Genios y monstruos
08 de diciembre de 2021
Tenemos la misteriosa tendencia de erigir como héroes a aquellos que admiramos. Si éste es un artista reconocido o cuya obra ha impactado su época o su entorno, la tendencia se magnifica. Así hemos creado gurús literarios, musicales, cinematográficos, espirituales, deportivos… Sujetos que se colocan en un lugar de visibilidad y de poder muy por encima de lo humano. Hemos caído en la trampa de pensar que los artistas que han creado obras extraordinarias son eso: extraordinarios.
Walter Benjamin aseguró que al centro de cada gran obra de arte existía una buena dosis de barbarie. Y tal vez lo decía porque, en el fondo, seguimos siendo primitivos. Miramos a estos sujetos artísticos como supersujetos, dotados de algún tipo de superioridad debido a su talento, creatividad, técnica o mensaje revolucionario. Las lindes entre creador y obra de arte parecen, a veces, imperceptibles.
El problema se torna ético cuando este supersujeto es, además, un abusador. En su delirio de genialidad e inteligencia podría haber confundido el poco o gran poder que tiene para someter al otro —su víctima— sexual, emocional o físicamente. Lo ve como un objeto: cosificado, desechable. Byung-Chul Han dice: “El otro como objeto sexual ya no es un ‘tú’. Ya no es posible ninguna relación con él”.
Esta cuestión nos plantea el reciente documental, en cuatro episodios, Allen v. Farrow, que investiga los hechos relativos a la violación que realizara presuntamente Woody Allen contra su propia hija adoptiva, Dylan, poco tiempo después de haberse mudado con Soon-Yi, adoptada por su pareja Mia Farrow, con quien inició una relación mientras ella era menor de edad. El crimen perpetrado contra Dylan no fue nunca perseguido judicialmente debido a una campaña mediática que, guiada por la corrupción, protegió a Allen desde todos los ángulos. El fiscal del caso, convencido de que había causa probable para iniciar un juicio, tomó finalmente la decisión de no perseguir el crimen, debido a la fragilidad de la salud mental de Dylan, que, siendo una niña tan pequeña, había sido revictimizada una y otra vez.
“Woody Allen es Nueva York”, he escuchado frecuentemente en los círculos literarios. Nunca, sin embargo, he oído decir: “Woody Allen es un violador también”. No queremos que nos rompan a nuestros ídolos. Los queremos intocables, en la jerarquía imaginaria que les hemos inventado, en aquel nicho que, como una especie de santo de iglesia, los protege de cualquier juicio humano.
Es una cuestión ética preguntarnos qué hacer con la obra de abusadores, acosadores, violadores. ¿Seguimos consumiendo su arte? ¿Lo cancelamos por lo que han hecho? ¿Dejan de ser genios creativos por mostrar una veta monstruosa?
A más de dos años del movimiento #MeTooEscritoresMexicanos escucho a mis compañeras escritoras: “Nada ha cambiado”. La mayoría de los exhibidos conservan sus trabajos, obtienen nuevos, gozan de los beneficios de ser artistas poderosos en la arena pública. Las víctimas, sin embargo, hemos gastado buena parte de nuestro sueldo en terapia; nos hemos tomado el tiempo de reconstruirnos, de formar redes de sororidad, de desahogarnos con familiares y amigos.
Recuerdo en el documental cómo Dylan —la víctima— plantea una pregunta que rasga por dentro: “¿Por qué a mí me creen menos que a él?”. Es que Woody Allen es Woody Allen. Woody Allen es un genio. Es Annie Hall. Es el sentido del humor. Es Nueva York. Entonces, en una red que parece no terminar nunca, se hila ese pacto patriarcal como una especie de telaraña que cubre todo el cuarto. Y al no creerle a la víctima, al dudar de su palabra, se le vuelve a cosificar, como si valiera menos que ese artista al que admiramos.
Voltear la cabeza hacia otro lado también confirma ese pacto de complicidad. Por ejemplo, el documental Out of Shadows, producido por la periodista Liz Crokin, investiga cómo los medios masivos protegen una red de pedofilia en la que grandes nombres de Hollywood y políticos notables están involucrados. El documental, que logró cinco millones de vistas en Youtube en sus primeros cuatro días, fue prohibido de cualquier plataforma digital. Hoy sólo es posible verlo a través de su página, <outofshadows.org>. Otro intento por que nuestros ídolos se queden en ese lugar de superioridad que les hemos otorgado.
