Cuentos Inéditos: “Viñetas de un nocturnario” de Yeni Rueda López

I

La primera noche me encontraba esperando en un paradero. Nerviosa, golpeaba un pequeño charco con los pies. Era de madrugada y había tal ausencia de sonido que identificaba los automóviles sólo por sus radiantes faros. Después de unos segundos, apareció el autobús que debía tomar y se detuvo justo frente a mí. Cuando intenté poner el pie derecho en el primer escalón, no pude moverme. Era como si mis huesos fueran de metal rígido. El chofer me preguntó, impaciente, si iba o no a subir. Intenté treparme por segunda vez, pero no pude, ya no sólo moverme, sino estar ahí. El hombre se levantó y me empujó fuera del autobús, haciéndome caer en el charco. Mientras recuperaba el movimiento de mis piernas, el charco se hacía más grande, cubriéndome hasta la cintura y sólo podía ver al autobús alejándose.

II

La segunda noche estaba sentada frente a la cama de mi abuela. Encima de las cobijas revueltas había peceras de distintos tamaños. Tenía que abrir una bolsa transparente llena de peces de colores que, a simple vista, parecían de plástico. En cuanto abrí la bolsa y la levanté para verterlos en las peceras, los animales enloquecieron, dificultando la operación. Sólo los peces más pequeños y menos coloridos llegaron a los recipientes. El resto cayó al piso. Sus convulsiones húmedas golpeaban mis pies desnudos. Mi desesperación por terminar la operación era tal que, sin premeditación alguna, comencé a pisarlos. Como si no tuvieran huesos, se deshacían entre mis dedos desnudos. El agua comenzó a desbordarse junto con los peces, inundando el cuarto. Tenía mucho miedo, porque no sabía nadar. Los cadáveres gelatinosos se pegaban en mis piernas. Con las pocas energías que me quedaban, giré el cuerpo para intentar abrir la puerta, pero descubrí que estaba en un cuarto con sólo cuatro paredes blancas.

III

La tercera noche corrí hacia al baño con la tremenda necesidad de lavarme las manos. No se veían sucias, pero las sentía pegajosas y apenas podía mover los dedos. Al entrar pude ver la cola de una serpiente blanca, que salía del retrete, moviéndose voluptuosamente. Invadida por el miedo, corrí hacia mi cuarto. Ahí me encontré con cientos de pequeñas serpientes del mismo color. Se arrastraban hacia mi gata y se introducía en ella, a través de sus tetillas. Ya no sentía temor, sino una inmensa curiosidad al ver cómo su panza se hinchaba. Me abrí paso entre las serpientes y traté de cargarla, pero en cuanto la gata sintió la presión de mis manos, me mordió con tal fuerza que me hizo sangrar. La solté violentamente, y la gata se disolvió, como si fuera de espuma, entre las reptiles que se retorcían a mis pies.

IV

La cuarta noche, estaba en un laboratorio, preparando animales que iban para disección. Eran marinos, boluditos, como los cuyos, pero el pelo que los cubría era como de gato y de color ámbar. El hocico, muy parecido al de los colibríes. Cinco de estas criaturas nadaban en un recipiente dentro de una tarja. Tomé a uno de ellos —el más flaco— e inmediatamente trató de morderme. Lo apresé con más fuerza y se quedó quieto. Cuando abrí el grifo, el agua salió violentamente, inundando la tarja. Por el apuro de cerrar la llave, solté al animal y cayó al recipiente, junto con sus compañeros. Los animales no se movían, simplemente flotaban. Ya no tenían pelo, y su piel era transparente. Vi claramente cómo el agua les inflaba el estómago. Asustada, intenté reanimarlos y sacarles el agua, sobándoles la panza.  Ésta salía a chorritos y no parecía causar ningún efecto. Mientras repetía la operación con el último de los animalitos, los que estaban en la tarja comenzaron a nadar. Habían desarrollado branquias. El que yo tenía saltó de mi mano para estar con ellos y parecía que me sonreía.

 

V

En la última noche, un grupo de amigos y yo caminábamos por las calles del centro de Cuernavaca. Era de madrugada y lloviznaba, pero nos sentíamos llenos de energía. Una de las mujeres del grupo me miraba insistente, como si supiera algo de mí. Yo iba platicando con un hombre que, en el fondo, me parecía sumamente escandaloso y desagradable, aunque fingía que me gustaba. Llegamos al Zócalo y nos sentamos en las bancas a comer helado. La mujer se acercó a mí. A pesar de que era delgada y más baja que yo, su presencia me cohibía exageradamente. Su rostro era blanquísimo, pero había algo de oscuridad en ella que no me dejaba identificar sus rasgos con seguridad. Sólo podía poner atención a sus labios rojos. Se sentó a mi lado y bruscamente, sin mirarme, me tomó de la cintura. Me acercó a ella. Luego, con desenfado, me dijo al oído: “El aire está tan húmedo como lo estabas tú ayer. ¿Recuerdas?”.

Yeni Rueda López

1990. Narradora y directora editorial de Revista Moria. Textos suyos se han publicado en Tierra Adentro, Rio Grande Review, Cuadrivio y El Despertar de Oaxaca. En 2014, Ediciones Simiente publicó su primer libro de cuento, Tres gotas de agua.

MasCultura 21-mar-17