La niñera. Lana Ferguson

La niñera. Lana Ferguson

Lana Ferguson

 

Me dije que no me pondría nerviosa. No me están viendo de verdad, entonces, ¿por qué me late tan fuerte el corazón?

Reviso el ángulo de la cámara y la ajusto por cuarta vez, luego vuelvo a examinar mi atuendo. Es un sujetador bonito con las bragas que hacen juego; lo que viene después no es nada que no haya hecho mil veces.

Solo que, ahora, lo estaré haciendo para un público invisible por una paga.

Respiro profundo y me recuerdo a mí misma que necesito el dinero.

Que es mi cuerpo y me estoy adueñando de él. Todo lo que haga de ahora en adelante es mi decisión, yo tengo todo el control.

Pensar eso me da coraje.

Respiro profundo. Compruebo que la peluca esté bien puesta.

Me acomodo la máscara.

Yo puedo.

Enciendo la cámara.

 

Capítulo I. Cassie

 

Voy a quedarme sin casa.

Oigo que Wanda chasquea la lengua allá en su cocina (que, por cierto, no queda tan lejos en un apartamento de sesenta y cinco metros cuadrados) y, cuando levanto la cara del terciopelo añejo de su sofá, la veo agitando una espátula en dirección a mí.

–Nada de lloriquear –me ordena–. No te vas a quedar sin casa. Puedes usar el sofá, de ser necesario.

Le hago una mueca al susodicho sofá de terciopelo y ojeo el montón de periódicos que hay en uno de sus extremos, luego al televisor que desafía el tiempo y se niega a morir dentro de su carcasa de madera.

–No quisiera… abusar –titubeo, tratando de no herir sus sentimientos–. Ya se me va a ocurrir algo.

En mi tercer año del posgrado en Terapia Ocupacional… no estaba en mis planes perder mi trabajo de acompañante terapéutica en el hospital infantil. Apenas me venía alcanzando para cubrir el alquiler con el sueldo que me pagaban, y ahora que tuvieron que hacer recortes en el personal, mi apartamento (todavía más pequeño y ubicado frente al de Wanda, cruzando el pasillo) parece estar cada vez más cerca de quedar en el pasado.

–¡Qué dices! –exclama Wanda–. Sabes que eres bienvenida aquí. Con un soplido, me aparto un rizo cobrizo de la cara mientras me incorporo en los cojines del sofá para sentarme. Conozco a Wanda Simmons hace ya casi seis años, cuando me invitó a su casa a tomar el té un día que me quedé fuera de mi apartamento durante la primera semana que me mudé aquí. Que una mujer de setenta y dos años se convirtiera en mi mejor amiga no estaba precisamente en la lista de cosas que quería lograr aquí, pero quizá ella sea más interesante que yo, así que supongo que es algo bueno.

–Wanda –suspiro–, te quiero, lo sabes; pero… tienes un solo baño y no tienes wifi. Lo nuestro jamás funcionaría.

–Es la diferencia de edad, ¿no? –dice con un puchero.

–Para nada. Siempre vas a ser la mujer de mi vida.

–Solo digo. La opción está.

–¿Y qué vas a hacer cuando traigas a tus hombres del bingo y yo esté acá, sentada en tu sofá?

–Ah, no te vamos a molestar. Nos iremos a la habitación.

Pongo cara de disgusto.

–Apoyo al cien por ciento que la pases bien, pero no tengo ninguna intención de estar del otro lado de estas paredes delgadísimas cuando eso suceda.

Wanda suelta una risita mientras revuelve la salsa para sus albóndigas.

–Siempre puedes volver a hacer lo de los videos en tetas.

  Emito un quejido.

–Por favor, no les digas «videos en tetas».

–¿Qué tiene? Son videos. Muestras las tetas. Te pagan.

Dejo caer de nuevo la cabeza y hundo la cara en el sofá. La noche que le revelé mi… historia con OnlyFans, no me imaginé que ella fuera a llevarse mejor que yo con el tequila. Un poco me arrepiento de habérsela contado. No es que me avergüence ni mucho menos. Era un buen ingreso. Aceptar dinero de gente que quería darse placer un rato fue una decisión fácil ante la inminencia de una factura de la universidad que, de lo contrario, no habría podido empezar a pagar. O sea: unas buenas tetas deberían generar ingresos. Creo que es una frase de Margaret Thatcher.

–Sabes que no puedo –suspiro–. Eliminé mi cuenta. Ya no tengo suscriptores. Me llevaría unos dos años recuperar la cantidad que tenía. Además, ya aprendí la lección la primera vez. Al menos eso sí me lo guardé para mí.

–Y, entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Has estado buscando trabajo?

–Lo estoy intentando –rezongo mientras paso en la pantalla de mi teléfono los anuncios de «Se busca empleado» que, en su mayoría, no rindieron ningún fruto–. ¿Por qué publican anuncios para buscar empleados si después no van a responder?

–Hay demasiada gente en esta ciudad. –Chasquea la lengua–. Cuando me mudé aquí, caminabas por la calle y reconocías a la gente. Ahora parece un avispero. Todo el mundo siempre está agitado. ¿Sabías que existe una maldita tienda donde ni siquiera se usa tarjeta? Solo entras y sales. Me pasé todo el rato sintiendo que estaba robando. Casi me da taquicardia.

–Sí, ya hablamos de esa tienda, ¿te acuerdas? Te ayudé a configurar tu cuenta.

–Ah, sí. Si nos descuidamos, de repente van a estar mandándonos las compras por el aire hasta la puerta.

–Wanda, odio ser yo la que te lo diga, pero eso ya lo hacen.

–¿De verdad? Mmm. Deberías configurarme eso también. Me ahorraría la maldita caminata.

–Parece que al final no te opones tanto al futuro.

–Sí, como digas. ¿Y la cafetería de la Quinta Avenida?

–No me darían permiso para que vaya a hacer las prácticas de laboratorio en el campus.

–Bueno, Sal andaba diciendo que le vendría bien un poco de ayuda con…

–No voy a trabajar en el deli –respondo con firmeza–. Sal toquetea demasiado.

–Siempre me gustó un poco eso de él –se ríe Wanda.

–¿No estás muy vieja para estar tan caliente?

–Estoy vieja, Cassie. No muerta.

–En serio, no sé qué voy a hacer –me lamento.

–Fíjate otra vez en los anuncios. Tal vez pasaste algo por alto.

–Me he fijado como diez veces –bufo.

De todos modos, mientras Wanda me sigue sermoneando desde la cocina, releo concentrada la sección de ofertas de empleo y pienso que, si la examino lo suficiente, me saltará a la vista algún anuncio milagroso que no había notado antes. ¿Cómo puede ser tan difícil conseguir un trabajo que me permita estudiar para la facultad por las noches y tomarme un fin de semana por medio para asistir a las clases en el campus? O sea, estamos en San Diego, no en Santa Bárbara. Tiene que haber algo que pueda…

–¡Mierda! –exclamo de golpe.

–¿¡Qué!? –Wanda sale de la cocina con la espátula en la mano.

–«Se busca: niñera cama adentro a tiempo completo. Excluyente que tenga experiencia con niños. Habitación y comida gratis. No consultar si no está interesada».

–Mmm… No querrás tener que cuidarle los…

–«Salario inicial…». Mierda.

–¿Es bueno?

Cuando le digo cuánto ofrecen, pronuncia una palabra que suele reservarse solo para cuando pierden los Lakers. Luego resopla y se palpa los rizos blancos y cuidados, con ese gesto aturdido tan propio de ella.

–Bueno, supongo que será mejor que los llames.