Generación idiota. Una crítica al adolescentrismo, de Agustín Laje

Generación idiota. Una crítica al adolescentrismo, de Agustín Laje

17 de marzo 2023

Agustín Laje

Generación idiota

 Una crítica al adolescentrismo

HarperCollins México

CONTENIDO

Introducción 

Capítulo I. La sociedad adolescente 

I- Viejos 

II- Adultos 

III- Adolescentes

Capítulo II. La sociedad adolescente a la deriva

I- Idiotismo 

II- Sentido 

III- Identidad 

Capítulo III. La frIvolIdad del IdIotIsmo 1

I- Moda

II- Farándula

III- Digitalización 

Capítulo IV. Socialización en la sociedad adolescente

I- Familia

II- Medios 

III- Educación

IV- Excurso: Resistir

Capítulo V. Política en la socIedad adolescente

I- Estado niñera

II- Rebeldía política: el modelo de la Nueva Izquierda

III- Rebeldía política: un modelo para la Nueva Derecha

Bibliografía

Acerca del autor

A los jóvenes

que no pudieron idiotizar

INTRODUCCIÓN

Este libro no va de letras. Tampoco va de grandilocuentes categorías etarias. Todo lo que sigue va de idiotas. Así, nada de X, Y, Z. Nada de millennials, baby boomers, silent generation o nativos digitales. Hemos hablado en esos términos hasta el hastío; hemos establecido cortes temporales demasiado evidentes, y al final no hemos sido capaces de decir nada interesante en realidad. Todo resultó demasiado obvio: nos lanzamos a la caza de las diferencias justo por donde estas se veían más claras. Nuestro mundo adora la diferencia. Necesitamos verlas en todas partes, aun cuan-do nos hacen perder de vista la imponente desdiferenciación que homogeneizaba a las mismas generaciones que no dejábamos de bautizar con letras y términos grandilocuentes, tratando de aprehender sus particularidades.
Pero de lo que hoy urge hablar, en cambio, es del idiota. Pensemos al idiota como principio homogeneizador. Las generaciones se encuentran a menudo precisamente en ese punto: el idiotismo. X, Y, Z: todos pueden ser idiotas por igual. ¿Es acaso el idiotismo el signo de una metageneración? ¿Es el Leviatán de las generaciones? ¿Una especie de horripilante monstruo compuesto ya no por una infinidad de individuos, sino por una infinidad de idiotas? ¿O es acaso el idiotismo el punto de llegada de la lucha de las generaciones? ¿Constituye el idiotismo, más bien, una «sociedad sin generaciones»? ¿Es la síntesis del devenir generacional, que concluye su movimiento dialéctico en la figura del idiota? ¿O simplemente el idiotismo será una marca transgeneracional propia de nuestra posmodernidad?

Esto último es especialmente relevante. La generación idiota es una transgeneración degenerada. Si bien el modelo de esa transgeneración es la adolescencia, hoy todos podemos ser adolescentes, de la misma manera que todos podemos ser mujeres o que todos podemos ser hombres, o que todos podemos ser lo que nos venga en gana sin importar nada más que nuestros deseos. Hemos hablado demasiado de transexualidad, y hemos perdido de vista lo transgeneracional. A la emasculación de los hombres y la masculinización de la mujer, a esa insoportable homogeneidad que se vende como «diversidad» le correspondió en el plano etario el envejecimiento de los niños y el rejuvenecimiento de los adultos. Unos y otros se volvieron, de un día para otro, adolescentes, de la misma manera que hoy decimos que un hombre hormonado es una mujer, o que una mujer hormonada es un hombre.
La generación idiota es el núcleo de la sociedad adolescente, es su corazón mismo, su principio de funcionamiento. No más gerontocracias, fin de todos los adultocentrismos: el adolescente gobernará desde ahora nuestro mundo. Es en este sentido en el que cabe decir que la forma de nuestra sociedad es adolescéntrica. El adolescente convertido en algo parecido al «nuevo hombre» del socialismo, al «superhombre» nietzscheano, al startupper del capitalismo digital, convertido en depositario del futuro, de todas las virtudes y todas las aventuras al mismo tiempo. El adolescente gobierna la forma de la cultura, estructura la forma de la política, inspira los cambios de nuestro lenguaje, impone sus preferencias estéticas, domina el imaginario posindustrial y el sistema de consumo. Si para entrar en el reino de los cielos, según el evangelio de Mateo, había que ser como niños, para estar a tono con los tiempos que corren —en los que nos dejaron sin Cielo a la vista— hoy debemos ser como los adolescentes. El reino de la Tierra será nuestro.

