Horrores y amores de la cocina

Horrores y amores de la cocina

8 de noviembre 2022

Por José Luis Trueba Lara

Mentirnos no tiene caso, entre gitanos no nos leemos las manos. Por más que posemos como valientes, en más de una ocasión la comida nos ha metido en graves aprietos. Da lo mismo si esto ocurrió por mostrarnos como los bravos que no le sacan la vuelta al chile (sin albur, por supuesto), si fue porque nos zampamos algo espeluznante con tal de quedar bien con nuestros anfitriones o si nomás andábamos con la necedad de demostrar que ciertos platillos le provocan arcadas al masiosare más plantado. A todos nos consta que más de tres se echan para atrás cuando les ofrecen un plato de jumiles vivitos y coleando, y a mí me temblaron las patas cuando, en un arrebato de generosidad, me sirvieron la huevera de una gallina en un caldo que tenía exactamente dos dedos de grasa. Juro por la sangre de Tezcatlipoca que los fetos de los huevos me provocaron perrillas con sólo mirarlos.

Presumir de valientes delante de una comida repugnante con tal de mostrar nuestro amor a la patria —como lo hice cuando me comí un taco de ojo (literalmente)— no tiene ningún sentido: lo que para algunos es un manjar para otros resulta un potentísimo vomitivo o un purgante de consecuencias funestas. Por esta causa deberíamos asumir una idea que considero digna de tomarse en cuenta: por muy patrimonio cultural de la humanidad que sea, la comida mexicana también tiene un dark side al que vale más sacarle la vuelta. Este hecho me lleva a una pregunta que parece una herejía: ¿no será que el hambre y las costumbres son las buenas y, en cambio, la comida quizá no tanto como lo creemos? Es más, ¿no será que la creación de las sabrosuras representa un hecho más o menos reciente, y que durante la mayor parte del tiempo le entramos a lo que fuera sin andar de melindrosos?

Hasta donde tengo noticia, durante

los primeros trescientos mil años de nuestra historia,

los seres humanos no fuimos muy diferentes de las ardillas. Por eso invertíamos la mayor parte del tiempo en muy pocas cosas: conseguir comida, huir de los depredadores ―incluyendo a los vecinos―, agenciarnos una pareja para aparearnos y hallar un refugio para protegernos de las inclemencias del clima. Si esto es cierto, no nos queda más remedio que pensar que nuestros parientes más remotos no tenían la capacidad de crear platillos sofisticados: comían lo que podían. El lujo de ser quisquilloso equivalía a una condena a muerte. Si alguien salía con la embajada de que no le caía bien el filete de mamut y sólo podía alimentarse con chuletas de gonfoterio silvestre era un hecho que la calaca se lo llevaría en muy poco tiempo.

Este asunto tiene una importancia que va más allá de la necesidad de atragantarse para resistir los días de hambre: vista a la distancia, la gastronomía es una novedad en la historia; sus miles de años apenas representan un pestañeo si los comparamos con el tiempo durante el cual nos alimentamos con lo que pudimos. A pesar de esto, los cambios que provocaron las guisanderas y los cocineros se nos quedaron tatuados y nos convencieron de que las delicias de la cocina son antiquísimas y apenas se han transformado. Tampoco faltan los defensores del pasado idílico, que se rasgan las vestiduras, se envuelven en el lábaro patrio y sostienen que, antes de que el país se contaminara con las chatarras extranjerizantes, la comida era mejor que la de ahora.

Como resultado, la existencia del pasado idílico se ha convertido en una creencia indudable. Según esto, en los pueblos se come mejor que en las ciudades y, de pilón, se afirma que los pobres se alimentan mejor que los ricos. Sin embargo, habría que irse con cuidado con estas afirmaciones: por más que un despistado nos ofrezca una serie de platillos que presumen de ser unas delicias prehispánicas, existe un abismo entre lo que comían los primeros pobladores del territorio que hoy ocupa México y lo que le servían a Moctezuma, y exactamente lo mismo puede decirse de los guisos que le encantaban al soberano de Tenochtitlan y a los que hoy nos subyugan. La comida cambia y nuestro paladar se transforma con ella. El pasado idílico no existe y la pobreza tampoco es una garantía de salud ni de sabrosura.

Y, si pensamos un poco más en el pasado y en los tiempos maravillosos, también nos toparemos con una contradicción: antes se comía para mostrar que se tenía dinero, poder y una belleza mantecosa y celulítica; hoy se hace lo mismo cuando despreciamos los alimentos al grado de transformarlos en una escenografía o en una dieta que presume de orgánica y vegana, la cual condena a sus devotos a una flacura que apenas se disimula con unos implantes que intentan ocultar la falta de grasa en los lugares indicados. Incluso, cuando pensamos en la comida como una realidad mitológica, sus imágenes nos llevan a imaginar una serie de maravillas que seguramente no existieron: a pesar de su delgadez ontológica, a los habitantes del mundo prehispánico les sobraban músculos y eran dueños de una belleza corporal que ya quisieran más de tres actrices. Así mero los retrataron quienes estaban convencidos de que los antiguos platillos otorgaban superpoderes. Las obras de Saturnino Herrán, de los muralistas y de los pintores de los cuadros que adornaban los calendarios del tipo “La leyenda de los volcanes” nos muestran un pasado esbelto, musculoso y apantallante, sin darse cuenta de que —como bien lo dice Guillermo Sheridan— los mexicanos somos “un pequeño planetoide que orbita alrededor de la torta de tamal”.

