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Enterrar la tierra en la Tierra

Enterrar la tierra en la Tierra

15 de marzo de 2022

Sofía Grivas

Como bordando cantos en una colosal tela, Svetlana Alexiévich construye una narración delicada y brutal, cimentada en la sensibilidad y el cuidado milimétrico de quien está a punto de desarmar una bomba. Alexiévich se ha convertido en la voz femenina que abarca todas las voces frente a la adversidad. Leerla es romper un muro de concreto.

Era una visión de un auténtico paisaje lunar. A ambos lados de la carretera, hasta tocar el horizonte, se extendían los campos cubiertos de dolomita blanca. Habían arrancado y enterrado la capa superior contaminada de la tierra, y en su lugar lo habían cubierto todo con arena de dolomita.

El año 1986 empezó un miércoles, a mitad de la semana. Las Naciones Unidas lo designaron Año Internacional de la Paz. Recordemos algunos acontecimientos sólo de los primeros cuatro meses: el 28 de enero explotó Challenger; siete personas murieron a bordo de este transbordador espacial. Exactamente un mes más tarde, el 28 de febrero, Olof Palme, el primer ministro sueco, fue asesinado de un tiro en la cabeza. El 31 de marzo, el vuelo 940 de Mexicana de Aviación se desplomó, llevándose la vida de 167 pasajeros.

Finalmente, para el cuarto mes, a la 1:23 de la madrugada del 26 de abril, como Alexiévich declara: “una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético en la Central Eléctrica Atómica (cea) de Chernóbil”. Se trata del mayor desastre tecnológico que ha sufrido la humanidad. El mundo cambió tras la explosión. Las implicaciones sociales, políticas y biológicas que tuvo el accidente de Chernóbil serían tan vastas y profundas que no existe un documento completo que las enumere. La devastación arrastró consigo el entusiasmo de una era por la energía nuclear, fracturando la ficción de control y seguridad sobre su uso, promovida hasta ese momento.

Todos los años, en primavera, las mujeres se encargaban de trasquilar a las ovejas, movilizando alrededor de 21 toneladas de lana desde la planta procesadora en Cherníhiv (a 80 kilómetros de la exposición). Aquel 1986 transcurría como cualquier otro; las trabajadoras, sin saberlo, procesarían directamente con sus manos la lana contaminada. Empezaba a formarse la herida invisible.

El tiempo se había mordido la cola. El principio y el fin se habían unido. Para aquellos que estuvieron ahí, Chernóbil no terminaba en Chernóbil.

Los testimonios recogidos y magistralmente ensamblados en el libro Voces de Chernóbil. Crónica del futuro de Svetlana Alexiévich revelan un profundo y desgarrador recorrido por las vidas de miles de personas tocadas por la explosión y afectadas de muy distintas maneras. Como las astillas de un espejo resquebrajado, este coro polifónico muestra apenas un fragmento de un paisaje devastador. La literatura de Alexiévich se guía más por lo que escucha que por lo que opina; registra las voces de los otros e incluye una entrevista consigo misma, como demostración de que su punto de vista es sólo uno entre muchos otros.

Habitantes de los alrededores, campesinos, científicos, soldados, bomberos, maestros de escuela, sacerdotes, camarógrafos, niños, niñas, mujeres y hombres, todo tipo de personas ocupan las páginas de esta geografía trágica. Un soldado que fue llamado a asistir a la zona recuerda:

Luego regresamos a casa. Me quité de encima todo aquello, toda la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Tanto me la pidió que… no se la quitaba para nada. Al cabo de dos años, el diagnóstico fue un tumor en el cerebro.

Voces de Chernóbil captura el eco de los fantasmas vivientes en un tiempo extraviado: la soledad, el abandono de sobrevivir a una guerra disfrazada, el exilio incomprensible y forzado. El desconocimiento de lo que sucedía, la enfermedad y la cercanía de la muerte fueron sentimientos latentes entre la gente que logró continuar con vida.

Los testimonios evidencian también los excesos y la ineptitud del gobierno; la carencia de información y de recursos de una sociedad confiada e ingenua ante una situación inimaginable; la manipulación y el desconocimiento para enfrentar un enemigo invisible, convertido para muchos habitantes en algo esotérico, mágico e incomprensible: una maldición.

