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Cursed

Cursed

Marissa Meyer

Guarden silencio y les contaré una historia.

Empieza en las profundidades de Verloren, la tierra de los perdidos. Desde la época en que los primeros humanos fueron enterrados bajo la tierra húmeda y fértil o enviados en piras al mar, sus almas han sido guiadas hacia Verloren por el eterno farol de Velos, el dios de la sabiduría y la muerte. Para descansar y soñar y, una vez al año, bajo la Luna del Luto, para regresar como espíritus al reino de los mortales y pasar una noche en la compañía de los seres queridos que dejaron atrás.

No, no, claro que eso ya no pasa. Eso pasaba hace mucho tiempo atrás. Silencio, ahora, y escucha.

Si bien Velos siempre estuvo a cargo del inframundo, hubo un tiempo en el que el dios no estaba solo. Los monstruos vagaban por el reino oscuro y los espíritus llenaban las cavernas de risas y canciones.

Pero también estaban los demonios. Seres siniestros, la personificación de todas las cosas horribles y crueles, hechos de los pecados y la vergüenza de los mortales. Cuando los humanos cruzaban las puertas de Verloren, estas desesperanzas brotaban de sus cuerpos, paso a paso, manchando el puente que conectaba nuestro mundo con el próximo y se vertían en el río debajo. Era de estas aguas envenenadas que los demonios nacían, carne y belleza, moldeados a partir de los arrepentimientos y los secretos y los pedidos egoístas que los mortales se llevaban consigo después de la muerte. Hoy llamamos a estos demonios seres oscuros.

Con el pasar de los siglos fueron creciendo en número y poco a poco los seres oscuros se volvieron más impacientes. Ansiaban la independencia. Estaban sedientos de una vida más allá de las cuevas húmedas y los pantanos nebulosos de Verloren. Fueron ante Velos y le pidieron que les permitiera viajar entre su mundo y el reino de los mortales, y así admirar las constelaciones de estrellas, saborear el viento salado en sus lenguas, sentir la presión de la cálida luz del sol sobre su piel congelada.

Pero Velos ignoró sus demandas, porque incluso los dioses pueden ser tontos.

O quizás no fue por tontería, sino por crueldad, para que el dios mantuviera a los demonios cautivos, siglo tras siglo. O quizás fue por sabiduría, ya que sabía que su maldad innata no les permitiría a los demonios sentir otra cosa más que envidia, brutalidad y engaño. Quizás el dios ya sabía la verdad: no había lugar para estas criaturas entre los humanos, quienes, a pesar de sus numerosas fallas, también demostraban que podían tener vidas llenas de bondad y honra.

Los seres oscuros dejaron de pedir su libertad y, en cambio, astutos, esperaron.

Esperaron durante cientos de años. Observando, escuchando y planeando.

Hasta que llegó la Luna del Luto, cuando el cielo estaba lleno de nubes y la plenitud de la luna estaba velada de la vista. Mientras Velos sostenía su farol en las puertas, mostrándoles a las almas perdidas el camino de regreso al mundo sobre ellos, los seres oscuros de repente atacaron.

Se abrieron paso entre las largas filas de espíritus en espera. Asesinaron a cualquier bestia que intentara detenerlos. Estaban preparados para los sabuesos del infierno, los amados sirvientes de Velos, ya que habían arrancado trozos de la carne de sus cuerpos para atraerlos a su lado. Funcionó. Ahora, con los sabuesos aplaca- dos y el dios desprevenido, los demonios tomaron el puente.

En un desesperado intento por detener a la horda, Velos cambió a su forma bestial, el gran lobo negro que incluso al día de hoy se dice que protege las puertas de Verloren. La bestia era tan grande como una casa, con un pelaje que parecía tinta, colmillos masivos y salientes, y un par de llamas ardientes como dos estrellas gemelas en lo profundo de cada una de las cuencas de sus ojos.

Pero los seres oscuros no estaban asustados.

Aquel que se convirtiría en el Erlkönig, el Rey de los Alisos, levantó un arco que él mismo había fabricado con los huesos de los héroes y los ligamentos de los guerreros. De su aljaba, tomó una flecha; su pluma hecha con uñas de niños muertos, su punta cortada de las lágrimas endurecidas de sus madres.

El demonio colocó la flecha en posición, apuntó y la dejó volar. Directo al corazón del dios de la muerte.

El lobo rugió y cayó del puente hacia las profundidades del río arrollador debajo de él.

Al caer, la flecha que había atravesado su corazón quedó atas- cada en las profundidades del lecho del río, donde echaría raíces. Donde crecería, superando al puente y las puertas. Un gran aliso que nunca dejaría de alcanzar el cielo.

Velos no murió ese día, si es que los dioses siquiera pueden morir. Pero mientras el dios de la muerte yacía derrotado en el río, los seres oscuros arremetieron arriba, guiados por su rey. Emergieron en una noche de profunda oscuridad. Torrentes de lluvia salpicaban sus gloriosas caras, mientras la Luna del Luto se escondía detrás de truenos y relámpagos, eligiendo no ser testigo de los horrores que acababan de liberarse sobre el mundo de los mortales.

CAPÍTULO UNO

Serilda dejó de contar su historia y miró a los niños para ver si finalmente se habían dormido.

Un momento pasó, antes de que Nickel abriera sus ojos adormecidos.

–¿Ya terminó?

Serilda volteó hacia él.

–Ya deberías saberlo –susurró, acomodándole un mechón de su rubio cabello tupido–. Las mejores historias nunca terminan. Yo diría que lo de “felices por siempre” es una de mis mentiras más populares.

