Cuento Inédito: Al otro lado del sueño
No sé con precisión en dónde me encuentro, pero lo he llamado inconsciente. Es un desierto pálido, horrendamente blanco, inmenso, en el que un día, de pronto, vine a despertar. Yo permanezco acostado, junto a mi esposa Sara. Tenemos una sábana encima y una almohada debajo de la cabeza, como si estuviéramos sobre una cama gigante.
Desde que llegué, Sara está dormida. Le he dicho que despierte, que me explique qué es esto, pero no se mueve. Pienso en un estado de coma, y no sé qué pudo haberlo originado. Respira en automático, obedeciendo a un impulso de su cerebro —en apariencia— muerto. ¡No estés jugando, Sara! ¡Reacciona! He llegado a gritarle sin obtener nada de vuelta.
Cuando me percaté de que ella no despertaría, comencé a caminar esperando encontrar alguna pista, pero entonces supe que no tenía caso cambiar mi ubicación: el desierto blanco nos volvía cuerpos celulares, minúsculos. Si era una venganza de Dios, uno de sus ajustes de cuentas, debía ser el más absurdo. No hay hambre ni sed; no hay viento ni sonido. Sólo existe este desierto inmóvil, suave, que habitamos Sara y yo.
Pero Sara no está. Quiero decir: está su cuerpo.
He llegado a pensar que todo, cuanto veo a mi alrededor, tiene que ver con una imagen de mi infancia. Sin embargo, hasta donde puedo recordar, nada se asocia con un espacio de tales magnitudes. Lo último que evoco antes de aparecer en este paisaje es una discusión: sentados en el comedor, Sara y yo hablamos del trabajo, de las deudas, de los hijos que no llegamos a tener. Hubo algo que nos alteró, algo irremediable. Luego me fui a la cama, cerré los ojos, dormí, y desperté aquí.
He concluido, al cabo de esta temporada en el desierto, al lado de un cuerpo inerte, que estoy en un escenario onírico. Intentaré explicarlo: creo que al otro lado del sueño soy yo el que está dormido en el cuarto de un hospital, con mangueras en los brazos y un respirador artificial en la boca. Y es Sara quien me cuida. Espera que algún día despierte, aunque, en el fondo, sabe que nunca lo haré. Porque lo mismo pienso al verla.
Es una hipótesis que llega en mis ratos de ocio, cuando esta condena se diluye y queda sólo la semilla, la esencia del sueño, y no es el desierto blanco sino el ocio lo que me atormenta hasta el delirio.
Miro en lontananza, donde la línea del horizonte se difumina con el cielo, y enseguida me vuelvo a Sara, tan lejana de todo. La observo, la observo siempre. Como un imbécil con la mirada perdida. Permanezco a su lado. Me da miedo alejarme en busca de respuestas y, de súbito, perderme, quedarme sin ella, sin Sara. Quedarme, entonces sí, completamente solo. En este lugar, qué otra cosa podría ser más terrible.
Por Roberto Abad
Cuernavaca, 1988. Escritor y músico. Ha publicado en diversos medios nacionales e internacionales. Varios de sus cuentos fueron traducidos al francés y al portugués. Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es su primer libro de cuento brevísimo. @ROA07
MasCultura 13-Jun-17