Recuerdo aquellos días. Me ardía la garganta y notaba un peso, una extraña pesadez en todo el cuerpo. “Esto es hipocondría —me dice la médico—. Todos se han vuelto aprensivos, porque ha ocurrido lo de Chernóbil”.

El libro, tejido con los relatos de los que estuvieron ahí y de sus familiares, apunta la crueldad del recuerdo, un alambre de púas que acorrala la memoria: la dolorosa y cotidiana evocación de los familiares fallecidos por la radiación, la constante añoranza de una vida normal y el anquilosante estigma que cargan los sobrevivientes. Estas experiencias se funden en un caudal de palabras, creando una galería de lamentos, una nebulosa flotante que conforma el más triste de los purgatorios. Resulta alarmante levantar la mirada del libro para reconocer que todo esto ha sucedido en realidad. Que la tragedia que envuelve a los sobrevivientes es tan palpable como la solidez de una piedra.

Chernóbil no ha sido el único accidente ocurrido en una planta de energía nuclear, pero sí el más extenso y pernicioso. Con razón, se argumentó que la catástrofe se debió a los descuidos y la ineficiente burocracia del sistema soviético. Sin embargo, la siguiente señal de alarma vino de uno de los países más desarrollados y con mayor control de seguridad en el planeta. En 2011, un terremoto dañó la planta nuclear de Fukushima en Japón, destruyendo los sistemas de enfriamiento, “lo que provocó la fusión de tres reactores y la liberación de grandes cantidades de radiación. El agua utilizada desde el accidente para enfriar los núcleos de los reactores dañados, altamente radiactivos, se ha filtrado mucho desde entonces”.[1] Además de las filtraciones de agua contaminada que han llegado al mar, la planta nuclear de Fukushima tiene almacenadas 1.27 millones de toneladas de agua con desechos radiactivos que planea liberar gradualmente al océano a partir de 2023. Ochenta por ciento de esa agua se utilizó para enfriar los reactores por el accidente y “contiene, además del tritio, otras sustancias radiactivas que poseen elementos contaminantes con métricas por encima de los niveles legales”.[2]

Actualmente existen en el mundo 439 reactores nucleares en operación y 53 en construcción. Hace pocas semanas, Francia declaró que construirá 14 reactores más en los próximos años. Como resultado de la opinión crítica contra el cambio climático y el desastre ecológico que vivimos, los gobiernos empiezan a ver en la energía nuclear una fuente de combustible y de electricidad confiable, y supuestamente menos dañina, ya que no descarga a la atmósfera la misma cantidad de emisiones de carbono. Pero ¿estamos listos para entender o sobrevivir a las consecuencias de otra falla de esta dimensión? Los errores del pasado no se resolvieron satisfactoriamente; 23 por ciento del territorio bielorruso, 4.8 por ciento del territorio ucraniano y 0.5 por ciento del territorio ruso siguen contaminados. Alexiévich subraya:

Hoy uno de cada cinco [bielorrusos] vive en un territorio contaminado… Entre las causas del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y Moguiliov (las más afectadas por el accidente de Chernóbil), la mortalidad ha superado a la natalidad en 20 por ciento. […] Han evacuado centenares de aldeas. Decenas de miles de personas. Toda una Atlántida campesina que se ha diseminado por toda la ex-Unión Soviética y que ya no se puede reunir de nuevo. No hay modo de salvarla. Hemos perdido todo un mundo.

No es casual que el propio título del libro pronostique un terrible porvenir: Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Sólo se requiere un accidente en alguno de los más de cuatrocientos reactores activos para repetir la destrucción.

¿Podremos entonces enterrar más tierra en la Tierra? +

[1] Infobae (febrero de 2022). La OIEA analiza el plan de Japón para verter al mar el agua contaminada de la planta nuclear Fukushima <https://bit.ly/3BvF5Ms>.
[2] Rodolfo Correa (octubre de 2021). Japón: ¿desastre ambiental? La República <https://bit.ly/3JAcb0J>.