Es en este apelmazamiento de las generaciones en una instancia adolescente donde se produce la desdiferenciación generacional, la transgeneracionalidad. Los roles, los poderes, los ritos de paso, los secretos, las diferencias en general, se van deshaciendo en una sosa fluidez adolescéntrica. La forma-adolescente orienta la transición, ocupando el lugar del ideal, transformándose en la norma, deviniendo instancia de normalización. Pero la forma-adolescente es una forma-idiota. No tomemos esto como un insulto. Aquí, la palabra «idiota» juega con múltiples acepciones que más adelante me ocuparé de tratar. Captemos por ahora, más bien, que si en la forma-adolescente encontramos el principio de homogeneidad generacional, el motor transgeneracional, encontramos también el principio de la transversalización de la idiotez: la transidiotez.
El plan de este libro se estructura de la siguiente manera. En el primer capítulo, quiero asociar tres formas de edad a tres formas de sociedad muy distintas. Me interesa investigar el rol y el poder de los ancianos en sociedades arcaicas, antiguas y medievales, para luego advertir su caída con el advenimiento de las sociedades modernas, en las que pondré el foco en el rol y el poder de los adultos. Con todo esto en vista, desembarcaré en las playas de nuestra sociedad, la que por economía de términos podríamos llamar «posmoderna». Aquí, quien parece tomar el control es el adolescente, y a él abocaré mis análisis, caracterizando el objeto de crítica de este libro: lo que llamo «sociedad adolescente».
En el segundo capítulo, caracterizaré la «sociedad adolescente» en torno a algunas cuestiones esenciales. En primer término, se impone la del idiotismo. Me remontaré a la Grecia antigua para traer desde allí el término idios, del que proviene nuestra palabra «idiota». Conectaré su significado con otros tipos de idiotas que surgen en el mundo moderno, como el hombre-masa de Ortega y Gasset, y finalmente con el idiota posmoderno que reivindican Deleuze y Guattari. Otra cuestión crucial de este capítulo es la del sentido. La pérdida del sentido caracteriza nuestra época. El desierto avanza sin freno. Quiero vincular este problema con el gran tópico de la identidad, cada vez más omnipresente. Sentido e identidad no solo son problemas que, a nivel individual, se han adjudicado comúnmente al estadio adolescente de la vida, sino que ahora, a nivel colectivo, podemos adjudicárselos a la forma de nuestra sociedad.

