Ernaux y Proust: más allá de un amuse-bouche
1 de noviembre 2022
Por Herles Velasco
La tradición literaria francesa es monumental: sus voces, sus obras, de variedad y profundidad holgadas, tienen poca competencia en el universo literario. Este cúmulo polisémico de ideas y emociones conlleva una riqueza que, a través de los ojos, por supuesto, encuentra su vía de entrada; sin embargo, también las letras se paladean, y el gusto, los sabores de lo que leemos, si se me permite el juego sinestésico, suma poderosamente a la experiencia.
Y es que, hablando de franceses (de letras y cocinas), encuentro en la sorna inteligentísima de La Rochefocauld y La Fontaine una especie de entrée picante de roquefort para abrir el paladar, descarado, que llena la boca y la imaginación. Y de ahí, hasta las más elevadas formas del pensamiento humano de Beauvoir o Barthes, como un tête de veau caliente, porque el seso y la lengua en frío no nos dejan el mejor de los gustos, y hay que tener cierto coraje para entrarles. De los cuasi proféticos relatos de Julio Verne, me apetece encontrar en la mesa futuristas espumas y esferas, para como un viaje a la luna, sabores y formas de otros mundos, como los que propone la nouvelle cuisine. Llega el vino, que está más bien al límite o, si lo prefiere, una absenta, con la decadente estética de los versos de los poetas malditos, en los que se antoja una juerga interminable. Las obras del Marqués de Sade no pueden proponer algo menor que un carnívoro tartare: la literatura del instinto animal sofisticada, visceral y hedonista. De la cocción lenta y paciente de las tramas inconformistas de Víctor Hugo, podríamos adivinar un coq au vin, sustancioso y complejo, en el que los sabores se concentran y deben descifrarse pacientemente. ¿Y el postre? A tiempo.
En este paraíso sensorial, o para ser más precisos, en este flath innis galo de letras y sabores, se ha invitado a departir a la mesa a una nueva druida, la más reciente premio Nobel de literatura: Annie Ernaux, decimoséptima persona francesa y primera mujer de esta nacionalidad en obtenerlo. Ernaux llega, además, en el centenario del fallecimiento de otro tótem de las letras universales y máster chef de la novela, el también francés Marcel Proust. Annie y Marcel, en la cabecera del banquete de las letras de este galísimo 2022. Ernaux y Proust, con todas sus diferencias de gustos, consistencias y, sí, también, con sus vasos comunicantes listos para el brindis.
Más allá de las analogías de esta fallida metaliteratura que me he permitido ofrecerle (y en la que no he terminado de rendirme), en la obra Proust y Ernaux encontramos que las referencias a platillos y sabores no equivalen sólo a un juego o dejo metafórico: en su obra suelen ser vehículos hacia vivencias y evocaciones, ingenuidad y deseo, que se disparan para impactar con lo lúdico o con lo terrible. Ratatouille no inventó, entonces, nada nuevo.
Proust vendría de esta “cocina” literaria, en la que se prefieren las preparaciones sin prisas, las eternas sobremesas, con los cinturones bien desabrochados. Digerir lo que tenemos enfrente toma tiempo. De lo social a lo político, la guerra y la psicología humana nos darán un primer vistazo de los tiempos en este hipotético menú que es En busca del tiempo perdido. Hay carne, mucha. A Proust ya no le dio la vida para emplatar los últimos dos tomos, de siete. Una pulmonía truncaría aquella intención.
Ernaux, una mujer de este siglo, a lo largo de su obra, cocinada al calor de estos tiempos de premura y fast food, nos propone emplear no aquellos ingredientes que se cuecen a lo largo de periodos considerables, sino los que quedaron almacenados por años (como el título de su obra maestra) en el búnker, pues llega la hora de enfrentarlos al fuego a través de sus narraciones autobiográficas impersonales, que se dividen en sabores particulares en más de una veintena de obras publicadas. Annie propone algo más grave que la gastronomía evocadora de Marcel; para ella, esas presencias culinarias son vitales para sobrevivir y, en ocasiones, la asociación de emociones e ideas que ofrece a partir de la comida nos dejan un mal sabor de boca con el objetivo de provocarnos, sí, de repensar los placeres y cerrarnos la garganta. Ernaux utiliza los sabores, la comida y sus contextos como puntos de comparación, detonantes trágicos o ideales que constantemente se derrumban:
Diez años después, soy yo la de la cocina resplandeciente y muda, la de las fresas y la harina, calcada, y reviento.
