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Hijos del instante

Hijos del instante

14 de septiembre 2022

Por Edgar Krauss

¡Pero cálmate, corazón! ¡Estás desperdiciando tus últimas fuerzas! ¿Tus últimas fuerzas? ¿Y tú, tú quieres asaltar el cielo? Pues, ¿dónde están tus cien brazos, Titán, dónde tu Pelión y tu Osa, tus escalas para asaltar el castillo del padre de los dioses, para que subas y derribes al dios mismo y la mesa de los dioses y todas las cumbres inmortales del Olimpo, y prediques a los mortales: “¡Quedaos abajo, hijos del instante, no os esforcéis por subir a estas alturas, porque aquí arriba no hay nada!”.
Friedrich Hölderlin

Desde los días iniciales de la literatura y la mitología, el cielo y los cuerpos celestes han sido algunas de las figuras retóricas más empleadas. Aparecen ya en los primeros cantos teogónicos, en la poesía épica y amorosa, en las narraciones de todas las culturas y en innumerables expresiones artísticas, como en la música y la pintura. Hasta donde hemos imaginado desde que miramos al cielo, hemos ubicado ahí a dioses y otras criaturas metafísicas, ya sea que empuñen el rayo o se sienten sobre las nubes a gobernar los destinos del mundo. Su atractivo es tan poderoso que también nos gustaría creer que andan por ahí los seres queridos que han dejado esta vida. Y más allá están los astros, que han jugado un papel cardinal en la historia y la imaginación humana.

Los babilonios y los chinos conjeturaron que los percances humanos podían ser explicados por medio de los movimientos del Sol, la Luna y los planetas, y así inventaron la astrología, en la que los cuerpos celestes gobiernan nuestros destinos y desatinos. Los mexicas decían que Coyolxauhqui (la Luna) y los Centzon Huitznáhuac (las cuatrocientas estrellas) eran hijos de Coatlicue (la Tierra), a quien pretendieron asesinar como castigo por quedar sospechosamente embarazada con las plumas de un ave. El fogoso Huitzilopochtli (el Sol) apenas nació, despachó a Coyolxauhqui y a sus hermanos en defensa de su madre. Desde entonces, la Luna y las estrellas se esconden cuando sale el Sol. Así, los cuerpos celestes también estarían en guerra, como los seres humanos. En la mitología griega, Cronos (el tiempo), es hijo de Gea (la Tierra) y Urano (el cielo). De acuerdo con la tradición cristiana, la estrella de Belén guio a los reyes magos hasta el recién nacido Jesucristo. En estos y muchos otros ejemplos teogónicos, el cielo y los cuerpos celestes desempeñan un papel cardinal.

El historiador italiano Carlo Ginzburg, hijo de la portentosa narradora Natalia Ginzburg, nos relató que las expresiones iconográfica y escultórica de la arquitectura en las catedrales medievales resaltaron la idea de lo alto y lo bajo para vincularlas con el cielo e infierno, con la estratificación social y, sobre todo, con el conocimiento: los altos saberes, así como los ordinarios, regían la forma de vida de las personas. En estos templos no resultaba infrecuente hallar la frase Noli altum sapere, pericosolum est (No seas demasiado sabio, es peligroso). Este horizonte de inflexibilidad cognitiva sería abiertamente desafiado en los inicios de la modernidad por la filosofía política, los descubrimientos médicos y geográficos, pero sobre todo por la cosmología. Cuando Copérnico, Galileo, Kepler y los astrónomos que los secundaron fueron desbaratando el vetusto orden aristotélico, no solamente desplazaron del centro del universo al planeta Tierra, sino los postulados mismos de la Iglesia católica: si Dios no creó el mundo y la Tierra no es el ombligo del cosmos, se ponía en tela de juicio toda autoridad eclesial en materia científica y dogmática. El juicio religioso y la ejecución en la hoguera de Giordano Bruno en 1600 por imaginar otros mundos fue el escarmiento que el fanatismo religioso le impuso por ser demasiado sabio: le confirmaron que era peligroso. Por cierto, frente a la plaza donde se celebró este auto de fe, en Roma, hay una pequeña librería que se llama Fahrenheit 451. Una idea genial.
Pero las preguntas sobre el cielo apenas comenzaban y nos pusimos a mirarlo más allá de la mitología y la religión: con los lentes de los telescopios y no de la fe. El asombro que le siguió conservó la devoción que nos genera; pero si el cielo era el límite, luego nos fuimos hasta las estrellas y los objetos astronómicos. Conforme se fueron revelando algunos de sus secretos, las preguntas y la curiosidad se multiplicaron cuando atisbamos la vastedad del espacio que está más allá. Aún hoy, quinientos años después de Galileo, ni siquiera sabemos de qué tamaño es el universo, ni siquiera si tiene un límite o no. La belleza y fogosidad de los conceptos que hoy se emplean harían palidecer al mismísimo Leonardo da Vinci: nebulosas, estrellas de neutrones, agujeros negros, supernovas, antimateria o polvo estelar, por mencionar solamente algunos. El arte y la astronomía también tienen vasos comunicantes: las imágenes del telescopio James Webb son tan hermosas y alucinantes como las pinturas de Van Gogh o Miró y habrían hecho las delicias de Athanasius Kircher. Estas fotografías también nos recordaron la dimensión abrumadoramente minúscula de nuestra existencia, de nuestro planeta, sistema solar e incluso de nuestra galaxia, comparados con el cosmos.