En el tercer capítulo, exploraré las maneras dominantes de la frivolidad. Así, empezaré con el sistema de la moda, para preguntarme no solo qué se supone que esta sea, sino más bien cómo funciona actualmente. Más que un mecanismo de recambio de productos, lo que la moda opera es un cambio al nivel de las significaciones. Vincularé esas significaciones con la política y las batallas culturales, y su aceleración, con la cuestión de la identidad. Algo similar buscaré seguidamente en el fenómeno de la fama, en su tránsito degradante a la farándula de nuestros días. Quiero comprender cómo se construye la farándula en el siglo XXI, cómo funciona el poder mimético que detenta y cómo se la aprovecha políticamente. A continuación, me abocaré al mundo digital, para desentrañar la manera en que las tecnologías digitales se incrustan en nuestra vida, la capturan, la controlan y le confieren en gran medida su forma específica. Psicopolítica y pornocracia: modalidades divertidas del poder que hay que estudiar. En efecto, frente a nosotros, la vida y el medio se desdiferencian sin cesar, confunden sus fronteras y se van volviendo indistinguibles. El metaverso es la síntesis final de este proceso, al que también me dedicaré en esta parte.
En el cuarto capítulo, mi tema general es la socialización, entendida como el proceso por medio del cual aprendemos a vivir en nuestra sociedad. Empezaré, pues, por la familia. ¿Qué ha quedado de la familia en una sociedad donde todos resultan ser adolescentes? ¿Es que vivimos realmente en una cultura «prefigurativa», como sostuvo Margaret Mead? ¿Acaso son los adolescentes los que socializan a los adultos y no al revés? Aquí repasaré la manera en que la familia fue expropiada de su poder de socialización y, más aún, la manera en que alegremente ella misma lo cedió. A continuación, llegará el turno de los medios de comunicación de masas. Su poder socializador ha venido aumentando sin descan- so desde hace muchas décadas ya. Ellos establecen cada vez más las pautas sociales a las que debemos ajustarnos. Pero ¿cómo lo hacen? Aquí estudiaré varios mecanismos, como el framing y el agenda-setting. También analizaré la relación que los más chicos tienen con los medios, convertidos hoy en algo así como su teta digital. Por fin, la escuela y la universidad constituirán el último mecanismo de socialización que abordaré. Lo que me interesa es hacer una genealogía del lugar del alma en la educación, repasando grandes pensadores tanto del mundo antiguo como del mundo moderno, para compararlos con lo que hoy tenemos en este campo. Veremos aquí la manera en que nuestra educación funciona hoy como el más burdo de los adoctrinamientos. En un excurso, me animaré seguidamente a brindar algunos consejos bien concretos para resistir en estos contextos, que sintetizo con el concepto de educación radical.
Finalmente, el quinto y último capítulo estará dedicado de forma exclusiva a la política. Todos los capítulos, en rigor, están saturados de política. Pero dejé para el final dos cuestiones estrictamente políticas que demandaban mi atención diferencial. Por un lado, la forma de nuestro Estado. ¿Paternalismo acaso? ¡De ninguna manera! ¡Niñerismo! El nuestro es un Estado niñera. La sociedad adolescente tiene a su Gran Niñera, que es el Estado que la rige. Este aparece no simplemente para cubrir nuestras necesidades y disciplinarnos, como hacía el Estado paternalista (de «bienestar»), sino para saciar y estimular nuestros deseos y vigilar nuestra felicidad. Por otro lado, quiero estudiar las formas de la rebeldía política. Postularé que hay un modelo bien definido de rebeldía de la Nueva Izquierda y del progresismo, bien caracterizado por Deleuze y Guattari, y continuado por sus seguidores. Criticaré esta rebeldía, argumentando que en realidad es funcional al sistema establecido: se trata, por tanto, de una rebeldía idiota. Cerraré brindando entonces un modelo de rebeldía muy distinto para la Nueva Derecha (a la cual vuelvo a hacer expresa mi adhesión, por si hiciera falta), tomando al emboscado de Jünger como referencia. De lo que se trata es de sustraerse del idiotismo político y rebelarse de verdad contra el sistema establecido.
Dicho todo esto, manos a la obra.

Capítulo I
LA SOCIEDAD ADOLESCENTE

Una parte importante de mi adolescencia transcurrió en la casa de mi abuela materna. Todos los días, al salir del colegio, almorzábamos juntos. Ella preparaba la comida, que usualmente ya estaba lista para servirse cuando yo llegaba, tras tomar uno o dos autobuses. Todavía hoy podría enumerar con precisión de centavo los menús más destacados, y hasta saborearlos en mi imaginación.
La casa de mi abuela era la casa de sus nietos. No solo yo me apersonaba a diario, sino también mis hermanos. Algunas veces se sumaba mi prima. Mis padres, mientras tanto, trabajaban. Sus horarios laborales tomaban toda la mañana y se extendían hasta la tarde. Ese era el motivo por el que la casa de mi abuela abría sus puertas, no solo como un comedor, sino más bien como un lugar de encuentro intergeneracional.
En una sociedad que venía negando hacía algunas décadas el mundo de los adultos, y despreciando el mundo de los viejos, yo recibí grandes lecciones de vida en la casa de mi abuela.

