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Al fondo de oscuro callejón

Al fondo de oscuro callejón

16 de julio de 2021

Bernardo Esquinca

Vida y muerte de cinco mujeres en la época victoriana.

Existe una serie de equívocos en torno a los feminicidios ocurridos en el East End de Londres, en el llamado Otoño del Terror de 1888. Uno de éstos implica que el nombre del asesino prevalece por encima de los de sus víctimas. No es necesario mencionar su apodo, porque todo el mundo lo conoce. Lo que la mayoría ignora es que tal sujeto ni siquiera existió. El asesino más famoso del siglo xix es una invención colectiva de la sociedad victoriana, que reflejó el pánico y la histeria de una población reprimida, dividida y morbosa.

Como han apuntado diversos estudiosos, entre los diferentes estratos de la cultura victoriana circulaban historias sobre el cuerpo femenino y su lado grotesco; sobre la ciudad y sus laberintos, donde se refugiaban el crimen y la lujuria. Éste fue el escenario ideal para que, una vez que apareció el primer cadáver en Whitechapel, la prensa atizara el fuego de la paranoia. En La ciudad de las pasiones terribles, Judith R. Walkowitz señala que “los medios de comunicación destacaron nuevos elementos de las concepciones tardovictorianas sobre el yo y el paisaje imaginario de Londres”. Nadie vivía seguro, aunque se encontrara lejos del sector más depauperado de la capital inglesa. Por su parte, el investigador L. Perry Curtis ha destacado que los lectores de esos periódicos “estaban atormentados por sentimientos de culpa, ira y deseo sexual”. Los editores de los diarios que dieron amplia cobertura a los crímenes necesitaban un nombre, y la gente también: había que saber quién lo había hecho y por qué. La prensa se empeñó en buscar conexiones donde no las había, en alimentar las fantasías de sus lectores, y dio nacimiento a un poderoso mito en torno a un hombre cuya existencia nunca pudo demostrarse.

Con los años, mientras la leyenda del feminicida crecía mediante reportajes, libros, cómics, películas y toda clase de memorabilia, las cinco mujeres asesinadas fueron cayendo en el olvido. ¿Quién, que no sea experto en el tema, es capaz de citar de memoria los nombres de Polly Nichols, Annie Chapman, Elisabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly?

Otro enorme malentendido de estos crímenes consiste en que durante más de un siglo se ha afirmado que todas las víctimas eran prostitutas. Como demuestra la historiadora Hallie Rubenhold en su libro Las cinco mujeres, no existe una base sólida para asegurar que tres de ellas ejercieran dicho oficio. “Como los cuerpos se encontraban en oscuros patios o callejones —señala Rubenhold— la policía asumía que eran prostitutas y que las había matado un maniaco sexual”. Durante el transcurso de las investigaciones forenses, se descubrió que el asesino nunca tuvo relaciones sexuales con sus víctimas; tampoco hubo muestras de lucha ni gritos. Las autopsias revelaron que las mujeres murieron mientras estaban recostadas. “La policía estaba tan convencida de su teoría sobre la elección de las víctimas de su asesino —añade Rubenhold— que no llegó a la conclusión más obvia: las atacaba mientras dormían”.

Polly y Annie

La primera de las mujeres asesinadas fue la hija de un herrero. Polly creció en Fleet Street, la calle que durante décadas albergó numerosas imprentas y periódicos londinenses, como un presagio de los titulares que ocuparía 43 años después. Acudió a la escuela desde pequeña, y continuó yendo hasta los 15 años. Su madre murió de tuberculosis cuando Polly tenía siete años; a los nueve, se encargaba del hogar, de su padre y de sus dos hermanos.

