finalistas de 706 manuscritos recibidos, Cien cuyes presentada con el título Largo viaje hacia el adiós y bajo el seudónimo de Cien Cuyes. El jurado, presidido por la escritora Claudia Piñeiro, y compuesto por el periodista y escritor Javier Rodríguez Marcos, la editora y traductora Carolina Orloff, el librero de Letras Corsarias, Rafael Arias García, el escritor Juan Tallón, y Pilar Reyes (con voz pero sin voto), directora editorial de Alfaguara, detacó que «Cien cuyes es una novela tragicómica, situada en la Lima de hoy, que refleja uno de los grandes conflictos de nuestro tiempo: somos sociedades cada vez más longevas y cada vez más hostiles con la gente mayor. Paradoja que Gustavo Rodríguez aborda con destreza y humor. Un libro conmovedor cuyos protagonistas cuidan, son cuidados y defienden la dignidad hasta sus últimas consecuencias».

En conferencia de prensa posterior a la ceremonia, el escritor peruano conversó con representantes de medios de comunicación de América Latina vía streaming acerca de la novela, 

La primera en hacer una pregunta fue la directora editorial de Alfaguara, Pilar Reyes, quien cuestionó a Gustavo Rodríguez acerca de si existe un paralelismo entre su novela más reciente, Madrugada, y Cien cuyes, a lo que el autor respondió:

—Algo que tiene en común Madrugada con Cien cuyes es que el telón de fondo sigue siendo esta Lima contemporánea, tan llena de conflictos, de clasismo y racismo. Eso se mantiene inalterable. Y con respecto a los personajes, yo creo que sí hay un puente entre Trinidad, la protagonista de Madrugada, esta mujer mestiza, de provincia, emprendedora, que enfrenta a la muerte, a su propia muerte, y Eufrasia Vela, que es también una mujer mestiza, no limeña, que también se enfrenta a la vida, pero también se enfrenta a la muerte de la gente que tiene que cuidar, de los ancianos que tiene que cuidar. Entonces, de alguna manera sí hay esos vasos comunicantes entre ambas.
Quizá, después de haberme escuchado y de haberme ordenado mientras respondo, es mi admiración a la mujer latinoamericana, peruana, en este caso, que tiene que seguir adelante desde el fondo de la pirámide para alcanzar lo más parecido a la plenitud.

Otros medios continuaron haciendo sus preguntas al ganador, que en todo momento se mostró atento para responderlas.

—¿De qué manera esta novela dialoga con la tradición novelística que es tan rica en el Perú?

—Me gustaría que eso lo respondan mejor los lectores y los críticos. Yo soy un pésimo autodiagnosticador de mi obra, sin embargo, sí me atrevo a decir que la vertiente más conocida de la literatura peruana o de la novelística peruana es el realismo. Y en Iberoamérica y Europa más el realismo urbano. Entonces, mi novela sí está dentro de esa tradición específica. El reto adicional sería cómo, dentro del realismo urbano puedes salir de la caja y puedes tratar temas que no se habían tocado. Creo que ese fue un reto inconsciente al que me enfrenté.

—¿Cómo fue para ti trabajar el dolor de la muerte de personas cercanas y trabajarlo en la página?

— Creo que hay dos dimensiones para responder a esa pregunta; la primera, que es un poco más amplia, tiene que ver con el kilómetro que hemos andado en nuestras vidas. Ya pasados los 50 años uno ya va calculando lo que se le viene, ve que sus mentores están falleciendo o languidecen, muchos, solos, entonces eso genera en sí una atmósfera cuando hablas de la vida en general.
Y lo segundo tiene que ver con que sí, con que últimamente la muerte ha rondado mi casa, mi entorno cercano. La muerte de mi suegro, específicamente, fue un trance que a mí me sirvió para gatillar y para llevarme a materializar todos estos pensamientos que seguía teniendo. Mi suegro fue una persona muy digna y creo que el querer aspirar a esa dignidad en los últimos días fue lo que me llevó a tratar de ficcionar esta historia.

—¿Cómo resolver el tema del cuerpo sin llevarlo a lo prosaico?

—Yo me considero un autor muy intuitivo. Aquí en Perú tenemos, teníamos, una escritora muy grande, llamada Laura Riesco. Ella decía que ella no era una escritora, sino “una mujer que escribe”. Yo ni siquiera soy “un hombre que escribe”, yo creo que soy un animal que escribe, soy muy muy intuitivo con mis obras. Entonces, la aproximación al cuerpo no la tenía muy consciente, pero sí era consciente del tono que tenía que tener. Yo creo que una novela puede caerse por distintos factores: lenguaje, personajes, historia, ciertas incoherencias, pero el tono, finalmente, es lo que hace que esa novela tenga el factor X. Y a lo que sí estuve atento fue al tono de la novela y muy consciente también de que no terminara siendo muy cursi, porque vamos, hablar de ancianos solos, que tienen sus recuerdos, hablar de la muerte, hablar de las despedidas, puede ser melodramático. Entonces, creo yo que el uso del humor negro, en mi caso, ayudó a contrarestar la cursilería.