I- Viejos

La fuente de la juventud es un óleo sobre tabla del año 1546, del pintor alemán Lucas Cranach el Viejo. Su tema es el tiempo, la edad, y el deseo de rejuvenecimiento y eternidad que pesa sobre las criaturas finitas y crecientemente entrópicas que somos. Evoca un mito inmemorial, que cuenta de un manantial con la capaci- dad de rejuvenecer a quienes se bañaran en él. En el centro de la pintura se nos muestra la fuente mítica, cuyos poderes mágicos son capaces de devolverle la juventud a las ancianas que en ella se bañan. Por eso vemos en la izquierda de la pintura a sus familiares cargar con ellas, en lo que parece ser un largo y extenuante viaje que tiene por destino la fuente. A la derecha de la pintura, las ancianas salen de su baño, ya no con sus cuerpos viejos y cansados, sino como hermosas jóvenes desnudas que son dirigidas por hombres hacia una carpa. Al salir de la carpa, les esperan bailes y banquetes, diversiones y placeres.
Desde antaño, la juventud ha sido objeto del deseo y ha despertado la imaginación de diversas maneras. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla creía que la fuente podía encontrarse en Oriente; un cantar de gesta del siglo XIII, Huon de Bordeaux, sostenía que el Nilo la proveía de sus aguas.1 Este asunto incluso ha impulsado grandes empresas. Se ha dicho que Ponce de León buscaba la fuente de la juventud cuando descubrió Florida. En nuestro mundo desencantado,2 en el que la técnica reemplaza a la magia, los nuestros buscan la eterna juventud no en aguas mágicas, sino con arreglo a cirugías, cremas, prótesis, medicina regenerativa, ácido hialurónico, masajes reafirmantes y tonificantes, radiofrecuencias nanofraccionadas, ultrasonidos, láser y Photoshop, pero se mantiene el objeto del deseo.

1. Cf. Dardo Scavino, Las fuentes de la juventud. Genealogía de una devoción moderna (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2015), p. 12.
2. Cf. Max Weber, Economía y sociedad (Ciudad de México, FCE: 2014), pp. 438-439.

Más aún: en un mundo desencantado, el deseo de la juventud eterna se agudiza. En él, la vejez ya no tiene nada que hacer ni que decir; va empujando al sujeto fuera del mundo —va anticipando su salida final— y, por tanto, acaba con su subjetividad antes de tiempo. El viejo ya no es subjectum, ya no está «puesto debajo», ya no es fundamento de nada.3 Cuando la muerte no significa más que el final, y el desencantamiento del mundo ha llegado al grado de romper cualquier significación fuerte y compartida de la vida, la presencia del viejo recuerda la finitud de nuestra naturaleza, la fatalidad de la vida, y por eso hay que esconderlo o maquillarlo.
En las sociedades premodernas, la vejez no era necesariamente una maldición. Bajo ciertas circunstancias, podía ser todo lo contrario. Incluso en las sociedades primitivas, cuya existencia ma- terial precaria y su necesidad de desplazamiento territorial más o menos constante hacen del viejo una carga objetiva, este puede mantener un lugar destacado en el entramado comunitario. En efecto, sus años traen consigo la experiencia, el conocimiento, la tradición, la magia y la proximidad al mundo de los espíritus.
El viejo de las sociedades primitivas puede gozar de un papel social destacado bajo la condición de que la cultura se haya desarrollado lo suficiente como para revestirse de un cierto sistema religioso y como para precisar de una tradición que necesite transmitirse. El desarrollo de la propiedad también suele ser una condición importante. De ella, acumulada con el correr de los años que desembocan en la vejez, es posible extraer prestigio.
Los antropólogos han ofrecido muchos ejemplos al respecto. Malinowski encontró que las tribus de las islas Trobriand concedían la autoridad a los más viejos, y que eran ellos los que en- cabezaban distintas ceremonias y rituales de gran relevancia, y llamaban al orden tras las fiestas. Con una situación similar se dio Margaret Mead en su estudio sobre las tribus de Nueva Guinea, donde los ancianos bien posicionados gozaban de altas cuotas de poder, y donde la educación doméstica que brindan las abuelas resultaba inestimable para sus nietas. Lo mismo se repite en innumerables casos: los fangs, originarios del interior del área continental de Guinea Ecuatorial, ponían a sus viejos a conducir la política mientras los jóvenes se encargaban de la guerra. También los arandas desarrollaron una gerontocracia, al igual que los tivs y los kikuyus, y los masáis y los nandis de África Oriental. Similarmente, entre los lugbaras de Uganda, los jefes de cada linaje eran usualmente los de mayor edad. Los ancianos khoikhois, por su parte, eran constantemente consultados sobre temas relevantes y dirigían importantes ritos de la comunidad. Entre los ojibwas del Norte, los viejos transmitían a los jóvenes sus conocimientos sobre hierbas medicinales, ejercían el sacerdocio y ordenaban la logística laboral. Algo similar se daba entre los navajos, cuyos viejos «cantores» tenían el poder de traer la lluvia y la buena salud, y compartían poco a poco sus secretos con los jóvenes. Los ancianos koryakes que poseían rebaños, a su vez, tenían una función matrimonial indispensable, consistente en distribuir sus bienes a sus hijos y yernos. Los viejos yaganes, asimismo, gozaban de los mejores lugares de las chozas y se dedicaban a aplicar la ley no escrita, que dependía tanto de su memoria como de su interpretación. Para los mendes, la memoria del viejo es imprescindible, pues solo ella puede decir a qué clase pertenece cada uno y, por eso, toda la estructura social depende de ella. Los viejos lelés podían excluir del culto a los insubordinados, y hasta monopolizaban los oficios que ejercían. Entre los aleutianos, cuyos viejos se encargaban del calendario y de la educación, se decía que quien tratara bien a los ancianos tendría fortuna en la pesca. Los indios del Gran Chaco desarrollaban incluso temor hacia sus viejos, puesto que estos detentaban peligrosos poderes mágicos y, tras la muerte, sus fantasmas podían acechar al mundo de los vivos. Cosa similar se creía entre los jíbaros, cuyos viejos poseían el conocimiento sobre los animales y las plantas, los narcóticos y el mismísimo futuro, pero si se los atacaba, podían reencarnarse en peligrosos animales que buscarían venganza. En cuanto a los nyoros del África Oriental, consideraban que los más ancianos estaban imbuidos de una gran cantidad de mahano, una especie de poder mágico, similar a la idea de maná.4