A los 18 años, se casó con William Nichols, un almacenista que se había convertido en impresor, y con quien procreó cinco hijos. Vivieron un tiempo en los edificios Peabody, un proyecto altruista de alojamiento social para las clases necesitadas, ubicado en Spitalfields, en el corazón de Whitechapel. “Tras pasar la mayor parte de su vida en viviendas destartaladas, la perspectiva de encontrar un hogar en habitaciones limpias y modernas debió emocionar a Polly”, escribe Rubenhold.

Sin embargo, esta situación duró poco. Las dificultades económicas, la relación extramarital de William con una vecina, y la afición de Polly por el alcohol volvieron la relación insostenible. En marzo de 1880, ella tomó la decisión de abandonar a su marido y a sus hijos. A partir de allí, su vida entró en una espiral descendente. Como era común en aquella época, una mujer que se había separado de su familia se consideraba una persona inmoral, y la sociedad le volvía la espalda.

Trabajó un tiempo como sirvienta; vivió en asilos para indigentes, que los cronistas describen como infernales, en pensiones de mala muerte y también en la calle, hasta que sus pasos la cruzaron con su asesino en los callejones de Whitechapel. Rubenhold afirma que la investigación del feminicidio de Polly se convirtió en una indagación moral sobre su conducta, “como si se pretendiera demostrar que su trágico final estaba en consonancia con su modo de vida”

Annie tuvo un contexto familiar y social más propicio que el de Polly. George, su padre, era un soldado del Segundo Regimiento de Guardias de Corps, lo cual le permitió a su hija tener acceso a algunas clases, patrocinadas por el ejército. A los 15 años, sirvió como doncella para un importante arquitecto. En 1862, su padre dejó el ejército para convertirse en el “caballero de un caballero”, es decir, en el sirviente de un oficial; esto le confirió una mejor posición económica. La familia se instaló en Knightsbridge, un elegante barrio residencial y comercial situado en el centro de Londres.

A pesar de esta prosperidad, algo andaba mal con George: bebía con frecuencia, afectado por la muerte de cuatro de sus hijos durante una epidemia de escarlatina. Un año después de tomar el nuevo trabajo, se suicidó, cortándose la garganta con una navaja de rasurar; este acto anticipó el destino que tendría su hija. Ruth, la viuda, no permitió que esa tragedia hundiera a la familia: trasladó a sus hijos a una casa grande, y la transformó en una residencia de huéspedes.

Annie se enamoró de uno de los inquilinos: John Chapman, quien trabajaba como cochero privado. Se casó con él en 1869, y procrearon ocho hijos. Seis de ellos murieron. La causa: la maldición del alcohol, el rasgo que la igualaba con Polly. Annie batalló desde chica con la bebida, algo a lo que estaban expuestas las jóvenes de clase media, debido a la ubicuidad del alcohol. Éste se consideraba una medicina, y se utilizaba como remedio para los dolores de cabeza, el catarro o la fiebre. Los hijos de Annie padecieron epilepsia, síndrome alcohólico fetal, parálisis y otros males asociados con los excesos durante el embarazo. En 1881 murió Emily, su hija mayor, de meningitis. Para entonces, Annie se había convertido en una alcohólica crónica, y ya no pudo recuperarse: entró al sanatorio de Spelthorne para tratar su padecimiento; salió al cabo de un año, y volvió a beber. La disolución de su matrimonio fue inevitable. John le dio una pensión de 10 chelines a la semana, y se quedó con los hijos.

De Knightsbridge pasó a Whitechapel, donde fue conocida como Annie, la Oscura. Entre relaciones fallidas con otros hombres alcohólicos y pocilgas situadas en Dorset Street —considerada la peor calle de Londres—, vivió sus últimos días como vagabunda. Para el momento en que su asesino la encontró durmiendo en el patio trasero de una casa ruinosa en Hanbury Street, padecía tuberculosis. Era el 8 de septiembre de 1888. Tras descubrirse su cadáver mutilado, la policía y la prensa la etiquetaron de inmediato como prostituta, pero como en el caso de Polly, no hay pruebas fiables de que lo fuera. Rubenhold afirma que “contrariamente a las imágenes noveladas de las víctimas, ella nunca hizo la calle con un corsé y mejillas coloreadas lanzando miradas provocativas desde una farola. Nunca perteneció a un burdel ni tuvo un chulo”.

