Entre historias, traducciones y puentes. Una entrevista con Nick Bradley
Una traductora turbada por no encontrar un proyecto apasionante recoge un libro olvidado en el metro; a partir de ahí, entramos con ella a la historia de una abuela y su nieto que intentan comunicarse y entenderse en el silencio de un pequeño pueblo nipón. Nick Bradley nos ha traído, con Cuatro estaciones en Japón, una novela dentro de otra novela en la que aborda las distancias del lenguaje entre generaciones, la búsqueda del hogar, el reto que suponen las expectativas y el fracaso sobre aquello que deberíamos ser.
Nick, tienes una vida particular, puesto que naciste en Alemania, has vivido y enseñado en Japón y Reino Unido, y escribes en inglés. ¿Cómo te las arreglas para vivir entre todos estos idiomas y culturas?
Oh, vaya. Malamente, creo (risas). Supongo que crecí de una manera algo transitoria. Mis padres se mudaban mucho por trabajo y asistí a un internado en Inglaterra que era culturalmente muy diverso, así que desde una edad temprana estuve expuesto a los idiomas. Creo que muchos escritores sienten que no tienen un lugar al que llamar hogar y ése es, probablemente, el descontento que lleva a alguien a escribir; esa sensación de no tener un lugar nos impulsa a observar el mundo y tratar de crear algo, tratar de entender a quienes se sienten fuera de lugar.
Sí, quizá sea eso. Lo veo en Cuatro estaciones en Japón, ya que el personaje principal, Flo, busca un hogar en el lenguaje a través de la traducción y la literatura. No está cómoda. Es una extranjera tratando de encontrar un sentido de pertenencia. ¿Te reflejas en Flo?
Es una pregunta muy interesante. Flo está también en mi primera novela, El gato y la ciudad. Fue difícil, al terminar esa primera novela, despedirme de mis personajes porque había dedicado mucho tiempo a su escritura y me sentía muy unido a ellos. Nunca dejé de pensarlos; seguían viviendo en mi cabeza y continuaban con sus vidas.
En este segundo libro, básicamente escribí primero la novela dentro de la novela, de principio a fin, y luego lo dejé a un lado. Es algo que siempre hago. Al volver, tuve una sensación muy extraña, casi como si no lo hubiera escrito, sino que hubiera sido traducido del japonés. Entonces empecé a preguntarme quién lo había traducido y pensé en Flo, porque en El gato y la ciudad ella termina en un lugar bastante positivo en la vida. Pensaba ¿dónde estaría ella ahora?, ¿seguiría siendo feliz, realizada? Y cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que tal vez habría terminado un proyecto y estaría buscando el siguiente.
Así que la historia de Flo empezó a tomar forma en mi cabeza después. Si Flo estaba traduciendo esta historia, ¿quién la escribió originalmente? Y se convirtió en parte de su viaje tratar de encontrar al autor del libro en el que trabajaba. De ahí surgió la idea de la traducción, aunque también se debe a que me apasiona la literatura japonesa y la leo tanto en lengua original como en traducciones.
A veces siento lástima por los traductores porque a menudo se les culpa. Ya sabes, es como si le dispararan al mensajero. Si a la gente no le gusta el libro, su primera reacción, especialmente con la literatura nipona, es culpar al traductor. Y quería explorar la idea de cómo a alguien le lleva tanto tiempo y esfuerzo, y se involucra tanto en un proyecto, que al final desestimar la traducción es como desestimar la vida de esa persona. Quise contar el viaje que se ha hecho para crear esta novela. A veces preferiría que los lectores piensen que quizás no les gusta el autor y que no necesariamente es culpa del traductor.
También quería cuestionar y ahondar en la idea del consumo de literatura japonesa, a menudo traducida, y cómo la gente siente que el original resulta inaccesible para ellos.
Siempre estamos perdiendo algo en la traducción; Flo es consciente de su incapacidad para captarlo todo, porque traducir es tomar decisiones. Pero también hay algo intrincado aquí sobre traducir la vida; juegas con personajes opuestos y con dos historias que corren paralelas. Una mujer mayor ignorando su historia en su intento de acercarse al adolescente, y él ignorando la suya en el mismo esfuerzo. ¿Será una manera de traducir nuestra propia vida a quienes nos rodean?
Absolutamente. Lo has dicho muy bien. Una de las cosas que me inspiraron para escribir este libro fue la novela Padres e hijos, de Turguénev, que trata de cómo las generaciones no pueden comunicar lo viejo y lo nuevo. También estuve, durante el confinamiento, jugando The Last of Us, y me encanta la amistad que surge entre el hombre mayor y la mujer joven. Quise escribir algo que fuera una amistad intergeneracional.
Estoy seguro de que también en español ocurre este fenómeno. Se trata de un problema común en inglés: a medida que envejecemos, las palabras que aprendimos de niños cambian drásticamente en su uso y significado. Estamos destinados a no comunicarnos correctamente porque el lenguaje es dinámico y está en constante evolución.
Decidiste mantener palabras y frases, particularmente los refranes, en japonés, pero añadir su significado en la narración. Creo que es una manera de darnos más accesibilidad a quienes no conocemos el idioma o la cultura.
Sí, es una cosa de la escritura. Obviamente no soy japonés y cualquiera lo sabe al ver mi nombre en la portada. Pero en cualquier tipo de escritura éste resulta un artificio, una especie de manipulación. Es difícil encontrar el equilibrio, porque mientras más palabras japonesas incluyo, más alejo a algunos lectores, pero al mismo tiempo el texto gana autenticidad. Algunos lectores se sienten intrigados y otros excluidos. Me cuesta balancear entre la autenticidad, ser fiel a la cultura y hacerla accesible para quien no la conoce.
