Cosmócrator: el pulverizador de la vida
13 de enero 2023
Gran parte de mi infancia creí que podía imaginar un universo al margen del nuestro, habitarlo bajo sus reglas y usos, en otro ritmo, a mí imagen y semejanza. Un sueño empalmado contra nuestra realidad, una utopía en el reflejo del agua. Mi propia casita de muñecas. Lo recuerdo bien. Mis papás llamaban a ello «amigos imaginarios»; yo, extranjero de la realidad y urgido de certezas, llegué a la adolescencia hablando de un «propósito superior», de un gran arquitecto del universo. No era el único. A mis mejores amigos, tan diferentes como entrañables, los conocí en esa época, una en la que estudié junto a ellos a la metafísica occidental y la presencia soberana sobre el mundo, al paradigma del gobierno y la estúpida hipótesis de que la vida —en lugar de habitarse— debe gobernarse, pulirse, pulverizarse. Adueñarme de una parcela de lo inconmensurable, decía junto a mis amigos, a través del logos, el verbo, la palabra.
«Antaño imaginaba poder pulverizar el espacio de un puñetazo, jugar con las estrellas, detener la duración o maniobrarla a mi capricho. Los grandes capitanes me parecían grandes timoratos, los poetas, pobres balbuceadores; no conociendo en absoluto la resistencia que nos oponen las cosas, los hombres y las palabras, y creyendo sentir más de lo que el universo permitía, me entregaba a un infinito sospechoso, a una cosmogonía surgida de una pubertad incapaz de concluir». Así describe Emile Cioran en Breviario de podredumbre (1949) el mismo sentimiento que dominó mi alma por un buen tiempo. «¡Qué fácil es creerse un dios por el corazón, y qué difícil serlo por el espíritu! ¡Y con qué cantidad de ilusiones he debido nacer para poder perder una cada día! La vida es un milagro que la amargura destruye». Ilusiones. Ilusiones y amargura. Nada de autocompasión, mucha ilusión, hasta la médula (aun cuando Cioran tituló a aquel texto «Fisonomía de un fracaso»).
Idealizaba a las ideas, a los ideólogos, pero desconfiaba de las personas, de la vida. Casi todo para mí eran ideoclips (máximas, epígrafes, notas a pie de página, diálogos enteros de películas) que como ladrillos levantaron un muro que me separó del mundo, o me encerró en el mío. En ese humilde y claustrofóbico sitio di vida a un Ignatius Reilly mexicano. Por un momento hubo un pequeño dictador dentro de mí. En una ocasión, a propósito de la lectura frente a mis amigos de una reseña de La raza cósmica (1925) de Vasconcelos y sin saber apenas nada del holocausto, se me ocurrió comenzar mi ensayo con una frase de Mussolini, ¡una estupidez! Una estupidez que justifico ahora por la ignorancia preparatoriana de un snob de 16 años. Niños queriendo ser dioses. Sin embargo, en aquel conjunto de autores reuní, quizá no por casualidad, a alguna de las más potentes ilusiones que gobernaron y gobiernan la vida de millones. Ni los cholos —de los que algo sé por mis primos de California— pudieron resistirse al mito de la raza y su superioridad. Afortunadamente yo abandoné ese tren muy pronto con ayuda de Elías Contreras, los Muertos de Cristo y Anonymous.
Pero eso de gobernar mi vida y la de los demás, eso que lo mismo enorgullece a demócratas que a fascistas, no es un bicho que muere inoculando lecturas revolucionarias y participando en algunas acciones directas. Gobernar con, para, o a costa de la vida es una mentira: la farsa que tolera la resignación, y el mejor sistema político según el Presidente de Estados Unidos de Amerikkka. El paradigma del gobierno vuelve cada tanto en los detalles más pequeños, regresa en las decisiones más insignificantes de cada día, con uno mismo, junto al ser que amas, esencialmente en el trabajo. Por ello fue Fernando Pessoa quien, poco después, dio palabras a esa mezcla de ira y desconfianza con la que imagino mi arbitrario y resentido fin del mundo como horizonte; porque si no podemos gobernar el mundo y si no podemos evitar que el mundo nos gobierne, al menos podemos hacerlo estallar, pienso cada tanto, me reprimo, gozo cuando lo imagino. Ilusiones y amargura, de nuevo.
«Crear dentro de mí un Estado con una política, con partidos y revoluciones; y ser yo todo esto, que yo sea Dios en el panteísmo real de ese pueblo-yo, esencia y acción de sus cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que cometen. Ser todo, ser ellos y no-ellos. ¡Ay de mí! Este es todavía uno de los sueños que no logro realizar. Si así fuese tal vez moriría. No sé por qué, pero uno no debe poder vivir después de esto, tamaño sacrilegio cometido contra Dios, tamaña usurpación del poder divino de serlo todo», escribió Pessoa en El libro del desasosiego (1982). Ser partisano y feligrés de una secta con muchos papas, profetas enfrentados entre sí, e iglesias para cada uno: suicidas y sicópatas, white walkers. Un trumpismo sin Trump. La república de la que hablaba Platón, una distopía medieval bajo el mando de un rey filósofo llamado Google, algo tan frágil como la salud mental de quien ahora despacha en la Oficina Oval.
