Tiempos de adolecer
Lo más característico de la vida moderna no era su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. George Orwell, 1984
L as ciencias sociales y las humanidades del siglo pasado —y eso suena muy lejano, pero los ochenta es una época de otro milenio, por muy jóvenes que nos queramos sentir— no mostraban mucho interés en el vínculo que tenemos con los animales no humanos. Aún se defendía a ultranza la idea del homo sapiens como único objeto de estudio para estas disciplinas. Sin embargo, hay un libro, escrito al inicio de esa década, que derriba la postura cartesiana de que los animales no poseen conciencia y que justifica las obligaciones morales que tenemos hacia ellos; es En defensa de los derechos de los animales (1983), del filósofo estadounidense Tom Regan.
Es también al final de esa década cuando James Rachels publica Created from Animals: The Moral Implications of Darwinism (1990), en el que menciona numerosos estudios que muestran cuán cercanos somos a otros primates y cómo podríamos ser considerados simplemente un animal más complejo que el resto. Al cuestionar las nociones clásicas de dignidad y sacralidad de la vida, plantea un enfoque que no discrimine entre especies, sino que se centre más bien en los individuos que las conforman.
Años antes de involucrarme en el activismo a favor de los animales, incluso de tener claro que estudiaría Filosofía y me especializaría en Ética Ambiental, leí un par de libros que marcaron el final de mi adolescencia: La insoportable levedad del ser (1984), del escritor checo Milan Kundera y Ese maldito yo (1986), del rumano Emil Cioran. El primero, por ser una historia de amor, de celos, de sexo, de muerte, y esbozar la idea de destino como una paradoja. En mi cuaderno de apuntes de aquel entonces —que aún conservo— anoté una frase que sería premonitoria para lo que haría mucho tiempo después: “La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna.
La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda […] radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales”. El segundo, por reflejar con tanta nitidez el dolor por el que yo atravesaba en ese momento de mi vida, y plasmarlo en una serie de aforismos del tipo: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad”
Ambos escritores supieron acompañarme en una etapa en la que la pasión y la pregunta por el sentido de la existencia se dejaban sentir en todas las decisiones que tomaba. El entorno que recuerdo estaba envuelto por la tensión de la Guerra Fría, que terminaría con la caída del muro de Berlín y el emblemático concierto de Pink Floyd al que tuve la oportunidad de asistir ocho meses después de aquel histórico suceso, dejándome como recuerdo un fragmento de pared que los turistas podíamos derribar simbólicamente y traer a casa por algunos marcos. De manera simultánea, el accidente nuclear en Chernóbil de 1986 motivaría a mi padre a escribir un libro contra la planta de Laguna Verde en Veracruz, inspirándome más adelante a dedicarme a la protección del medio ambiente.
Lo que parecían catástrofes puntuales hoy lo comprende de manera amplia el fenómeno del calentamiento global. Quienes fuimos niños o adolescentes en los ochenta hemos visto cuán rápido se ha gestado el deterioro de los ecosistemas y lo acelerado de la extinción de especies. Necesitamos que la literatura al respecto sea tan veloz en su reflexión como aquello que estamos intentando frenar.
Una parte de lo que soy ahora se gestó en aquella época y aunque como decía Cioran: “Sobre un planeta gangrenado deberíamos abstenernos de hacer proyectos”, yo elijo seguir haciéndolos, no porque “el optimismo sea un tic de agonizante”, sino porque creo que mientras haya palabras, habrá vientos de cambio.
Por @leonoraesquivel www.AnimaNaturalis.org