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La querella de Venus

La querella de Venus
Queridos admiradores, críticos y entusiastas del arte

Llegada a este punto en mi vida, he pasado más de 530 años encerrada en un cuadro. La gente pasa y me observa, pero ya no me miran en serio. Mi cara y cuerpo han estado por todo el mundo: decorando cafeterías, convirtiéndose en memes y hasta estampados en camisetas. Y sí, entiendo que ser la Venus de Botticelli tiene su fama, pero ¿alguna vez, alguien, se ha preguntado si quiero ser más que una imagen bonita?

Antes de pincel y lienzo, fui una diosa. Venus, diosa romana del amor, la belleza y la fertilidad, capaz de inspirar pasiones y despertar deseos. Fui también símbolo de poder y atracción; no sólo por mi apariencia, sino por mi capacidad de conectar lo humano con lo divino. Suena inspirador, incluso poético, pero ser vista durante siglos y únicamente como estándar de perfección no es precisamente el sueño de cualquiera. Vamos, estar de pie sobre una concha, con el viento en la cara y sin zapatos, podría parecer idílico, pero no lo es. Los primeros años fueron divertidos, ver a la gente pasar y maravillarse. Algunos se detenían a analizarme, a escucharme, a preguntarse qué era lo que realmente les estaba diciendo. Luego algo cambió. En algún momento, dejaron de verme como ese puente hacia lo divino y comencé a ser sólo bonita.

Una no puede mantenerse siempre en el mismo lugar, y no es por la incomodidad de la pose que, dicho sea de paso tampoco ayuda a la circulación, sino que la gente me mira y asume que soy musa, adorno para inspirar a otros. ¿Y si quiero ser más? ¿Qué tal si quiero, también, representar libertad, fuerza y carácter? No soy maniquí para copiar ni molde al que deban ajustarse. La belleza es una parte de quien soy, aunque mi verdadero poder está en la libertad de ser más que una imagen atrapada en expectativas ajenas. ¿Por qué no puedo ser símbolo de mujer que, a pesar de las miradas del mundo, sigue en pie con orgullo y determinación?

Miren a mis contemporáneas: Isabella d’Este, que tenía estilo, y cerebro, y poder en la corte de Mantua; o a Sofonisba Anguissola, quien dejó en claro que las mujeres también sabían pintar y brillar por sí mismas; o Lucrezia Borgia, quien supo moverse en un mundo en que ser mujer no era precisamente juego de niños. No fueron solo adornos, sino mujeres con agallas que dejaron huella en su época. Si ellas lograron ser más que una cara bonita, ¿por qué debería quedarme en un marco?

Y ya que hablamos de belleza, hablemos de cosméticos. En el Renacimiento, más allá de polvos y ungüentos para verse bien, se trataba de verdaderas fórmulas estratégicas. Las famosas aguas de belleza, elaboradas mediante destilación o maceración, servían para limpiar y suavizar la piel. Desde el agua destilada de flor de haba de Catalina Sforza hasta bálsamos labiales de rosas, cada mezcla tenía su propósito. Claro, no todo era tan glamoroso como parece: blanquear la piel con albayalde no es precisamente saludable, pero el estatus social tenía su precio. Lo curioso es que, aunque se esperaba que las mujeres fueran naturalmente bellas, todos sabían del toque de alquimia detrás.

Porque ser musa parece elegante, parte de un sueño, lo sé. Ahora, seamos honestos, significa que alguien más se lleva el crédito mientras tú te quedas ahí, sonriendo de lado, sin que nadie escuche tu voz. Y no es que desprecie los halagos aunque sería genial que, de vez en cuando, alguien dijera: “Mira, ahí está Venus, la diosa con carácter, la que representa algo más que belleza”. O, mejor aún: “Ahí está Venus, la que demuestra que una mujer puede ser lo que quiera ser”.

Así que, por favor, la próxima vez que pasen frente a mí, recuerden que soy más que un estándar de belleza. Una mujer con historia, carácter y, sí, sentido del humor. Y, por si se lo preguntan, sigo esperando que alguien me ofrezca una mantita, que el Renacimiento no era precisamente cálido.