LA INFINITA EN UN JUNCO

LA INFINITA EN UN JUNCO

Itzel Mar

La fisonomía de una persona equivale a la suma de sus palabras: las leídas, las dichas, las autocensuradas, las inconformes, las circulantes en el torrente sanguíneo. Así es como el cuerpo adquiere la forma de las voces que lo habitan. Intento leer el rostro de Irene Vallejo Moreu (Zaragoza, 1979) y descubro en los guiños de sus ojos la inmensa cantidad de asombros producidos por la lectura de la Odisea, así como por la voz de su madre, quien solía leerle cuentos en la infancia. La armoniosa presencia de la autora española procede —me parece— tanto de la pasión como de la gratitud que la caracterizan, y también de su consanguinidad con los libros. El infinito en un junco (Debolsillo, 2021), un ensayo de 400 páginas, se ha convertido en un sorprendente éxito. La ensayista crea un territorio en el que las palabras se narran a sí mismas para contar sus peripecias y su insistencia por sobrevivir: una apología de la lectura y del libro como objeto entrañable y utensilio del desolvido.

En la Mesopotamia meridional, 4000 a. C., los sumerios inventan el primer sistema de escritura. Con una herramienta puntiaguda se imprimían los símbolos sobre una base de arcilla que se dejaba secar después. Los grabados estaban dispuestos piramidalmente y eran breves. Desde entonces, se han inventado cientos de maneras de resguardar el pensamiento. La más perfecta tiene la forma de un rectángulo en el que se concentran un conjunto de hojas de papel, pegadas o cosidas, y abrigadas por una tapa o cubierta: un libro, sí, un objeto que no es un objeto. Un poblado de la memoria. La breve geometría en la que las necesidades de la nostalgia son satisfechas finalmente. Territorio mucho más extenso que el espacio en el que está contenido.

La lectura consiste siempre en un ejercicio del encuentro y nos descubre como seres plenamente sensuales. En gran medida, el deseo primigenio de intimar con las emociones y los saberes de los otros se cumple en el acto de leer. Pero no todos leemos con las mismas intenciones. En la taxonomía de los lectores reconocemos a los que leen porque gozan profundamente el hecho mismo y sus consecuencias, y aquellos para quienes la lectura se emprende —según dice Pablo Fernández Christlieb– sólo en circunstancias “importantes”, como distinguir las ofertas del supermercado y de los menús, descifrar un contrato o un informe de trabajo, atender las instrucciones de un aparato electrónico o desentrañar el contenido filosófico de un meme. A éstos se les ha otorgado el título de alfabetas funcionales.

La lectura consiste siempre en un ejercicio del encuentro y nos descubre como seres plenamente sensuales. En gran medida, el deseo primigenio de intimar con las emociones y los saberes de los otros se cumple en el acto de leer. Pero no todos leemos con las mismas intenciones. En la taxonomía de los lectores reconocemos a los que leen porque gozan profundamente el hecho mismo y sus consecuencias, y aquellos para quienes la lectura se emprende —según dice Pablo Fernández Christlieb– sólo en circunstancias “importantes”, como distinguir las ofertas del supermercado y de los menús, descifrar un contrato o un informe de trabajo, atender las instrucciones de un aparato electrónico o desentrañar el contenido filosófico de un meme. A éstos se les ha otorgado el título de alfabetas funcionales.

Los lectores fogueados pueden ser confundidos fácilmente con personas normales, a excepción de que leen en todas partes: caminando por las banquetas, en el andén del metro, asomados en la ventana, mientras esperan a un amigo, sentados en el retrete, en los aeropuertos, mientras cocinan, en las peluquerías. Vistos de cerca, a éstos se les transparenta en la mirada esa amorosa urgencia por devorar historias y datos. También resulta posible reconocerlos porque, de tanto recargar las yemas de los dedos sobre el papel y cambiar de páginas, se les han ido borrando poco a poco las huellas digitales. Suelen entablar relaciones íntimas y duraderas con los libros: los escuchan, les preguntan, lo acarician, les huelen las tripas, los subrayan, discuten y duermen con ellos, les conceden grandes espacios y con frecuencia les derraman alguna lágrima encima.

Sin embargo, la libertad de leer ha transitado momentos inciertos. En todas las épocas han existido textos prohibidos, obras quemadas y grupos marginados del conocimiento. Las mujeres, el más cuantioso. La genealogía de las lectoras parte de la terquedad por abolir restricciones. El disfrute del aprendizaje amenaza los cometidos femeninos por antonomasia. Es inmoral. Sin embargo, paralelamente a la narrativa autorizada, ahora sabemos que el primer autor literario en firmar un texto fue una mujer: Enjeduana, quien vivió en la antigua Mesopotamia (aproximadamente 2300 a.C., es decir, mil quinientos años antes de Homero). Poeta y sacerdotisa audaz, veneró por sobre todos los dioses sumerios a la diosa Inana. Más tarde, durante el esplendor de la cultura griega, aparece Safo. Poeta. Transgresora. Su lírica retrata la belleza y el placer, en oposición a la poesía masculina, de tintes heroicos y bélicos. Escribió: “Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada”. Versos convertidos en resistencia. Silenciada inútilmente, a Safo se le brinda un lugar entre los nueve poetas líricos o mélicos tenidos en alta estima por los expertos académicos de Alejandría.

Irene Vallejo nos recuerda que el tránsito de la mujer hacia el acceso a la lectura y a los libros está lleno de paisajes borrados y hazañas anónimas. Los primeros narradores, los más antiguos, seguramente fueron ellas: las que intercambiaban historias mientras tejían. Y también existen esas otras heroínas cuyos legados tienen nombre: Aspasia, sor Juana Inés de la Cruz, Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Emily Dickinson, Virginia Woolf, Jane Austen, Susan Sontag, entre otras.

En su óleo La lectora de novelas (1853), el belga Antoine Wiertz, conocido por su desobediencia al buen gusto, retrata a una mujer completamente desnuda leyendo una novela que sostiene con la mano izquierda en alto, tumbada en una cama, con las piernas abiertas y un tanto flexionadas en dirección a la pared, desde donde un espejo colgado permite verle el sexo, que de otra forma permanecería oculto. Un demonio, que apenas se asoma, extiende la mano sigilosamente y coloca sobre la sábana más y más novelas… para acrecentar el deseo de la que parece una insaciable y gozosa dama. Esta obra iconoclasta celebra la llamada fiebre lectora, que se desató de manera incontenible en las mujeres del siglo xix y, para beneplácito de la humanidad, no tuvo fin. Imagen erótica y grandilocuente del desacato, de la conquista del infinito en femenino: la palabra