Elisabeth y Catherine

De las cinco víctimas, Elisabeth Stride fue la más elusiva, y también la única inmigrante. Se crió en una granja de Torslanda, en Suecia. Las familias que pertenecían al campo creían que la escuela no era necesaria, por lo cual Elisabeth era analfabeta. A los 17 años, se trasladó a Gotemburgo para trabajar como sirvienta. Allí sucedió algo que cambió su destino de manera radical: quedó embarazada y se contagió de sífilis. No se sabe quién era el padre, si un amante ocasional o alguno de sus patrones; sin embargo, el sujeto evadió su responsabilidad. “Aunque la doble moral del siglo XIX permitía a los hombres alejarse de semejantes lazos —explica Rubenhold—, solían destruir la vida de las mujeres, que acababan teniendo que sufrir las consecuencias”. La humillación y el escarnio a los que Elisabeth fue sometida por las autoridades durante el tratamiento de su enfermedad venérea —su nombre fue colocado en el “registro de la vergüenza”— provocaron que evitara pedir ayuda a su familia, y a su vez le impidieron conseguir un trabajo respetable. Aquellas circunstancias la orillaron a prostituirse. A los siete meses, dio a luz a una niña que nació muerta.

Vigilada por la policía y juzgada por sus conocidos, Elisabeth buscó rehacer su vida lejos del estigma y las miradas reprobatorias. En febrero de 1866, a los 22 años, tomó un barco que la llevó a Londres, donde trabajó como empleada doméstica en un elegante barrio, cerca de Hyde Park. Poco tiempo después, conoció a John Stride, un carpintero con quien contrajo matrimonio. Pero la felicidad parecía eludirla: tras fracasar en el intento de poner un café, y los consecuentes problemas económicos, su matrimonio naufragó. En 1877, se separó de su esposo y se mudó a Whitechapel. Acosada por las penurias, Elisabeth recurrió a diferentes estrategias para ganarse el sustento: se prostituyó, pero también se hizo pasar por sobreviviente de un naufragio que había conmocionado a Londres: el desastre del Princess Alice, que acabó con la vida de 650 pasajeros, y por el que el gobierno ofrecía compensaciones económicas. No está claro si consiguió engañar a las autoridades, pero contó la historia a quien quisiera escucharla y recibió la caridad de los desconocidos.

Durante las semanas que precedieron a su asesinato, la sífilis que padecía desde hacía 20 años entró en su etapa final, atacando su sistema nervioso y provocándole comportamientos agresivos; protagonizó altercados callejeros y fue detenida por la policía en varias ocasiones. En la madrugada del 30 de septiembre de 1888, su cadáver fue descubierto en un penumbroso callejón, en Dutfiel’s Yard. Yacía en posición fetal, y sostenía un envoltorio de caramelo entre sus dedos. “Su muerte dejó muchas preguntas respecto a una mujer que nadie parecía conocer de verdad —señala Rubenhold—. Es más que posible que ésa fuera la intención de Elisabeth”.

Catherine perteneció a una familia de 12 hermanos, y quedó huérfana cuando era una adolescente. Sus hermanas mayores dispusieron que se fuera a vivir a Wolverhampton, con unos tíos a los que apenas conocía. Poco después, entró a trabajar a una fábrica de piezas de hojalata, con un horario de 7:00 de la mañana a 7:00 de la tarde; al regresar a la casa, debía ayudar en las labores domésticas. Por esa época, comenzó a desarrollar un gusto por el alcohol. Los problemas con sus familiares no se hicieron esperar, así que decidió emigrar a Birmingham, donde vivió con otro tío, que se dedicaba al boxeo. Aunque este pariente era más permisivo, Catherine debía trabajar. Consiguió empleo en una fábrica, donde pulía bandejas de laca durante horas.