3. Lo pienso en el sentido que le da Heidegger al «sujeto» en «La época de la imagen del mundo», a saber: «El hombre se convierte en centro de referencia de lo ente como tal», «el hombre lucha por alcanzar la posición en que puede llegar a ser aquel ente que da la medida a todo ente y pone todas las normas» (Caminos de bosque. Madrid: Alianza, 1995, pp. 87, 92). Así, el hombre es sujeto en la Edad Moderna.

4. Ejemplos tomados de Bronislaw Malinowski, Los argonautas del Pacífico occidental I (Barcelona: Planeta-De Agostini, 1986), pp. 58, 63, 457. Margaret Mead, Educación y cultura en Nueva Guinea: estudio comparativo de la educación entre los pueblos primitivos (Barcelona: Paidós, 1999), p. 199 de la edición en inglés (ver nuestra Bibliografía, p. 299). John Beattie, Otras culturas (México D. F.: FCE, 1986), pp. 193, 197, 280. Hay muchos otros ejemplos similares que se pueden consultar en Simone de Beauvoir, (Bogotá: Debolsillo, 2013).

Más allá de los primitivos, la antigüedad también concede, en muchos casos, un lugar importante a los ancianos. Incluso una sociedad guerrera como la espartana coloca a sus viejos en el poder. El culto a la fuerza y la destreza, la lucha y la conquista, no impide que esto sea así. La vejez es, con todo, fuente de valor. Que los infantes defectuosos deban ser aniquilados por inútiles según los cánones de una polis guerrera, pero que los ancianos tengan una institución propia de gobierno se explica sobre todo por el lugar de la tradición, cuya transmisión depende fundamentalmente de los segundos. Esa institución era la gerousía, compuesta por veintiocho gerontes que no podían ser menores de sesenta años, y convivía con una doble monarquía. Los veintiocho ancianos eran elegidos por un sistema de aclamación popular, lo que da cuenta del carácter público de los viejos espartanos en general.5
El poeta Tirteo cantó unos versos que celebraban esta constitución, en la que el cuerpo de los ancianos reviste la mayor importancia:

Oyeron con su oído,

y nos trajeron este oráculo

y versos infalibles,

que predijera la Pitia Febo:

«Tengan el mando los sagrados reyes,

que son tutores de la amable Esparta,

y los graves ancianos, luego el pueblo,

y se confirmarán las rectas leyes».6

La Atenas anterior a la democracia también revestía de poder a sus ancianos. El Areópago, al que le competían asuntos de materia política y judicial, estaba compuesto de viejos arcontes. Y aun en tiempos democráticos, la vejez tendrá defensores de la talla de Platón y Aristóteles, cada uno a su manera.

