Cine: Guerra y desplazados

Cine: Guerra y desplazados
06 de abril de 2020
Gilberto Díaz

Se dice popularmente que el arte imita a la realidad, y hay mucho de cierto en eso: buscamos representarla no solo por un valor estético, sino para mantener en la memoria el impacto emocional de aquellos sucesos que nos marcan. Los conflictos que vivimos como humanidad tienen su representación en distintas manifestaciones del arte, ya sea desde los desastres naturales hasta los conflictos bélicos. Así lo hemos hecho por siglos mediante las historias que contamos de manera oral, dibujada o escrita, como ficción alegórica o crónicas documentadas; y el cine no podía ser la excepción.

Desde su nacimiento, el cine ha tratado de ser fiel al representar los hechos que impactan a las sociedades, y esto siempre fue evidente con el estallido de la Revolución Mexicana y durante la Primera Guerra Mundial. Gracias a los cinematografistas, el mundo pudo ver los horrores de los conflictos bélicos más allá de las batallas; los registros documentales de las vistas mostraban la desolación de los pueblos destruidos por la artillería, a miles de personas abandonando todo en busca de seguridad, algunos en la leva y otros en los refugios, todos forzados a desplazarse de un lugar a otro.

La primera película importante de ficción en hacer un retrato fiel del impacto de la guerra en las personas que participan directa e indirectamente de ella, fue la adaptación de 1930 de la novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente (Im Westen nichts Neues), donde un grupo de amigos, al ser persuadidos de unirse al ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, poco a poco se desilusionan al ver que el idealismo romántico de la lucha patriótica contrastaba con la crudeza, el miedo y la muerte que atestiguan en las trincheras

Pero el cine no solo se ha encargado de retratar la realidad contemporánea de los desplazados. En una innumerable cantidad de dramas históricos se ha buscado representar esta cara, que desgraciadamente no ha cambiado con el paso del tiempo. Ejemplo de ello son las épicas del género “espadas y sandalias” o péplum, donde el desplazamiento humano es representado como una suerte de castigo o designio divino, tal como se observa el éxodo judío en Los diez mandamientos (The Ten Commandments), de Cecil B. DeMille, o bien en el trato de gladiadores y esclavos del imperio romano en Ben-Hur, de William Wyler, y en Espartaco (Spartacus), de Stanley Kubrick.

Muchas historias de este tipo fueron filmadas durante el periodo de la posguerra en la década de 1950. En el caso particular de Wyler, Ben-Hur refleja los sentimientos que le dejó su experiencia haciendo filmes propagandísticos dentro del campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, el ver los rostros de la desesperanza en las personas de las distintas comunidades italianas que debían abandonar sus hogares ante un inminente bombardeo, o como le sucedió a su colega de misión George Stevens, quien tuvo la estrujante primicia de documentar para el mundo los horrores de los campos de concentración alemanes, hecho que lo atormentaría casi por una década, hasta que en 1959 encontró una suerte de catarsis con su adaptación de El diario de Ana Frank (The Diary of Anne Frank).

Pero Hollywood no sería el único mercado donde las historias sobre desplazados tendrían presencia. En Italia es bien conocida la obra de Roberto Rossellini como la detonadora de aquello que llamamos neorrealismo italiano, con cintas como Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta), Camarada (Paisá) y Alemania, año cero (Germania anno zero), donde podemos apreciar crudamente la marca que dejaron la guerra y el fascismo a sus protagonistas, quienes no eran actores profesionales, sino gente común y corriente interpretando el dolor que vivían por esos días. Vittorio De Sica, por su parte, hizo lo propio con El limpiabotas (Sciusià), Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette) y Umberto D, historias desgarradoras sobre la pauperización en la posguerra italiana, mucho antes de dedicarse a filmar commedia all’italiana en años posteriores.

En otra parte de Europa, mucho más al norte, Ingmar Bergman entregaba filmes como El séptimo sello (Det sjunde inseglet), acerca de un caballero cruzado que regresaba a su país natal tras haber batallado, cargando consigo los dilemas sobre la vida y la muerte, la fe y su cuestionamiento del sentido de la vida, mientras realiza su recorrido de vuelta, solo para encontrarse con la misma violencia de la que huía, en una representación angustiante de la fatalidad que carga en sus hombros. El retrato medieval de Bergman alude fielmente a una realidad donde las carencias de recursos en muchos pueblos eran una circunstancia que obligaba a hombres y mujeres a abandonar sus tierras.

En el cine japonés, los estragos de la guerra han sido fuente de numerosas películas, desde alegorías escenificadas en la era feudal como El mercenario (Yojimbo) y Los siete samuráis (Shichinin no samurai), entre otras obras destacadas del magnífico Akira Kurosawa, que muestran el asedio violento por parte de ronines sin escrúpulos hacia comunidades campesinas, que se ven obligadas a buscar protección de otros mercenarios. Pero también existen películas de fantasía metafórica como es el clásico de culto Godzilla (Gojira), del director Ishiro Honda, de la que se ha dicho que el monstruo es una representación de los daños causados por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en su sociedad.

La conquista de América también ha provocado la realización de filmes que de alguna manera retratan el violento golpe de ser desplazado, como sucede en la estrujante incertidumbre de Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes), de Werner Herzog, o bien Cabeza de Vaca, de Nicolás Echeverría, que nos coloca en el choque cultural de unos extraños exploradores –muchos de ellos obligados a hacer esa labor a cambio de preservar la vida–, adentrándose en un terreno hostil y adverso. O el caso de películas como La otra conquista, de Salvador Carrasco, y Danza con lobos (Dances with Wolves), de Kevin Costner, que nos enseñan la otra cara de esta misma moneda, en que los nativos de la tierra confrontan el dilema de ser obligados a abandonar su territorio o su cultura ante la hostilidad de los invasores.

En este mismo sentido, la esclavitud, la segregación y el dolor de la alienación también han sido representadas por diferentes autores, desde la épica Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind), de Victor Fleming, ambientada durante la Guerra Civil estadounidense, o la brutal Doce años como esclavo (Twelve Years a Slave), de Steve McQueen, en las que el racismo juega un papel fundamental en las acciones y el sentir tanto de los personajes como de la audiencia, donde a pesar de no haber un conflicto bélico tangible, el recurrente recordatorio de la confrontación étnica es tan actual como vigente.

Lo mismo sucede con el cine que actualmente se produce en Medio Oriente, África o los Balcanes –por mencionar algunos casos–, cuyos conflictos no han cesado desde que recordamos. Es muy común ver historias ambientadas en el marco de las incesantes guerras que, a diferencia de sus liderazgos políticos, pretenden enviar un mensaje de conciliación, enfocándose en el dolor de las personas, o bien retratando los cuestionamientos existenciales de los involucrados al ejecutar decisiones políticas, como sucede en Vals con Bashir (Vals im Bashir), de Ari Folman, ambientada en la guerra de Israel contra Líbano de 1982, o Munich, en la que Steven Spielberg, sin tomar partido, hace una representación del dilema moral de terminar una vida.

La guerra en el cine tiene infinitas caras. Muchas son solo la extensión de otras historias que conocemos de siglos. Pero la constante se mantiene vigente: el mensaje de que la guerra no es del todo heroica, que tiene aristas que nos siguen lastimando y que por ello es necesario seguir recordando esas realidades para que nunca se nos olviden, aunque parezca una tarea difícil.+