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Anglofilia

¿De dónde les viene la anglofilia a quienes la padecen? ¿De tantas imágenes de double-deckers, soldados con gorros de piel de oso, cabinas telefónicas, Harry Potter, The Beatles, William Shakespeare, Trainspotting o Tom Jones?

Quien padece anglofilia se siente llamado a vivir, aunque sea por una vez, su clima gris, a su "flemática" gente, el acento, la pasión por el futbol o la música. Pero en la isla de la reina Isabel nadie se encuentra con bandas de rock en garajes, ni gente jugando futbol en cada calle. Lo que hay son casas de arquitecturas victoriana y eduardiana cuidadosamente preservadas, calles hiperseñalizadas con inentendibles marcas de tránsito para los conductores… y pubs (public houses, o bares, como se les conoce). El viajero puede encontrarse desde su llegada a cualquier sitio del Reino Unido en medio de todos sus fetiches: la lluvia, los taxis negros, los grandes parques, los negocios de fish and chips, la puntualidad notoria al minuto hasta en el paso de los buses por las paradas. Y más allá de esto, rodeado de la majestuosidad, historia, riqueza y solidez manifiestas en la arquitectura, la preservación, el orgullo de pertenecer y de ser representados en la continúa ostentación de la Union Jack con su significativo, impecable, comercial e imperecedero diseño; el Underground, Tube o metro, o las murallas y los resabios del Imperio romano yaciendo bajo iglesias góticas, que abren el horizonte para juzgar más allá de la esquina con souvenirs de Sir Winston Churchill.

El amante del Reino Unido (ampliando la filia a toda la isla) que escribe, tuvo en aquel primer viaje, en esa primera cesión a su debilidad hace más de veinte años, el positivo impacto ideológico de descubrir una pareja gay, de hombres, con un bebé en carriola, o a punks reales tirados a la contemplación nihilista en Camden Town. Todo en un recorrido azaroso sin más brújula o mapa que una vaga lista a la que se agregaron por accidente el Kensington Market, el Hyde Park, la National Gallery, y el propio hostal, o Bed & Breakfast, donde sólo una vez pudo pararse temprano por un full English Breakfast (el resto de los días fueron toasties y té negro o café).

1994, y un verano de treinta grados que no me permitieron deprimirme con la llovizna gris más que en el primer día, pero sí recorrer a pie o en el deck superior de un autobús las calles más emblemáticas —y otras menos—, todas con la constante del perfecto orden, de la gente que no buscaba destacarse con ningún comportamiento idiosincrático simplemente porque no le interesaba hacerlo. Gente con actitud neutra, hablando poco, sin mirarse entre sí, aun cuando el tren del metro estuviera lleno; bocinas de auto silenciadas, aunque el tráfico fuera como el de cualquier ciudad en hora pico. Sólo en uno de esos días de sol no deseado, una patrulla cercó a un double-decker, seguramente porque alguien pagó por un viaje menos de lo que en verdad debía, y también seguramente fue de las pocas cosas que los patrulleros comentaron a sus familias aquella noche durante la cena.

Por Horacio Garduño

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Mascultura 26-nov-15