A los 20 años, se enamoró de Thomas Conway, un exsoldado irlandés convertido en buhonero: esa estirpe de pregoneros que iban de pueblo en pueblo, vendiendo objetos y cantando baladas. Se mudó con él a una pensión, y se embarazó de su primer hijo. Catherine y Thomas constituyeron una peculiar pareja: iban por las calles recitando noticias de asuntos trágicos, y vendiendo folletos con la historia completa. Ella disfrutaba esta nueva faceta, pues había aprendido música en la escuela y sabía cantar. Tras años de llevar un estilo de vida nómada, la pareja se instaló en Londres en 1867; en ese momento, tenían tres hijos. Catherine debió soportar los recelos de su familia, pues desafiaba las convenciones de la época: no se había casado, tenía hijos fuera del matrimonio y había llevado una vida itinerante.

La capital no trató bien a Chaterine y a Thomas; con el tiempo, el trabajo comenzó a escasear, y la comida también. Harriet, su hija más pequeña, murió de desnutrición. Thomas comenzó a ausentarse de la ciudad para buscar trabajo, y su comportamiento se tornó violento; golpeaba con frecuencia a Catherine; él era abstemio y no le gustaba que ella bebiera. Para 1877, su unión se tambaleaba. Catherine buscó refugio en distintos asilos, mientras su estado emocional se deterioraba. Protagonizó varios desórdenes públicos por embriaguez y fue a dar a la cárcel. En 1881, se separó de Thomas y se trasladó a Spitalfields, donde alquilaba una cama en Flower and Dean Street. Inició una nueva relación con John Kelly, un sujeto con quien compartía la afición por la bebida. Como explica Rubenhold, la situación de Catherine era dramática: “había perdido las simpatías de la mayor parte de su familia. Había sufrido violencia doméstica, había estado de luto y había experimentado la degradación del asilo, el hambre y la enfermedad”. La noche del 30 de septiembre de 1888, fue llevada a la comisaría de Bishopsgate, tras haber sido encontrada ebria en la calle. La policía la liberó a la 1:00 de la madrugada. Caminó por las aceras, exhausta, hasta que encontró un lugar para dormir, en una alejada esquina de Mitre Square. El feminicida de Whitechapel, que una hora antes había acabado con la vida de Elisabeth, se topó con ella, y decidió cometer un doble crimen, que llevaría a los habitantes de Londres al paroxismo del miedo y la paranoia.

Catherine, que durante sus últimos días se ganaba el sustento vendiendo chácharas, fue catalogada como prostituta: tanto a las autoridades como a la prensa les convenía nombrarla así, para que encajara en el supuesto patrón del asesino. El Otoño del Terror estaba por llegar a su fin; sin embargo, aún faltaba una víctima.

Mary Jane

Mary Jeannette Kelly resultó la más misteriosa de las víctimas. No hay manera de reproducir con exactitud su biografía, porque ella se encargó de envolverla en una serie de pistas falsas. Decía que era de Irlanda, que se había casado con un minero que había muerto en una explosión, y que había tenido un hijo, pero ninguno de estos datos se pudo comprobar. “Cuando la noticia de su asesinato se extendió por el Reino Unido y por todo el mundo —señala Rubenhold—, ni un amigo, ni un pariente del pasado parece haber reconocido el nombre de Mary Jane Kelly”. Lo cierto fue que llegó a Londres en algún momento de 1884, y que trabajó como prostituta de lujo en el West End. Mary Jane se distinguía entre sus colegas porque era joven, atractiva y tenía clase. Durante un tiempo vivió en Knightsbridge. Una de sus caseras la describió como una persona que procedía de una familia acomodada, cuyo nivel de escolaridad era alto, y que tenía dotes artísticas. Las cosas parecían ir bien, hasta que fue víctima de un crimen que ya se practicaba en aquella época: la trata de mujeres. Con engaños de un supuesto pretendiente, fue llevada a París, donde se vio atrapada en un burdel. Mary Jane logró escapar y regresar a Londres, aunque no sin consecuencias. Los traficantes de gente buscaban silenciar a quienes huían de sus redes, para impedirles testificar en su contra. Como ya no podía volver a West End, donde era conocida, optó por residir y trabajar en Ratcliffe Highway, un lugar de pensiones baratas, antros de opio, pubs y music halls, frecuentado por marineros; era un sitio violento, con trifulcas y escándalos cotidianos.