Es como cruzar de una cultura a otra todo el tiempo. También tiendes puentes con los elementos visuales y de diseño en el libro, pues incluyes caracteres japoneses, ilustraciones e incluso fotografías. ¿Cómo trabajaste esta parte visual con tus editores?
Bueno, tengo un gran editor y, a menudo, cuando estoy trabajando en el manuscrito, recurro a él con un montón de ideas locas. Siempre me han gustado los libros que juegan con lo que es real y lo que no; los que van un poco más a allá o empujan las formas. Mi primera novela tiene cómics y manga. Una de mis influencias en este sentido son libros infantiles como El cartero feliz, de Allan Ahlberg, en el que puedes abrir sobres y las cartas están escritas con la letra de cada personaje. Ya como lector adulto, pienso en La casa de las hojas, de Mark Z. Danielewski, que incluye diferentes niveles de narrativas, metanarrativas y representaciones textuales extrañas. O The Sandman, de Neil Gaiman, una novela gráfica en la que la ilustración se convierte en una espiral y el lector tiene que girar el libro para continuar leyendo.
¿Se trata de convertir la lectura en una experiencia distinta que involucra también el cuerpo?
Sí, totalmente. En Cuatro estaciones en Japón incluí un código qr. El lector puede seguir leyendo o escanearlo con su teléfono y lo llevará a un sitio web. Esto añade realismo a lo que sucede; te hace pensar cuánto es real y cuánto ficción.
Flo menciona en los primeros capítulos que no distingue lo real de lo irreal. Y esta barrera se vuelve borrosa a lo largo del libro; sabemos que está leyendo un libro de ficción, pero lo vive, quiere pasar cada vez más tiempo con los personajes…
Me encanta esa parte de escribir, ¿sabes? Tratar de descubrir qué partes del libro son reales y cuáles ficción. Hay un autor que se menciona en ambos libros y muchos lectores me envían correos preguntándome dónde pueden leerlo. Incluyo menciones de autores o artistas reales y otros de mi creación que se vuelven casi reales para los lectores.
¡Es genial! Me gustaría volver al momento de vida de Flo. Esta segunda novela arranca con ella insatisfecha. Uno de sus mejores amigos le dice que es peligroso lograr un sueño o tener éxito. ¿Cómo trabajas en esta segunda novela con el concepto de vacío que todos cargamos cuando logramos algo?
Curiosamente, hoy hablé con mi hermano mayor por teléfono y me decía que si ganara la lotería sería feliz, pero no sería así, porque, de manera irónica, esa libertad de comprar cualquier cosa hace que creas que puedes comprar la felicidad. Y lo más triste del mundo sería poder comprarla: tener esa libertad, pero darte cuenta de que eso no te da la felicidad.
Lo que realmente te hace feliz es trabajar por algo, tener una meta. Mi sueño siempre fue publicar una novela, convertirme en autor. Y cuando publiqué mi primer libro fui increíblemente feliz, pero también me obligó a cambiar mi objetivo.
Aunque resulta bastante simple cuando eres escritor, pues todo lo que debes hacer es decir “está bien, ahora escribiré otro libro y será mejor”. Como si eso fuera todo lo que haces como novelista: pasar a lo siguiente. Sigues escribiendo, sigues trabajando para mejorar. Mucha gente piensa que “hacer algo” consiste en el resultado final, cuando en realidad la vida es continua; incluso si consigues lo que quieres, tus problemas no desaparecen, todavía tienes que despertarte por la mañana y lidiar con todo. No hay nada que arregle todo eso. Aquí Flo y yo diferimos ligeramente. Ella cree, al principio, que hacer esto la hará feliz y parte de su viaje se trata de descubrir que no, para luego descubrir qué sí la hace feliz.
Quería escribir sobre esto porque no creo que sea cierto. No soy de esas personas que van a Japón y se hacen expertas en algo, budismo o cualquier cosa, pero algo que me atrae del budismo zen es la idea de que el camino es la meta. Quería explorar la idea de qué es la felicidad, qué es el fracaso y cómo encontrar la felicidad en el otro lado del fracaso.
En la novela dentro de la novela tenemos algo de esto: a Kyo le encanta dibujar manga, y tiene una abuela vieja y un poco terca. Juntos aprenden que está bien ser infelices, negarse a la expectativa en una cultura muy estricta en cuanto a lo que debes ser; ¿se trata de un viaje sobre descubrir que está bien decidir algo distinto?
Sí, sí, absolutamente. La palabra que tenía en mente cuando me senté a escribir fue fracaso. Eso era lo que realmente quería mirar. Resultaba muy importante para mí que Kyo y Ayako tuvieran una fuerte sensación de fracaso, de que se habían equivocado, de que habían hecho algo mal. Y también Flo. El fracaso los une, pues todos han fracasado de alguna manera. Qué significa y cómo enfrentamos el fracaso, qué significa el éxito. Creo que ése es el tema principal en esta novela.
Lo que está más allá del fracaso, qué tipo de vida…
Sí, me interesaba mucho que Kyo y Ayako son muy diferentes. Cuanto empecé a crearlos pensaba en el concepto de ying-yang en la cultura china, la dualidad entre blanco y negro. Hasta cierto punto, Kyo representa el blanco y Ayako el negro, pero están cambiando. Tienen ideas muy claras de quiénes son y qué quieren, y quise ponerlos juntos en una habitación y ver qué podían aprender uno del otro, cómo podían crecer como unidad y no sólo como individuos.
También hay un reflejo entre ellos, tan distantes en edad y estilo de vida, van aprendiendo cómo se han fallado a sí mismos a través de sus historias, ¿cierto?
Sí, y quizá lo que perciben como fracasos propios no lo sean. Creo que aprenden del otro y a reevaluarse a sí mismos a través de su relación.+