Además de ensanchar nuestra mirada sobre el universo, la astronomía ha excitado la creatividad de artistas, novelistas y cineastas. Muchas de las novelas de ciencia ficción que nos entusiasman, como las de H. G. Wells, Arthur C. Clarke o Isaac Asimov, representan el diálogo de la literatura con ella. Son la respuesta imaginativa a las numerosas preguntas que nos provoca. Por ejemplo: si hubiera vida en otros planetas, ¿cómo sería? La inquietante duda de si hay extraterrestres inteligentes por ahí es probablemente la que más inflama la imaginación. Resulta imposible de olvidar la trama de La guerra de los mundos: unos malignos e invencibles marcianos cabezones con extremidades como de pulpos invaden nuestro planeta montados en trípodes invulnerables a las armas humanas, hasta que son derrotados nada menos que por las bacterias terrícolas. De esta novela se hicieron al menos dos versiones cinematográficas, la más célebre de ellas, dirigida por Orson Welles, quien también desató un impresionante ataque de histeria colectiva al leer en la radio fragmentos de la novela en 1938.

En el cine, los extraterrestres han tenido todos los fenotipos e intenciones hacia nuestro planeta: invadirlo por su recursos, esclavizarnos como fuerza de trabajo o hasta convertir a los seres humanos en bocadillos. De eso, seguramente se intoxicarían sin remedio. Recordemos al legendario científico Stephen Hawking, quien desaconsejó abiertamente eso de andar buscando a otras hipotéticas civilizaciones. Dijo que si éstas tuvieran la posibilidad de escucharnos y venir hasta acá, la pasaríamos tremendamente mal debido a nuestra considerable desventaja tecnológica. Para ilustrar sus temores, mencionaba lo que sucedió con los indígenas americanos cuando llegaron los europeos a sus tierras: esclavización y genocidio.
Los cuerpos celestes seguirán presentes en nuestro imaginario y en nuestra vida colectiva, aunque nuestro conocimiento sobre ellos haya cambiado. El escritor novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, amigo de Sor Juana, escribió en 1681 un opúsculo con el placentero título de Manifiesto filosófico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos, en el que explica la naturaleza de los cometas y otros objetos del espacio frente al temor popular que han suscitado desde los primeros tiempos, hasta ahora. Por otro lado, considerando los lapsos del reloj astronómico, fue apenas ayer cuando cayó en Chicxulub, Yucatán, el meteorito que exterminó a los dinosaurios y, de paso, a casi 80 % de las formas de vida en nuestro planeta hace 65 millones de años. El meteorito medía poco más de diez kilómetros, pero generó un cráter de más de 180 kilómetros. El megaterremoto y los tsunamis que desató arrasaron con plantas y animales a una distancia impresionante; la materia que disparó hacia la atmósfera fue suficiente para oscurecer la luz de sol durante varios años, lo que acabó con innumerables formas de vida. Sin embargo, de los pocos supervivientes descendemos nosotros, hijos de roedores primitivos, así como todas las formas de vida que aún hoy existen y que como humanidad nos empeñamos en exterminar.

Los astrónomos calculan que aquel meteorito fatal ―pero no único― que se ha estrellado contra nosotros se generó en una nube de impacientes meteoritos que circula entre Marte y Júpiter. Sin embargo, quizás los más alarmantes son los que rondan el Cinturón de Kuiper y la nube de Oort, una familia muy numerosa y disfuncional de meteoritos que rondan más allá de la órbita neptuniana. Pues bien, astrónomos de todo el mundo escudriñan sin descanso estos objetos, con el fin de detectar cuando alguno de ellos se acerque peligrosamente a nuestro planeta, ese pequeño punto azul pálido en el espacio (Carl Sagan dixit), tan breve, tan vulnerable frente a las amenazas cósmicas que se ciernen sobre nuestra fragilísima pero depredadora humanidad. ¿Llegaremos a presenciar un evento de proporciones cataclísmicas durante nuestra existencia? Quizás. A pesar de nuestra arrogancia como especie, no somos más que hijos del instante, de un microsegundo cósmico.

Mientras tanto, nos resarcimos con las palabras de Arthur Rimbaud:

He visto archipiélagos siderales, con islas
cuyo cielo en delirio se abre para el que boga.