5. Cf. Vicente Gonzalo Massot, Esparta. Un ensayo sobre el totalitarismo antiguo (Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1990), pp. 76-77.
6. Plutarco, Licurgo, VI. Citado en Massot, Esparta, p. 77

En la República, el Sócrates de Platón dice que «el buen juez no debe ser joven sino anciano: alguien que haya aprendido después de mucho tiempo cómo es la injusticia».7 Aquí el conocimiento no se confunde con la experiencia: conocer lo injusto no equivale a haberlo practicado, sino estudiado. El buen juez es anciano por-que ha tenido el tiempo suficiente —que al joven le falta— para aprender a distinguir lo justo de lo injusto. Más aún, la República delinea una gerontocracia: «los más ancianos deben gobernar y los más jóvenes ser gobernados»,8 y de entre los primeros, los mejores. Los jóvenes oficiarán de «guardias» y serán «auxiliares» de la autoridad de los gobernantes, pues la fuerza física les corresponde.
Este esquema es deudor del lugar que tiene el conocimiento en la política de Platón. Su polis ideal está gobernada por un filóso-fo rey. Pero para pensar hay que demorarse. Es una actividad que toma tiempo. En una célebre alegoría, Platón describe un grupo de hombres que están encerrados y encadenados en una caverna en la que hay una enorme fogata. La luz del fuego proyecta sombras en las paredes, que corresponden a objetos que se encuentran fuera de la caverna. Los hombres de la caverna piensan que las sombras son la realidad, pero están engañados. El conocimiento se muestra entonces como emancipación de las cadenas que retienen al hombre en la oscuridad. Quien logra salir de la caverna queda encandilado con la luz que hace patente la verdad de las cosas. De esta forma, Platón quiere gobernantes que hayan visto la luz, que hayan cultivado el conocimiento, que, en una palabra, sean filósofos. Pero salir de la caverna toma tiempo. Los jóvenes deben ser sacados de la ignorancia de a poco, aunque no todos lograrán hacerlo. Recién después de los cincuenta años, se sabrá quiénes son aptos para gobernar:
Y una vez llegados a los cincuenta de edad, hay que conducir hasta el final a los que hayan salido airosos de las pruebas y se hayan acreditado como los mejores en todo sentido, tanto en los hechos como en las disciplinas científicas, y se les debe forzar a elevar el ojo del alma para mirar hacia lo que proporciona luz a todas las cosas; y, tras ver el Bien en sí, sirviéndose de éste como paradigma, organizar durante el resto de sus vidas, cada uno a su turno, el Estado, los particulares y a sí mismos, pasando la mayor parte del tiempo con la filosofía pero, cuando el turno llega a cada uno, afrontando el peso de los asuntos políticos y gobernando por el bien del Estado.9

7. Platón, República, 409b.

8. Platón, República, 412c.

9. Ibíd., 540a-b.

Aristóteles, por su parte, no imagina una polis necesariamente gobernada por filósofos ancianos, pero mantiene gran estima por los adultos mayores: a ellos se les debe «el honor que les corresponde según edad».10 Y, más todavía, el Estagirita deja fuera de la política a los más jóvenes. En su sistema de filosofía práctica, la ética está antes que la política. Por ello, al joven hay que enseñarle primero la ética, que le servirá para moderar sus pasiones. Así, su Ética nicomáquea fue escrita para Nicómaco, su hijo. En ella, Aristóteles es claro al sostener que «cuando se trata de la política, el joven no es un discípulo apropiado, ya que no tiene experiencia de las acciones de la vida». Además, el joven es «dócil a sus pasiones».11 Su inexperiencia lo incapacita para la política, que precisa de experiencia y prudencia. Los fines de la política son demasiado importantes como para quedar en las manos de la juventud: «el bien supremo es el fin de la Política y ésta pone el máximo empeño en hacer a los ciudadanos de una cierta cualidad y buenos e inclinados a practicar el bien».12
Pero al joven le resulta ajena la prudencia. Dado que la pru- dencia consiste en la disposición habitual para la determinación de medios apropiados para la realización de fines vinculados al proyecto de una vida buena, no basta con aprenderla teóricamente. La prudencia requiere mucho tiempo; precisa volverse hábito. Así, «los jóvenes pueden ser geómetras y matemáticos, y sabios, en tales campos, pero, en cambio, no parecen poder ser prudentes».13 Aristóteles no especifica cuánto tiempo se requiere, como sí lo había sugerido Platón a la hora de delinear su sistema educacional y político. No obstante, la configuración de una jerarquía etaria en la que la edad es fuente de experiencia y sabiduría práctica resulta patente. Los jóvenes aprenden de sus mayores, y no al revés. El tiempo es el gran aliado del intelecto práctico. En un pasaje, Aristóteles dice con claridad que «uno debe hacer caso de las aseveraciones y opiniones de los experimentados, ancianos y prudentes no menos que de las demostraciones, pues ellos ven rectamente porque poseen la visión de la experiencia».14

10. Aristóteles, Ética nicomáquea, 1165a-25. 11. Ibíd., 1095a-5.
12.
Ibíd., 1099b.
13.
Ibíd., 1142a-10.
14.
Ibíd., 1143b-10.

