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50 años de recuerdos

50 años de recuerdos

22 de junio de 2021

Un viaje en el tiempo a través de los recuerdos de nuestros queridos amigos.

Sin importar cuál es mi antojo literario en ese momento (ensayo histórico, cuento fantástico, poesía beat o novela policial), Librerías Gandhi siempre lo satisface. Su presencia tanto en la capital como en el interior de la república ha fomentado el hábito y, más importante, el amor por la lectura.

Mis sucursales favoritas son la de Bellas Artes; la de Coyoacán, donde presenté mi primera novela, y la de Miguel Ángel de Quevedo, donde asistí como invitado al décimo aniversario de la revista Lee+. Recuerdo que esa noche platiqué con amigos muy queridos, como Raquel Castro, Alberto Chimal y Toño Malpica, y vi por última vez al gran escritor y músico Armando Vega Gil (q. e. p. d.).

Aclaro que no soy de pedir libros por internet. El internet es para los memes, las teorías de conspiración y los videos de gatitos. Amo estas tres cosas, pero para comprar libros prefiero ir a Gandhi, ya que su personal es capaz de asistirte sin el más mínimo rastro de esnobismo. En cualquiera de sus sucursales sé que encontraré algo para mí y para Chabe, mi hija, que me acompaña a todos lados.

Es por todo esto que ver mi primera novela en sus mesas de novedades fue uno de los logros más importantes de mi carrera. Felicidades a Gandhi por su 50 aniversario.

El amor por la lectura

Vivimos para leer, y leemos para vivir

Podría decirse que 50 años son toda una vida, pero en este caso eso no aplica. Los 50 años de Gandhi encierran millones de vidas, multitud de historias compartidas, infinidad de mundos conquistados. Sus pasillos se convierten en el puerto del que zarpan barcos piratas, naves espaciales y máquinas del tiempo, que nos dan la oportunidad de vivir otras vidas. Pero también diminutos transportadores de conocimiento que nos llevan al interior del cuerpo humano, a los misterios de las matemáticas o a los avances tecnológicos.

Somos peregrinos en el desierto, villanos, héroes, aves viajeras, leones en caminos dorados y robots en islas salvajes; el aliento del invierno, la palabra que no se dice y la promesa rota. Detenemos el tiempo, aunque sea por un instante, para convertirnos en los Niños Perdidos. Nos trasladamos a los escenarios más fantásticos y a la vez palpables. Huimos de la abrumadora realidad, ocultos en la alacena debajo de la escalera de Privet Drive 4, y nada nos detiene para resolver un misterioso asesinato, aunque en ello nuestra vida literaria corra peligro.

Gracias por estas millones de vidas compactadas en 50 años. Gracias por las vidas que nos quedan por vivir juntos.

Vivimos para leer, y leemos para vivir.

La gente ahorra para su fiesta de bodas, pero nosotros sólo ahorramos para libros”, le dijimos a la tía que nos quería organizar el guateque. No le importó, y nos vimos arrastrados a una ceremonia y a una recepción que, sí, estuvieron lindas (porque se reunieron muchas personas queridas), pero que no era lo nuestro.

Entonces, a la hora de las fotos, tuvimos una inspiración: nos metimos a la Gandhi de Madero. El personal de la librería, todo amabilidad, nos dio chance de tomar ahí nuestras fotos de boda. Son el recuerdo más bonito del inicio de nuestra vida juntos: Alberto, Raquel y libros. Nada más faltaron los gatos.

Alberto, Raquel y libros

Ahorrar para libros

Yo nací y he vivido siempre en Guadalajara. En un viaje a Ciudad de México que hice con mi padre terminé en Gandhi y me fascinó desde el primer momento. Las librerías de mi ciudad no tenían un surtido importante; las novedades eran pocas, y a veces los libros se quedaban por un buen tiempo. Uno volvía y volvía, y los libreros seguían exactamente igual. Para mí, desde el principio, ir a Gandhi implicaba ahorrar para conseguir un montón de libros. En algún momento llegué a pensar que, si en el trabajo en que estaba entonces me hubieran pagado con un vale de Gandhi, solamente habría necesitado los vales de despensa para sobrevivir.

Yo estudiaba en la UNAM, y por supuesto que iba a Gandhi, donde nos reuníamos a jugar ajedrez (qué raro), pero también a hablar de libros (más raro). Luego nos íbamos a comer a La Tacoteca, que estaba enfrente. Fue parte de mi vida: estábamos ávidos por comprar novedades de Onetti, de Cortázar.

Pasábamos muchas horas ahí. Fue como nuestra segunda facultad. A mí me tocó la generación de maestros republicanos españoles, muchos de ellos poetas, y también me tocó la generación de exiliados sudamericanos. Por ambos lados descubrí a muchos autores, además del humor negro. Uno de mis maestros era Arturo Souto, autor de uno de los cuentos más antologados de entonces, Coyote 13, y quien empezaba sus clases con un “Muchachos, todo problema es susceptible de empeorar”, así que nos preparó para la vida.

No leíamos tanto a Simone de Beauvoir; la moda era leer a Sartre, y había chistes muy malos y muy machistas sobre la pareja: que Sartre con un ojo escribía sus libros y con el otro los de De Beauvoir. Mira lo que es la justicia poética, ahora es mucho más leída ella, y a muchos de nosotros nos interesa más, no sólo El segundo sexo, sino todo lo que hizo con la novela autobiográfica.

Otra visita obligada, además de Gandhi y La Tacoteca, era el “sábado” de Huberto Batis, también maestro de la facultad. Él reinaba entre papeles (como a su manera también reinó José Emilio Pacheco entre los suyos), pero Huberto era malo: no sólo tenía malicia, tenía maldad y hablaba mal de muchas personas, aunque había intocables, como Inés Arredondo, que era su adoración. Pero no nos acercábamos a él solamente por su maldad o por sus chismes, sino porque sabía de literatura, de verdad: nos dejaba unos ejercicios muy difíciles, que hacíamos en Gandhi, y si estaban mal escritos nos caía la daga. También era generoso: él me abrió las puertas del Sábado para publicar mis primeras cosas.

Gandhi tuvo la cualidad de ser cafebrería. Éramos pobres como ratas; todos trabajábamos, y lo que hacíamos era hojear los libros y hasta leerlos ahí, sin sacarlos. Creíamos que podíamos cambiar el mundo, y tal vez Gandhi nos ayudó a albergar esa fantasía, porque era muy cercana a los estudiantes. Eso fue antes de la gran mercadotecnia: importaban los buenos libros y los buenos autores. Leíamos a Elena Garro; idolatrábamos a Josefina Vicens (que para nosotros era como Juan Rulfo), y por ahí también a Nellie Campobello. +

Nuestra segunda facultad