El soporte del arrepentimiento
24 de febrero de 2021
José Luis Trueba Lara
Hay cosas que me da mucha pena preguntarles a mis colegas. Cuando los veo retratados con su libro más reciente, no me queda más remedio que asumir un hecho que a lo mejor se nota en esas fotografías: ellos jamás se arrepentirán de ninguna de sus palabras. Pero, aquí entre nos, a mí no me pasa nada de eso, siempre tengo la certeza de que lo publicado podría mejorarse y, cada vez que me topo con un libro dedicado a cualquier tema que ya toqué, se me ocurren nuevas ideas y correcciones que podría hacerle a lo editado. Yo estoy convencido de que los actos de escribir y publicar sólo le abren la puerta al arrepentimiento, y —por lo menos en mi caso— la única manera de sobrellevarlo es negarme a leer mis páginas una vez que salieron de la imprenta. En algunas ocasiones, el velo de la ignorancia fingida es muy saludable.
A pesar de que mis palabras se pasan de melodramáticas, creo que algo de verdad hay en ellas: todos los días, mientras estoy escribiendo, hago un bolón de correcciones, que me permiten arrepentirme de las páginas en las que ya he trabajado. Siempre hay una palabra mejor, una redacción más precisa, un cambio de rumbo que probablemente llevará al puerto sin naufragar. Y así sigo hasta que el libro nace y yo me engaño pensando que ya no tiene problemas. El único detalle es que el error continúa existiendo y se hace presente en cada uno de los ejemplares que se imprimieron.
Mis arrepentimientos no corren en el vacío, ellos tienen una historia que avanza al parejo de los materiales de escritura que he utilizado: hoy, por ejemplo, me basta con presionar la tecla delete para que mis tarugadas desaparezcan. Sin embargo, no siempre fue así: antes, cuando garabateaba las hojas con un plumón, éstas terminaban llenas de tachones cuya intensidad variaba de acuerdo con el tamaño de mi error; algunos me llenaban de ira y merecían trazos gruesos y poderosos; otros eran una precisión que reclamaba líneas mucho más finas y racionales.
En el momento en que casi abandoné los plumones y comencé a utilizar una máquina de escribir, los arrepentimientos no cesaron: cuando terminaba de aporrear las teclas, seguía tachando las palabras en las hojas y, además, les agregaba notas en los márgenes o les pegaba trozos de papel cuando había que llegar más lejos. La mayor desgracia de estos arrepentimientos era que, al terminar el acto de contrición, tenía que volver a mecanografiar todo lo escrito.
Aunque las fotografías de otros escritores parecen mostrar lo contrario, no hay nada original en lo que a mí me sucede, las muestras de arrepentimiento son antiquísimas. Podemos encontrar abundantes ejemplos de estas retractaciones y vale la pena detenernos en uno de ellos: la certeza de que —hace bastante más de un milenio—…
la escuela no era un lugar agradable
… y el costo del papiro impedía destinarlo a fruslerías. Los litterator —los profes que enseñaban las primeras letras— generalmente estaban mal pagados y todo indica que tenían un pésimo carácter. Los porrazos, los regaños y los jalones de greñas eran asuntos de todos los días. La idea de que “la letra con sangre entra” ya había sido parida.
A pesar de esto, Horacio describe a esos alumnos como niños muy felices, que caminaban a su salón “cargando en su brazo izquierdo la cajita con las piedras para hacer cuentas y la tablilla para escribir”. Por más ricos y poderosos que fueran, los romanos no estaban dispuestos a entregarles a sus hijos las hojas que venían del otro lado del Mediterráneo; ellos necesitaban algo más barato y funcional que los papiros egipcios: unas tablillas cubiertas con cera donde los niños pudieran grabar las letras con un punzón y, por supuesto, también era fundamental que tuvieran el chance de borrarlas gracias a una pequeña espátula que presagiaba la goma de los lápices, que aún no se soñaban. A golpe de vista, todo parece indicar que esos “cuadernos” permitían un uso casi infinito de su superficie. Cuando estaban en las últimas, sólo debían recibir una nueva capa de cera para volver por sus fueros, aunque su lectura podía implicar graves peligros. Varios médicos de esos tiempos alertaban a sus pacientes para que no las emplearan más allá de lo indispensable: leer las palabras grabadas en cera endurecía los ojos. Su negrísimo tono no era saludable.