La antigüedad romana, a su vez, al menos hasta el siglo II a. C. concederá gran parte del poder político a sus ancianos. El Senado es una institución aristocrática de personas entradas en edad. Los jóvenes llaman a los senadores «padres», y los acompañan amorosamente a la casa del Senado y los regresan a sus hogares.15 Desde esa institución se exigen responsabilidades a los cónsules, se ratifican o rectifican los acuerdos que emanan de las asambleas populares y se resuelve el vacío de poder que deja la muerte de un cónsul. También en la familia, el poder de la edad era algo evidente: la figura del pater familias supone un poder doméstico absoluto, y el joven que desea casarse debe contar con el consentimiento no solo de su padre, sino también de su abuelo.
La etapa imperial de Roma, hacia el año 27 a. C., modera el poder de la edad. Los jóvenes guerreros reivindican su fuerza. Dadas las condiciones imperiales en esta nueva fase histórica, ellos gozan del protagonismo político. El poder del Senado disminuye. Lo mismo ocurre con el pater familias. En este contexto escribe precisamente el senador Cicerón El arte de envejecer, a sus 63 años, casi como una autodefensa. El texto presenta un diálogo entre Catón el Viejo y dos jóvenes, Lelio y Escipión. Cicerón hablará a través del primero, y se esforzará por mostrar que la vejez es una etapa digna de la vida, que tiene mucho para dar tanto al individuo como a la comunidad:

Los que dicen que los viejos somos inútiles no saben de qué hablan. Son como esas personas que creen que el capitán de un barco no hace nada porque se pasa el día a popa, timón en mano, mientras los demás trepan por los mástiles, se afanan por las cubiertas y limpian la sentina. No realiza las labores de los jóvenes porque tiene las suyas propias, más relevantes e imprescindibles.16

15. Cf. Pier Paolo Vergerio, “The Character and Studies Befitting a Free-Born Youth”, en Craig W. Kallendorf (Ed.), Humanist Educational Treatises (Londres: Harvard University Press, 2002), p. 25.
16. Cicerón, El arte de envejecer (Badalona: Koan, 2020), p. 17.

La fuerza puede corresponder a los jóvenes, pero la sabiduría corresponde a quienes han vivido lo suficiente como para cultivarla: «la imprudencia es propia de la edad florida y la sabiduría de la marchita».17 Por eso Cicerón vuelve a la típica metáfora platónica del barco y los marineros, y son los ancianos los responsables de capitanear la nave. La división del trabajo responde a un criterio etario. Por eso los jóvenes han de escuchar a los ancianos, como Lelio y Escipión escuchan y aprenden de Catón. Y, sobre todo, han de respetar la autoridad que brindan los años y la experiencia: «El respeto que otorga la edad al ser humano, sobre todo al que ha desempeñado cargos públicos, satisface mucho más que los placeres de la juventud».18
En efecto, la vejez libera al hombre de las pasiones de otras edades. Esto supone una liberación del tiempo, que puede utilizarse mejor en cosas de mayor valor: «Los banquetes, los juegos y los burdeles no valen nada comparados con estos placeres [los del intelecto]. Las personas cultivadas a medida que cumplen años se apasionan cada vez más por el aprendizaje». Y remata: «Os asegu- ro que el placer intelectual es el mayor de los placeres».19 De esta forma, el terror que suscita la disminución de la libido y los apetitos de las más diversas índoles que trae la vejez es puesto del revés por Cicerón, que celebra esa pérdida. A fin de cuentas, si, según la filosofía estoica que él sigue, lo natural es bueno, entonces la vejez, que es enteramente natural, no puede ser algo malo.