En una ocasión, un escritor famoso nalgueó a una amiga mía en plena presentación de libro, bajo el halo de virtud que le daba haber ganado un premio literario. A muchas otras compañeras escritoras las han acosado, violado o tratado de violar en el marco de alguna feria del libro o encuentro literario. Ser escritora en México es un acto de supervivencia constante. O tal vez ser escritora o artista mujer es, en sí, un acto de supervivencia.
¿Cómo plantearnos que el artista puede ser también un absoluto depredador? Entonces, tratar de separar a la obra de su creador nos lleva a un impasse ético en el que los argumentos intelectuales y emocionales se cruzan.
Cuando descubrí que tenía compañeros escritores que podían crear textos maravillosos sobre ética sin tener una pizca de ética en su vida personal, empecé a plantearme estas preguntas, casi en un afán investigativo. ¿Por qué un señor que tiene un doctorado en letras no puede entender un monosílabo como no? “No quiero que me acoses”. “No quiero tener sexo”. “No quiero salir contigo”. “No”: frases básicas que cualquiera comprende. Pero muchos escritores no las entienden. ¿Por qué? ¿Por qué hombres tan cultos no entienden que no es no? Me lo expliqué a mí misma hace años con un argumento neurológico ultrasimplificado: son dos áreas del cerebro diferentes. Pueden acumular datos literarios, crear obras de arte excepcionales, pero pueden carecer de salud mental o de responsabilidad sexoafectiva. Un área del cerebro puede funcionarles y la otra no. Pueden estar tan dañados interiormente que usan su creatividad y carisma para inducir un abuso. Pueden ser monstruos y genios a la vez.
Desde que entendí eso, no pongo más a los artistas en un lugar de superioridad. Quien no puede entender la línea entre el consentimiento y forzar a alguien a través del abuso o el acoso es porque ha traspasado esa capacidad de mirar al otro como a un sujeto, y trata a su víctima como un objeto sexual que le dará satisfacción inmediata. Entonces, este supersujeto admirable cae en las redes de su propia monstruosidad. Porque los hechos de que no haya sido juzgado, denunciado, encarcelado, de que nadie o casi nadie sepa que es un abusador no lo hacen menos abusador.
Pienso en un escritor que me ha acosado durante algún tiempo y venía a pararse afuera de mi casa frecuentemente. Varias veces me aseguró que se mataría si yo no estaba con él. Pienso, con lástima, en otros escritores y periodistas que le llaman “maestro”, que le califican de gran intelectual. También yo caí alguna vez en esa falacia. Hoy lo veo simplemente como un acosador obsesivo, un hombre enfermo, nada más. Un escritor muy culto, sí, pero un violentador emocional.
¿Es posible realmente separar al artista de su obra? ¿No sería el arte el florecimiento de la alteridad, mientras que el abuso es justo lo contrario? ¿Qué hacemos con el arte hecho por acosadores, violadores, hombres violentos? ¿Volveremos a ver su obra igual?
Para empezar a desatar esa telaraña, existe una frase poderosa: “yo te creo”. Decirla es casi un acto revolucionario en este contexto. Un te creo es apenas el primer paso, pero un paso fundamental, decidido, para volver a darle esa personalidad de sujeto a la víctima. La alteridad sólo es posible si veo al otro como sujeto, un ser humano que ha sido herido y a quien podemos ofrecerle nuestra compasión, así como hemos dado cabida a nuestra admiración por la obra del artista. Seguir consumiendo su arte o no es una decisión personal y ética de altas profundidades.
Todas estas historias de terror tienen una vuelta de tuerca: muchas de las víctimas sublimamos el dolor a través del arte. Dylan Farrow, por ejemplo, luego de la violación se volvió retraída, tímida, insegura. Hoy se dedica a la escritura de ficción y ha publicado su primera novela, pues no se trata de ellos, se trata de nosotras: de recuperarnos, de sanarnos, de inventar un mundo posible donde los paradigmas cambian. Y entonces, puede que ahí, el arte como mecanismo de sanación nos dé la tan esperada liberación del pathos, como si fuese el tercer acto de las tragedias griegas, ese suspiro de alivio que las víctimas tanto necesitamos cuando nos atrevemos a reescribir nuestra propia historia. Ahí está puesta mi esperanza. +