Rodrigo Morlesin: Luna ranchera, el western y los que sí la hacen

Rodrigo Morlesin: Luna ranchera, el western y los que sí la hacen

José Luis Trueba Lara

Rodrigo Morlesin me mira desde el otro lado de la pantalla. Ninguno de los dos nos sentimos incómodos por esta manera de encontrarnos: desde 2019 los encuentros entre las personas comenzaron a transformarse en una serie de bits. El motivo de esta reunión es casi obvio: tenemos que conversar sobre Luna ranchera (MacMillan Castillo, 2023), su nuevo libro, que cuenta la historia de dos perritas que lograron el éxito como cantantes en la frontera norte e hicieron suyas las imágenes del western y la música de Willie Nelson, Dolly Parton o Patsy Cline, aunque en sus canciones también hay un dejo de los corridos norteños que pueden contar la otra historia de sus protagonistas. En este encuentro, lo importante era que un lector y un autor nos reuniéramos para conversar sobre la creación de un libro, de una pequeña maravilla que tomó la forma de un álbum.

Seguramente estarás de acuerdo conmigo en que los libros no logran su existencia plena sin los lectores. Ellos son los que les dan vida y determinan su futuro. Por esta razón, permíteme contarte mi experiencia como lector de Luna ranchera. Te confieso que los libros ilustrados me meten en problemas: no resulta extraño que en sus páginas exista un pequeño bache entre lo que se ve y lo que se lee. Pero en Luna ranchera el diálogo entre las palabras y las imágenes es perfecto, a tal grado que parece que los textos los habías creado del tamaño exacto para que rimaran con la imagen. ¿Por qué les salió tan chulo? ¿Cómo fue que se logró este diálogo Rodrigo y Mariana Ruiz Johnson?

Aunque no lo creas, esto no fue premeditado; se trató de una coincidencia absoluta. Todo comenzó cuando Leonard Marcus —el historiador estadounidense de la literatura infantil— me hizo una pregunta que desembocó en Luna ranchera: “¿No tienes una historia que nos presentes a la editorial?”. Leonard trabaja en una editorial que se llama Astra y, en ese momento, estaban lanzando el sello en Estados Unidos. La verdad es que le contesté lo mejor que pude: “Mira, tengo esta servilleta y aquí, más o menos, hay una historia”. Francamente yo no esperaba nada: la anécdota apenas estaba bosquejada y, en ese momento, pertenecía al mundo de lo nebuloso. La historia de Luna ranchera —tú lo sabes bien— podría ser idéntica a las se quedan olvidadas en un cuaderno, en un ticket o en la palma de la mano y que, por razones absolutamente azarosas, no se transforman en libros.

Tienes razón: ahí quedan muchas historias que terminan olvidadas o encarceladas en un cajón. Pero ¿qué pasó después de la servilleta?

Pues resulta que les encantó la idea y comenzamos a trabajar en ella. A partir del boceto en la servilleta, Leonard, María Russo —quien era la editora de libros para niños en el New York Times— y Sara Lisa Paulson, la traductora, la redondeamos hasta que todos quedamos convencidos. Aunque no parezca, la presencia de la traductora fue muy importante, porque yo escribí Luna ranchera en español y, posteriormente, en inglés. Sin embargo, había algo que les faltaba a mis palabras para que fuera inglés fronterizo. Yo no tenía pensado que esa servilleta podía convertirse en un libro tan rápidamente.

Cuando el texto quedó listo, empezamos a pensar en quién lo ilustraría. En esto también ocurrió una coincidencia, una casualidad maravillosa. Hacía algún tiempo, yo le había presentado a Leonard el trabajo de Mariana Ruiz Johnson, pero para que hiciera otro libro. Y, en una de esas conversaciones salió la idea de que ella lo ilustrara. Mariana apenas me conocía por mis cápsulas y mis libros, y yo sólo conocía sus ilustraciones. Para mi sorpresa, casi de inmediato me dijeron: “Va con Mariana”.