Un siglo más tarde, Séneca, preceptor del emperador Nerón, intentaría usar su influencia para devolver poder al Senado. En sus Epístolas morales a Lucilio, Séneca hablará en un momento dado sobre la vejez que le toca vivir. Sus argumentos son muy parecidos a los de Cicerón, y dan cuenta de su estoicismo:
Es gratísima la edad que ya declina, pero aún no se desploma, y pienso que aquella que se mantiene aferrada a la última teja tiene también su encanto; o mejor dicho, esto mismo es lo que ocupa el lugar de los placeres: no tener necesidad de ninguno.20

También en la Biblia se pueden encontrar bellos pasajes sobre la vejez. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se ilustra con claridad la importancia de la transmisión de la tradición que está en manos de los ancianos: «Acuérdate de los tiempos antiguos, considera los años de muchas generaciones; pregunta a tu padre, y él te declarará; a tus ancianos, y ellos te dirán».21 En otra parte, leemos que «en los ancianos está la ciencia, y en la larga edad la inteligencia».22 Un salmo, a su vez, nos dice que en la vejez no hay muerte, sino vida para los justos: «Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y lozanos».23 En el Nuevo Testamento, se hallan numerosas referencias de cuidado y respeto al anciano, y de la autoridad que le corresponde, en contraposición a un neófito,24 esto es, a un recién llegado. Así, por ejemplo, los obispos deben ser cristianos probados en el tiempo que se han desarrollado tanto en carácter como en conocimiento, que gozan de buena reputación personal y familiar, y que han demostrado ser mayordomos eficientes de los asuntos de la iglesia.25 Justamente, la palabra griega para «anciano» es presbyteros, que habla de un hombre maduro y con mucha experiencia.

21. Deuteronomio 32.7.

22. Job 12.12.
23. Salmos 92.14.
24. 1 Timoteo 3.6.
25. 1 Timoteo 3.1-7.

No es extraño encontrar en la pluma de los más destacados filósofos de la era cristiana referencias de este tenor sobre la vejez, desde san Agustín a santo Tomás. El primero divide las edades del mundo en seis etapas, que identifica con las edades de la vida: de Adán a Noé (infancia), de Noé a Abraham (pueritia), de Abraham a David (adolescencia), de David al cautiverio en Babilonia (juventud), de este último al nacimiento de Cristo (madurez), de Cristo a la eternidad del fin de los tiempos (ancianidad).26 Así, la última etapa de la vida se relee teológicamente como un tiempo de gracia. En sus Confesiones, Agustín anota: «Cosas que tienen su aurora y su ocaso; que al nacer tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son perfectas, envejecen y mueren».27 Por su parte, Tomás recomendará el estudio de la metafísica para una edad bastante avanzada. Ella se orienta al conocimiento de Dios y las verdades divinas, y por tanto es un punto de llegada. Su nivel de abstracción es inapropiado para quienes no tienen la madurez suficiente. Según la clasificación de las edades, para sumergirse en la metafísica el hombre debe tener por lo menos cincuenta años, lo que en la Edad Media lo hacía a uno anciano.28
Gobernadores, magos, sacerdotes, filósofos: bajo ciertas circunstancias políticas y culturales, las sociedades premodernas muy a menudo han concedido al anciano lugares de importancia. La ancianidad supone una suerte de estatus, que le otorga al hombre una serie de derechos, obligaciones y funciones sociales propias de un agente. El anciano puede ser admirado, temido, respetado, obedecido e incluso adorado; o bien todas estas cosas al mismo tiempo. El viejo detenta el conocimiento propio de la experiencia, la comunión con los antepasados, los secretos mejor guardados, la correcta interpretación de la tradición; o bien todos estos privilegios al mismo tiempo.
Pero todo esto es un valor solo allí donde la vida transcurre sin conmociones, donde el cambio social es prácticamente imperceptible y donde la estabilidad comunitaria vuelve eterna la práctica social. Lo antiquísimo precisa de personas antiquísimas que mar- quen el rumbo de la vida en común y que conjuren sus peligros.
Los tiempos modernos, que tienen otro ritmo, y para los que los estatutos significan nada, pintarán un cuadro muy distinto.

26. Cf. Jérôme Baschet, La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de
América (México D. F.: FCE, 2009), pp. 339-340.

27. San Agustín, Confesiones, Libro IV, Capítulo X.

28. Cf. Tomás de Aquino, In III Sent., d. 29, q. I, a. 8, a. 1. Ver especialmente el estudio Dietrich Lorenz, «Sobre el concepto de juventud en el siglo XII y el orden en que se debe estudiar la filosofía», Miscelánea Comillas, vol. 64 (2006), núm. 125, pp. 633-651.