Algo muy parecido puede decirse de las bebidas: el tequila, que durante muchísimos años estuvo marcado con los estigmas de lo pobretón y lo corriente, hoy es un aguardiente de lo más pomadoso y rimbombante. Y, si nos ponemos tantito más criticones, descubriremos que algo muy parecido —por no escribir igual— ocurrió con el pulque y el mezcal, que ahora posan como parte del menú de los restaurantes hípster o de aquellos que ofrecen volver a las verdaderas raíces de lo mexicano.

Lo curioso de esto es que, por más que los seres humanos tengamos lo mismo por dentro, debemos asumir que

el gusto no es natural:

sino resultado de la historia y las costumbres; de lo despreciable y lo deseable; de los días cuando nos moríamos de hambre y los momentos de gula. Por supuesto, lo mismo ocurre con los rituales y las heterodoxias culinarias o con la moda, que también obliga a nuestras papilas a tomar nuevos rumbos con tal de no quedar fuera. En nuestro paladar existen las huellas del pasado y las marcas del presente, que se entrelazaron sin que nos diéramos cuenta y sin pedirnos permiso. El mestizaje nos ayuda a enfrentar lo desconocido y nos permite comer aquello que, por lo menos en principio, no parecía suculento.

La pregunta sobre las diferencias en el gusto no es la única que me da vueltas en la cabeza. Cada vez que me ponen delante de un guisado

no me queda más remedio que sorprenderme:

en la carne asada de los sonorenses está la marca de los indígenas que cazaban búfalos; en el mole se funden los ingredientes locales con aquellos que cruzaron océanos, y en el pozole quizás están las huellas de los platillos rituales prehispánicos que incluían carne humana, y a las claras se mira la presencia de la latería que se mostró de a deveras en tiempos de don Porfirio. Hasta donde tengo noticia, las atarrayas que se sueltan en la Costa Chica o en la Costa Grande jamás han atrapado sardinas entomatadas y acorazadas.

Las recetas de la comida mexicana nos muestran la historia de una serie de mestizajes que se iniciaron en las primeras culturas y que no se han detenido hasta nuestros días. Cada época del pasado provocó nuevos maridajes que en más de una ocasión se pasaron de complejos. Éstos, en contra de lo que supone la inmensa mayoría de las personas, no sólo ocurrieron durante los trescientos años que van de la llegada de las tropas de Cortés a la Independencia de México. De pilón, los mestizajes no sólo sucedieron con los platillos y los ingredientes europeos. Desde el siglo XVI en la comida de estos rumbos se nota la presencia de Asia, África, Sudamérica y las Antillas. Aunque pocos quieran verlo, comenzaron en los tiempos prehispánicos y continúan hasta nuestros días.

Este hecho me obliga a pensar que la comida es lo último que muere de las culturas. Permíteme explicarte este asunto con tantito detalle: la vida de los indígenas mexicanos de nuestros tiempos es muy distinta de la que tuvieron los pueblos precortesianos —quinientos años no pasan en balde— y exactamente lo mismo sucede con las personas que vivieron en Nueva España, en el turbulento siglo xix, en las hambres que provocó la Revolución y en las que hoy comen en los restaurantes de postín o en los puestos callejeros del Paseo de la Salmonela que extiende sus reales frente a las estaciones del transporte público. Aunque resulta indiscutible que en todos los platillos que paladeamos hay una presencia del pasado, ninguno de ellos resulta idéntico a su versión primera. Los mestizajes los transformaron. La historia de la cocina es una huella, un dejo, una presencia que a veces se revela como un fantasma.

Con los rituales —que sin duda incluyen las buenas maneras en la mesa, las acciones mágicas y los usos salutíferos— sucede lo mismo. Aunque la idea de comportarse bien se muestra en todos los tiempos, la manera de hacerlo es absolutamente distinta. En muy poco se parece lo que recomendaban los ancianos de Tenochtitlan y lo que hoy leemos en los libros de etiqueta; exactamente lo mismo podemos decir de los tiempos de la colonia, los años de la guerra incesante, las décadas del porfiriato y los tiempos de la Revolución y el nacionalismo de los sonorenses y sus corifeos. Y esto también puede decirse sobre los alimentos que se consideran saludables y los que poseen cualidades mágicas y milagrosas.