Ella aceptó, y para mí fue un gozo. Durante más de un año trabajamos juntos. Hablábamos por teléfono y nuestras palabras se adentraban en el cine, en los westerns que, de alguna manera, se muestran en el libro; pero también hablábamos de Patsy Cline, de Willie Nelson o de Dolly Parton. El formato del libro tiene mucho que ver con esto: es apaisado y te ofrece una mirada parecida a la del western.

Creo que las historias pueden volverse libros porque se comparten, porque dormimos y comemos con ellas. Un día le dije a Mariana: “Un personaje tuyo me recuerda a Lowly Worm, uno de los personajes de Richard Scarry”. Ella me contestó que también le encantaba y por eso lo había invitado a participar en Luna ranchera. Así pues, en este libro también están todas las coincidencias, todos los amigos en común y, además, la certeza de que no se puede vivir sin las historias. No podemos vivir sin los libros

Pero Lowly Worm no es el único cameo que hay en Luna ranchera

¡Nos viste! Mariana y yo aparecemos un par de veces. Ésta es otra de las maravillosas coincidencias que ocurrieron en el libro. Cuando me reúno con los pequeños lectores, yo puedo darme el lujo de transformar la ficción en realidad: “Esta historia no me la contaron —les digo—, yo estaba ahí. Y si lo dudas, mira nomás: ahí estoy, al lado de Mariana”.

Sin embargo, la historia también resulta real por otras razones.

Efectivamente, la escuché en Colombia cuando estaba de gira con mi primera novela. En esa ocasión, llegamos a un hospedaje en el que rentaban una habitación y los dueños vivían en la misma casa. Ellos tenían dos perritas: una se llamaba Ranchi y la otra, Luna. La última noche que estuve con ellos antes de regresar a México, me contaron la historia de sus perritas. Ellas eran perritas de campo, que se robaban truchas del criadero. También nos contaron una anécdota muy fuerte, que se transformó en una escena del libro: la vez que una persona las correteó disparándoles con una pistola. Sin embargo, en Luna ranchera no la recreamos con todo el realismo: a ese hombre le pusimos balas de juguete y pantuflas de conejo. En buena medida, esto se debe a que justo ese año me tocó vivir un tiroteo en Los Ángeles.

Una parte de lo que se cuenta en Luna ranchera es la historia real de dos perritas que conozco y quiero muchísimo. Ya después me encontré con la música y el cine, y supe que con estos ingredientes podíamos crear una nueva historia. El libro comienza con unos animalitos que dicen: “Qué suerte tienen Luna y Ranchera porque están los cuernos de la Luna, que para cantar sólo tuvieron que abrir el hocico y después de eso se llenaron la pancita de chuletas”.

Sin embargo, conforme nos adentramos en el libro, descubrimos que las cosas no fueron tan fáciles. Esto también me pasó a mí: mucha gente a mi alrededor no se daba cuenta de que el acto de escribir te enfrenta a muchas adversidades. Una vida que, en mi caso, fue muy complicada, porque hubo momentos de hambre y carencias; pero eso lo olvidaron fácilmente algunos amigos que me conocían de toda la vida. En este sentido, Luna ranchera también cuenta lo que sucede en la vida de las personas.

Finalmente, lo importante es que esta historia —si la lee una niña o un niño— se trata de la aventura de las dos perritas; pero, si la lee un adulto, puede encontrar otro universo que lo llevará a reflexionar. Cuando presenté el libro en la FIL Guadalajara, Nueva York y Los Ángeles, descubrí que los niños entienden muy bien la pobreza que viven los personajes, pero también comprenden perfectamente bien que es posible salir adelante. Me parece increíble. En cambio, la mirada de los adultos que me acompañaron en estas ocasiones fue muy distinta: ellos se encontraron con la migración, con el hambre, con una madre soltera que hace todo para alimentar a sus cachorros, incluso arriesgar la vida. Y, por supuesto, también está la familia como eje central de la historia que se apoya en las buenas y en las malas. Luna ranchera tiene distintos registros: algunos fueron creados de manera intencional por Mariana y por mí, pero otros —como siempre sucede en la literatura— corren por cuenta de los lectores que descubren y se apropian de la historia.+