Incluso la escritora argentina y presidenta del jurado, Claudia Piñeiro, lanzó su pregunta a Gustavo Rodríguez:

Hay un tema que salió en las conversaciones con los jurados y es que la novela trabaja mucho sobre la memoria. Incluso había una frase de la novela, que nos gustaba mucho y que no la recordábamos exactamente, pero es algo como “cuando muere una mente, un mundo desaparece”. Y entonces esta conciencia de que cuando mueren las personas mayores, empieza la memoria colectiva a desaparecer, y la importancia de la memoria para Latinoamérica y para tantos países, para España también. Y quería saber ¿la cuestión de la memoria la trabajaste especialmente o es algo que surge sin querer?

—Yo creo que surge sin querer. Es como cuando a un tenista le sale, entre comillas, sin querer, un buen saque. No es que sea sin querer, uno viene practicando y practicando con los insumos que le da la vida, y para mí la memoria es el principal insumo de todo narrador, de todo escritor. Es la materia prima de la cual extraemos estímulos, temas. Y en efecto, si hago un rastreo de todas mis novelas, los personajes recuerdan siempre y reflexionan sobre lo que recuerdan. O si no lo hacen ellos, es el narrador el que reflexiona sobre lo que recuerdan los personajes. Entonces, definitivamente Claudia, sí: la memoria es como el hidrógeno en mi atmósfera literaria.

Finalmente, el también autor de Treinta kilómetros a la medianoche, respondió a la pregunta de Lee+:

—Durante años la literatura no se ocupó de la vejez. Hasta hace relativamente poco, y puedo mencionar Las gratitudes, de Delphine de Vigan, y No he salido de mi noche, de Annie Ernaux. ¿Por qué crees que ahora sí está volteando a ver esta etapa de la vida?

—Yo creo que toda literatura es reflejo de la sociedad en la que está instalada. Mientras esa sociedad no censure. Y creo que si ahora hay un mayor interés en la vejez tiene que ver con el hecho incuestionable de que cada década vivimos más. El año en que yo nací la esperanza de vida de un peruano era de 62 años, hoy es de 77 años, más o menos. Es un salto inmenso. O sea, cada vez hay más gente mayor tratando de vivir esos años extra que antes no vivía, entonces yo creo que la literatura, obviamente, refleja esa preocupación social que se está dando.
Eso, por un lado, y por otro, creo yo que los escritores tienen que ser críticos con la corriente usual que brinda la mediósfera. Ya había demasiado culto a la juventud, demasiado culto al no envejecer, demasiado culto a ser flaco, a tener un pelo hermoso, castaño, qué se yo, no usar lentes. Entonces, creo yo que el péndulo está haciendo regresarnos y haciéndonos ver que no es posible sostener tanta falsedad. Y los escritores tienen que abocarse a eso, a señalar justamente esta grieta.

Gustavo Rodríguez

Nació en Lima en 1968. Ha publicado las novelas La furia de Aquiles (2001), La risa de tu madre (2003), La semana tiene siete mujeres (2010), Cocinero en su tinta (2012), República de La Papaya (2016), Te escribí mañana (2016), Madrugada (2018) y Treinta kilómetros a la medianoche (2022), y el volumen de relatos Trece mentiras cortas (2006). También ha escrito libros infantiles y juveniles que se leen en escuelas. En Traducciones peruanas (2008) se compendian diez años de artículos suyos publicados en El Comercio de Lima. Ha sido finalista del Premio Herralde y del Premio Planeta-Casamérica.

Sinopsis de Cien cuyes

En un barrio residencial de Lima con vistas al mar languidecen unos ancianos de clase acomodada. Frasia, acuciada por sus necesidades económicas, pues tiene que sacar adelante a su hijo Nico, se ha ido convirtiendo en compañía imprescindible para algunos de ellos. Si consiguiera juntar diez cuyes, el dinero para comprar diez conejillos de Indias, podría, según le dijo siempre su tío, empezar una nueva vida. Así, todos los días cruza la ciudad en transporte público para asistir a Doña Bertha, que además de ayuda doméstica necesita un apoyo extra porque en los últimos tiempos anda baja de ánimo y casi no tiene contacto con su hija. Frasia es muy buena en eso, y es tanta la fama de su buen hacer que en poco tiempo empieza a trabajar, en el mismo edificio, para Jack Morrison, médico jubilado y viudo, aficionado al jazz y al whisky e inmerso en una soledad que le oprime el alma. Algo más tarde también lo hará en la residencia del barrio, donde un grupo de residentes han formado una familia que se hace llamar «los siete magníficos».

Sin embargo, a pesar de los cuidados de Frasia, para todos estos personajes los días siguen cayendo pesadamente en una rutina de medicamentos, comidas sosas a horas fijas, telefilmes, achaques y alguna que otra charla, en la que con frecuencia tienen muy presente el final de sus existencias. Frasia lo sabe, y también sabe que su estrecha relación y la confianza que ha logrado establecer con ellos acabará llevándola a una encrucijada.

En Cien cuyes se dan la mano la soledad y el encuentro, las diferencias de clase y la capacidad de empatizar por encima de ellas, la incertidumbre ante el futuro y la tercera edad, el final de la familia y la dependencia. Y por encima de todo ello planea la necesidad humana tan esencial de encontrarle un sentido a la vida.