De lo contrario, como durante el asalto al Capitolio de Estados Unidos en 2021 o durante este enero de 2023 en el Congreso de Brasil, ¿por qué basta un Joker para que las ilusiones usurpen el poder divino de serlo todo, al menos mientras dure la fiebre? Porque Arthur Fleck no es un conspiranóico, sólo se cansó del papel de víctima. Aunque ahí, en él, aparece otra vez esa amarga fantasía infantil, no exactamente en el Olimpo ni en la Corte Celestial, sino en la revancha o en la restitución, o tal vez en las dos. Hablo de un escepticismo en contra de los medios masivos de comunicación, de un rencor contra la solidaridad a la diferencia y de un nihilismo que cuando no disimila su respaldo al cripto-nazismo, se orgullose de su fresafascismo, predicando a su vez la antipolítica; algo que paradójicamente sólo beneficia a los «profesionales» de la política.
No pudiendo ser demiurgo…
Gog, personaje de Giovanni Papini, también filosofó sobre su estilo personal de gobernar; por cierto, haciendo uso de una brújula moral muy parecida a quienes montaron un cadalso para el vicepresidente Mike Pence y a quienes amenazaron de muerte a Lula da Silva. «Me gustaría también tener en mi casa, bajo mi mando, a un presidente de República como mecanógrafo, a un rey cualquiera para chófer, a una reina desposeída como cocinera, al Kaiser como jardinero, al Mikado como portero y sobre todo tener a mi servicio, como ídolo doméstico y parlante, a un Dalai-Lama, esto es, un dios vivo. ¡Con cuánta voluptuosidad desfogaría sobre esos grandes, reducidos a esclavos, la desesperación de mi insoportable pequeñez!». Nuestra insoportable levedad, leemos en la novela italiana de 1931.
Contemporáneo, como Nietzsche, de aquellos que «murieron hace miles de años o de quienes tienen todavía que nacer», el Gog de Papini es un insatisfecho hombre blanco heterosexual cisgénero, desde entonces en peligro de extinción, y quien de vivir en el siglo XXI haría la diferencia votando y financiando a los peores (Frenaa, VOX, Bolsonaro, Macri, the GOP), y encima deseando siempre «algo más». «Ser el Cosmocrátor supremo, el director de la vida universal, el ingeniero jefe del teatro del mundo, el gran prestidigitador de la tierra y de los mares: esto sería mi verdadera vocación. Pero no pudiendo ser Demiurgo, la carrera de Demonio es la única que no deshonra a un hombre que no forma parte del rebaño». Pulverizarlo todo, hacer estallar el universo, derribar los legos y hacer que las figurillas de acción coquen unas contra otras. Imaginar que se saldan las cuentas y se resuelven todos los problemas. Como nos enseñaron los griegos y los romanos, en su infantilismo sólo los dioses juegan a que tienen el control, ignorando que no lo tienen.
Rumiando, sólo rumeando, y fantaseando con la bilis en la boca, el gran truco que nos salvará del fin de los tiempos será una trampa, para variar, y el gran mago al que todos esperan encarnará en una más de las formas del engaño y la manipulación. Pero aun así, sabiendo todo ello, habrá quien se ilusionará, estoy seguro. Habrá quien se ilusione durante el próximo proceso electoral, y algunos más también se apasionarán por la nueva causa que nos convoque a las calles, ese deseo de cambiar el mundo y nuestras vidas. Porque, contra lo que opinen el Gog de Papini, el desasosiego de Pessoa o la podredumbre de Cioran, a la vida la defendemos y la habitamos. Sólo los Reyes Filósofos resuelven la vida gobernándola, y los Cosmocrátor la gobiernan pulverizándola. Lo contrario a Trump no es Barack Obama ni el Partido Demócrata; lo contrario a Trump es la vida, ese milagro que la amargura y las ilusiones destruyen.
Léase la ilusión y la amargura de Gog filosofando como un Cosmocrátor: «Si pudiese, por ejemplo, desencadenar el hambre en un continente, desmenuzar en repúblicas de San Marino y de Andorra un imperio, destruir una raza, separar Europa de Asia por medio de un canal desde el mar de Botnia al Caspio, obligar a todos los hombres a hablar y a escribir una sola lengua, creo que por dos o tres años conseguiría hacer desaparecer mi eterno aburrimiento».
Atrapado en el dilema de Žižek sobre el apocalipsis, sin gran imaginación para responder qué hay más allá del capitalismo, creyendo que creo en lo que no creo y muy lejos de la creatura que fui al despuntar los 90, puedo dar testimonio de que esos dulces niños jugando a ser dioses —de un bando o del otro— no dudarían en usar veneno para las hadas, ni en convertir el mundo en su versión personal del infierno.