A sus 22 años, Mary Jane no era ajena a las pulsiones del alcohol. En el tóxico ambiente de Ratcliffe Highway, sacó su lado oscuro: cuando se emborrachaba, se transformaba en una mujer peleonera. Los problemas con su matrona comenzaron a surgir. Esto, sumado a que Mary Jane se enteró de que un desconocido había comenzado a preguntar por ella en los pubs de la zona, fingiendo ser su padre, motivó su fuga hacia el East End, donde se alojó en el barrio de Spitalfields. En Whitechapel también encontró el amor: se fue a vivir con Joseph Barnett, un transportista criado en una familia irlandesa. Su relación era turbulenta; a los dos les gustaba beber y siempre andaban escasos de dinero. Se mudaron constantemente de domicilio, hasta que terminaron en una habitación de Miller’s Court, al fondo de un oscuro callejón. Las disputas entre ellos aumentaron; finalmente, Barnett decidió marcharse. El 9 de noviembre de 1888, fecha en que fue asesinada, Mary Jane regresó a su habitación hacia las 12:00 de la noche. Una de sus vecinas la escuchó cantar “Una violeta arrancada de la tumba de mi madre”. A la mañana siguiente, su cuerpo fue encontrado en su cama. A su cortejo fúnebre acudieron los dueños de los pubs y sus mejores clientes, varias colegas, y mirones. Como afirma Rubenhold, Mary Jane “se convirtió en lo que Whitechapel imaginaba que era: una heroína local que sufrió a manos de un monstruo que seguía suelto”.

Al inicio de From Hell, la novela gráfica de Allan Moore sobre el Otoño del Terror, se lee lo siguiente: “Este libro está dedicado a Polly Nichols, Annie Chapman, Liz Stride, Kate Eddowes y Mary Jeannette Kelly. De ustedes y de su muerte: sólo de eso estamos seguros. Buenas noches, estimadas damas”. Moore se refiere a que existen múltiples sombras acerca de las vidas y el destino final de las cinco víctimas. Sobre ellas pesaron —y siguen pesando— prejuicios morales. Fueron mujeres que transgredieron los códigos de comportamiento de la época: eran alcohólicas; madres divorciadas o que concibieron fuera del matrimonio, y su sexualidad retaba a las buenas conciencias. Se les consideró como fracasadas. Su contexto social y familiar no las ayudó a superar la enfermedad ni la desesperación; por el contrario, contribuyó a su declive, a que terminaran durmiendo en las calles o en cuartuchos, donde el feminicida de Whitechapel se aprovechó de su vulnerabilidad.

Al igual que Rubenhold, Moore indagó en sus historias, las sintió cercanas. Por eso les pudo decir “buenas noches”. Si analizamos sus vidas y comprendemos que fueron mucho más que las víctimas de un psicópata, las cinco mujeres podrán descansar en un lugar que no sea el oscuro callejón donde fueron asesinadas, y donde han permanecido por más de un siglo en el imaginario popular. +

«No puedo entender el mundo sin lo sobrenatural».

Escritor de la “ficción de lo extraño”, mezclando a su vez los géneros: policiaco, fantástico y de terror. Su libro más reciente es el volumen de cuentos El libro de los dioses, publicado por Almadía.

Bernardo Esquinca

Escritor