Para Proust, los sabores suelen paladearse en sutiles melancolías:
Madame Sazerat nos ha dado una de esas comiditas de las que ella tiene el secreto y que, como diría tu pobre abuela […] nos sacan de la soledad sin darnos compañía.
La comida, los sabores que crean presencias invisibles, el gusto como sentido para la evocación.
En la obra de Ernaux, las evocaciones pueden ir de lo lúdico a lo lascivo:
“No pienso más que en la comida. Entré en la dinámica de existir en función de lo que podría consumir en la próxima comida, según el poder calórico del contenido de mi plato. La descripción de una comida, en una novela, me detiene tan brutalmente como una escena sexual”.
Entonces, lo que se lee se paladea y lo que se paladea es capaz de generar otros apetitos.
Al otro extremo de la mesa, Proust aprovecha las palabras para hacerse ver de manera íntima a través de los sabores favoritos, que son también su historia:
Una hora después estábamos almorzando en el gran comedor del hotel, y con la cantimplora de cuero de un limón echábamos unas gotitas de oro a aquellos dos lenguados que muy pronto dejaron en nuestros platos la panoja de sus espinas rizada como una pluma y sonora como una cítara.
Los sabores en Proust, en este caso específico, como un guiño biográfico porque, es ya sabido, encargaba que en su cocina le prepararan frecuentemente aquel pescado. Tenía Marcel la metáfora bien masticada.
Para Ernaux, por otro lado, los sabores se experimentan constantemente en el contexto de la opresión. Lo que pasa por el paladar en Annie es un ancla emocional y a la vez la chispa con la que estallará la culpa. ¿Que si los sabores nos transforman o nos llevan a reflexionar sobre nuestra pobre situación? Ernaux escribió:
La comida, objeto de un deseo incesante y rechazado que no puede satisfacerse más que en el exceso y la vergüenza.
En Proust, también, un plato puede ser la manera de conocer el temple y la osadía de una persona:
Esto es lo que no se puede encontrar en una casa de comidas, aunque sea de las buenas: un plato de vaca estofada con gelatina que no huela a cola y que haya cogido bien el perfume de la zanahoria […] Tendría curiosidad en juzgar ahora a su Vatel de ustedes en un plato enteramente distinto: me gustaría, por ejemplo, ver cómo se las entendía con un guiso de vaca a lo Strogonoff.
O los sabores, con todo su potencial, como metáforas del despertar sexual la ignorancia, el miedo y los paradigmas en Ernaux:
Y ahí estamos en un restaurante forzadas a elegir platos desconocidos, mi primera vieira, la espera ansiosa, y si no me gustara y si tuviera que dejarla, luego la isla vacilante que explorar con la cuchara y la lengua.
Proust y Ernaux vivieron los cambios de sus siglos, del XIX al XX y del XX al XXI, conscientes de las revoluciones ideológicas que aquello implicaba. El primero, parisiense, ya con la ilustración madura y el romanticismo despidiéndose de las obras colosales, que quizás encontraron en su novela el tránsito entre un dejo victoriano y la modernidad, con la melancolía como eje y los sabores como referencias atemporales de realidades íntimas que traspasan también al espacio. Ernaux, que nació en la región de Normandía (donde quemaron a Juana de Arco casi quinientos años antes), ha traído a la mesa la vergüenza, la desigualdad, el abuso y los paradigmas que, en el correr de este nuevo siglo, se nos desvelan con la crudeza propia de las revoluciones ideológicas, y no permiten eufemismos, pero sí ciertas sutilezas.
En la mesa de las letras francesas, Proust y Ernaux dialogan a través del gusto; difieren, por supuesto, en su acercamiento a la vida a través de los sabores, los ingredientes y los tratamientos, pero coinciden en el hecho de que, a partir del sentido casi universal del gusto, se pueden transmitir emociones profundas a quien llega con esa otra hambre: la de reconocerse en una frase, en una idea, en un sabor.
Imagino, al final de esta degustación de la memoria, a Marcel convidando a Annie de su magdalena, único postre posible en esta ficción. Ernaux la toma sin dudarlo: sabe bien qué hacer con ella.+