Bostezó.

–Puede ser. Pero es una mentira agradable.

–Claro que lo es –concordó ella–. Ahora silencio. Es hora de dormir. Te contaré más mañana.

No se quejó, solo giró de lado para hacer más espacio para la pequeña Gerdrut, que estaba apretujada entre Nickel y Hans, con Fricz y Anna desparramados en ángulos extraños a los pies de la cama. Los cinco niños se habían acostumbrado a dormir en la cama de Serilda, aunque cada uno tuviera su propia cama en el salón de los sirvientes. A ella no le molestaba. Había algo sobre su maraña de brazos y bocas abiertas, pupilas azulinas y quejas silenciosas de alguien a quien le quitaban las mantas que le llenaba el corazón con algo cercano a la alegría.

Cuánto amaba a estos niños.

Cuánto odiaba lo que les habían hecho. Cuánto se torturaba culposa, sabiendo que había sido por ella. Ella y su lengua traicionera y las historias que no podía dejar de contar. La imaginación que la había llevado en tantas fantasías desde que tenía memoria… no le había traído más que problemas. Una vida entera de desgracias.

La peor desgracia de todas: las vidas de estas cinco preciosas almas.

Pero seguían pidiéndole que les contara historias, entonces, ¿qué podía decir? No podía negarles nada.

–Buenas noches –acomodó la manta hasta la barbilla de Nickel, cubriendo la mancha de sangre que se había filtrado a través de su camisa de dormir en todo su pecho, donde los cuervos nocturnos del Erlking le habían comido su corazón.

Se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la frente a Nickel. Tuvo que reprimir la incomodidad al sentir el frío resbaladizo de su piel. Como si el más leve tacto fuera a aplastar su cráneo, como si fuera tan frágil como una hoja seca en el puño de un niño. Los fantasmas no eran cosas delicadas; ya estaban muertos y no era posible hacerles ningún daño. Pero estaban atrapados en un lugar entre sus formas mortales y sus cadáveres en descomposición, y como tales, era como si sus figuras no pudieran decidir dónde terminar, cuánto espacio ocupar. Mirar a un fantasma era un poco como ver un espejismo, su contorno era inestable y borroso en el aire. Tocarlo se sentía como lo más innatural del mundo. Un poco como tocar una babosa muerta, abandonada para descomponerse al sol ardiente. Pero… fría.

Aun así, Serilda amaba a estos cinco fantasmitas con todo su ser y, si bien su cuerpo estaba perdido, atrapado en un castillo encantado, y ya no podía sentir el pulso de su corazón, nunca les haría saber lo mucho que quería alejarse cada vez que uno de ellos la envolvía en un abrazo o deslizaba su pequeña mano muerta sobre la suya.

Serilda esperó a estar segura de que Nickel estaba dormido y Gerdrut había empezado a roncar, bastante fuerte para una criatura tan diminuta. Luego se levantó de la cama y atenuó el farol en la mesa de noche. Se acercó a una de las ventanas que daba hacia el gran lago que rodeaba el castillo, y el sol del atardecer resplandecía sobre el agua.

Mañana era el solsticio de verano. Mañana se casaría.

Un leve golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos antes de que pudiera caer en la desesperación. Caminó sobre la alfombra, manteniendo sus pisadas lo más ligeras posibles para evitar molestar a los niños, y abrió la puerta.

Manfred, el cochero del Erlking y el primer fantasma que Serilda jamás había visto, estaba al otro lado. Hubo un tiempo en el que Manfred servía al rey y la reina de Adalheid, pero había muerto en la masacre cuando el Erlking y sus seres oscuros asesinaron a todos los habitantes y reclamaron el castillo para ellos. La muerte de Manfred, al igual que la de muchos otros, había sido brutal, en su caso, un cincel clavado en uno de sus ojos. El cincel incluso ahora seguía clavado en su cabeza y la sangre goteaba lentamente, eternamente, desde la cuenca de su ojo. Luego de todo este tiempo, Serilda había empezado a acostumbrarse a la imagen y recibió a Manfred con una sonrisa.

–No te esperaba esta noche. Manfred hizo una reverencia.

–Su Oscura Majestad ha solicitado su presencia. Su sonrisa desapareció rápido.

–Era obvio –dijo con amargura–. Los niños se acaban de dormir. Dame un minuto.

–Tómese su tiempo. No me molesta hacerlo esperar.

Serilda asintió y cerró la puerta. Podía ser que Manfred y el resto de los fantasmas sirvieran a los seres oscuros, pero odiaban a sus amos. Intentaban encontrar cualquiera manera, por más pequeña que fuera, para molestar al Erlking y su corte siempre que podían. Pequeños actos de rebelión, pero rebelión de todas formas. Ató su largo cabello en dos trenzas idénticas. Recordó que muchas chicas, luego de ser invitadas por sus novios, se solían pellizcar las mejillas o ponerse un poco de agua de rosas sobre sus cuellos. Pero Serilda se veía más tentada a esconder una daga en sus medias por si se presentaba la oportunidad de clavársela en la garganta a su prometido.

Miró una vez más a los niños y notó que la imagen no era como si solo estuvieran durmiendo. Estaban demasiado pálidos y su respiración era demasiado lenta. Acostados parecían bastante muertos.

Hasta que la cabeza de Gerdrut giró hacia un lado y dejó salir un sonido que parecía como si estuviera comiendo rocas.

Serilda se mordió los labios para no reír y recordó por qué estaba haciendo esto.

Por ellos. Solo por ellos. Volteó, salió por la escalera.