Los niños no eran los únicos que disponían de estas tablillas en la antigua Roma, los adultos también las usaban a la menor provocación, sin preocuparse mucho por las advertencias de los matasanos. En ocasiones, éstas tenían pequeños orificios que permitían atarlas con un cordel o unirlas con una armella para aumentar el número de páginas. Incluso —según cuentan los que de esto saben— existían las que poseían bisagras y formaban un códice con varias hojas. En buena medida, este objeto es el antecesor más remoto de lo que hoy entendemos como un libro, pues sus páginas quedaban unidas a una suerte de lomo y, con el paso del tiempo, las maderas enceradas fueron sustituidas con papiros, pergaminos y, al final, con las hojas de papel que hoy usamos sin preocuparnos gran cosa por su precio.
Sobre esa superficie, además de los trabajos escolares y los asuntos de los negociantes, también se escribían palabras amorosas, las que buscaban pasar las aduanas de las túnicas y abrirle el paso a los seductores. En El arte de amar, Ovidio —el poeta latino que terminó metido en serios problemas por sus palabras— no se andaba con rodeos a este respecto: “Que la cera derretida […] empiece por ser la cómplice de tus propósitos. Lleve ella escritas tus ternuras y palabras que imiten las de los enamorados y, sea cual sea tu rango, añade súplicas y no pocas”. El consejo del poeta no parece nada malo, y tal vez presagiaba el apotegma que sostiene “verbo mata carita”.
Hasta aquí pareciera que los problemas estaban resueltos. Si la damisela creía o no en las ardientes palabras del seductor es harina de otro costal, y nada importa para lo que aquí conversamos. Pero, si observamos este asunto con una pizca de cuidado, los detalles y los peligros no tardan en revelarse. El seductor bien podía ser un hombre casado y el objeto de sus deseos también tenía la posibilidad de estar matrimoniada con un centurión acostumbrado a matar. Por esta razón, si las tablillas caían en manos de su esposa o del marido de la amada, las cosas seguramente se pondrían color de hormiga. Por fortuna, Ovidio también pensó en esta probabilidad, por eso le sugería a su lector que “cuantas veces las escribas, inspecciona antes tú mismo las tablillas por todas partes; [pues] muchas [mujeres] consiguen leer más de lo que se les ha escrito”. Los borrones debían ser revisados para anular las pruebas de la infidelidad y, gracias a esto, los amantes podrían sostener un matrimonio alejado de las tormentas y los platos voladores.
Ante estos hechos, la duda no tiene cabida: la cera alisada con la espátula borraba las huellas de los engaños y confirmaba que los mentirosos siempre están preocupadísimos por la verdad, al grado que hacen todo lo posible por ocultarla. Es cierto, borramos para que nuestras falsedades no sean descubiertas y delante de los otros podamos mostrarnos como lo que no somos. Incluso a los cínicos les pasa esto: si sus hechos se descubren, son capaces de urdir historias que los aceptan y los justifican o los niegan al mismo tiempo.
En aquellos momentos, arrepentirse de lo escrito en las superficies enceradas no era muy difícil: con gran velocidad, la espátula desaparecía lo que nadie debía leer. Es más, si el propietario de la tablilla se pasaba de cuidadoso, bastaba con un poco de calor para que las huellas se eclipsaran o, en un caso realmente extremo, hasta podía llevarla al taller más cercano para que la rasparan y le pusieran una nueva capa de cera. Debido a esto, es muy poco lo que sabemos acerca de los antiguos arrepentimientos, ellos se esfumaron y sus huellas se borraron para siempre. Nada queda de los titubeos de los seductores y los amantes romanos, y casi lo mismo podría decirse del resto de sus remordimientos.
Si bien es cierto que la cera alisada era una espléndida manera de borrar las culpas, las dudas y los errores, éstos continuaron, inclementes, para obligar a los arrepentimientos, a las fallidas ansias de lograr la perfección. Por esta razón, si las hojas permanecen inmaculadas después de las retractaciones o quedan heridas y maltrechas tras su aparición, no tiene gran importancia: en esas páginas se encuentra una historia secreta que apenas en unas pocas ocasiones podrá recuperarse. Lo que ahora estás leyendo nada tiene que ver con los papeles tachados y arrugados; esto que está delante de tus ojos sólo es lo que existe tras el más duro de los arrepentimientos. +