La tristeza viral: el colmo de la perversión
Domingo 14 de abril de 2019
Jorge Leiner
Existimos en dos realidades separadas, pero complementarias. Por un lado, existimos en el mundo físico, en el mundo de las dimensiones medibles y cuantificables. En el reino de X, Y, y Z. En ese mundo, nos movemos todos los días, comemos, trabajamos, interactuamos con los demás y es en esa interacción donde se abre la posibilidad de expresar nuestras emociones. Puedo decirte que te quiero. Puedes decirme que me odias. Puedo desearte de cuerpo completo. Puedes tratar de lastimarme.
El hecho es, como dicen, irrelevante. Lo importante es la emoción que acompaña a la acción y la manera en la que esa emoción nos afecta a todos, a cada uno de manera diferente. Alguien puede encontrar una tristeza inenarrable en un saludo no devuelto. Alguien más puede encontrar alivio en saber que ese mismo gesto se traduce en un cese permanente de eso que alguna vez fue una relación.
Emociones. Atadas a nosotros de manera permanente. Dándonos esa cualidad especial que nos hace ser estos animales sociales, arquitectos de estructuras complejísimas, reales y virtuales. Es, precisamente en esas últimas, donde la segunda realidad en la que existimos se manifiesta. Las estructuras sociales virtuales siempre fueron una consecuencia natural de nuestro deseo por ampliar los horizontes en los que podemos colocar una bandera nueva. El fondo del mar no es una opción. Otros planetas tampoco lo son (al menos no por ahora). El terreno inmenso de lo virtual es donde podemos movernos libremente, llevando todas esas emociones con nosotros, interactuando con el resto, de maneras diferentes y peculiares. Una fotografía en Instagram puede ser apreciada por alguien del otro lado del mundo. Una idea puede ser comentada y discutida a través de hilos interminables en Twitter. Medios de alcanzar a los demás. Medios para poder ser alcanzados. La noción completa suena fascinante. Implica la posibilidad de hacer eso que todos, de una manera u otra, queremos lograr: conectar con los demás. Extendernos para alcanzar a alguien, sea física o virtualmente. Una maravilla.
¿Entonces por qué sentimos tanta tristeza al respecto?
Piénsalo tan solo un minuto. Las redes sociales son generadoras impresionantes de tristeza, melancolía y ansiedad. Y no se trata de romantizar los términos. Se trata, en verdad, de extraños casos de tristeza tecnológica. Melancolía virtual. Ansiedad digital. Si hablamos en un principio de la tristeza, puedes entenderlo en ese momento en el que, en un ejercicio de aislamiento autoimpuesto, el mundo real deja de significar algo para darle paso a la vida en redes sociales.
La trama se complica cuando esa vida que transcurre en la pantalla de la computadora o del smartphone, no es una vida mas apacible que la que llevamos fuera de ellas. El sueño digital se convierte rápidamente en una pequeña pesadilla cuando el like de esa persona para tu mejor fotografía no llega jamás. Cuando las palomas azules de Whatsapp no se traducen en una respuesta. Cuando ese tweet cuya composición elocuente y de una claridad fabulosa es ignorado.
Mas aun, la pequeña pesadilla crece en tamaño y alcanza niveles insospechados de drama cuando una discusión sale de todo control y terminas una relación por esas cuatro o cinco palabras carentes de entonación que salieron de tu teléfono, encontrando un estado de ánimo del otro lado que no tenía la paciencia suficiente para aceptarlas.
Las redes sociales son, así, generadoras de infelicidad. Nos atrevemos a decir todo eso que no podríamos decir frente a frente. Lleva nuestra paciencia y nuestra predisposición a la discusión a niveles que pudieron ser desconocidos para nosotros mismos. Las condiciones que el entorno virtual crea son perfectas para que —escudados en el anonimato o no— esas peores partes de quienes somos salgan a la luz de la pantalla. Si esa pantalla eventualmente se apaga, dejando el proverbial espejo negro que da título a la serie de TV, sentimos el deseo imperante de encenderla de nuevo para continuar con el desfile de malas palabras, de argumentos interminables, de buscar el like fácil.
Ansiedad. Todo eso se traduce en ansiedad por la siguiente inyección de bytes. Es algo comparable al estado perpetuo de estar conectado de un escritor. El escritor nunca está realmente en descanso. Su mente repasa una y otra vez los detalles de su trabajo, así que el apagar la computadora no hace mas que una pequeña diferencia en cuanto a continuar con la actividad en su cabeza. Ese fenómeno es ahora algo que no es reservado para el dramaturgo, para el novelista o para el ensayista. Se trata de una experiencia que todos hemos vivido, en menor o mayor grado, que depende enteramente del número de followers y del alcance que quieras lograr.
Triste, sí. Hemos conseguido crear nuevos mundos a los que accedemos desde la palma de nuestra mano. Mundos completos de interacción a los que llevamos esa infección de tristeza, como si se tratara de un virus. Hemos dejado que esa tristeza corra libre, e incluso, le hemos dado diseño para que se encuentre presente y personalizada todo el tiempo. Debemos ser capaces de librarnos de eso, antes de que la sonrisa que se dibuja en nuestro rostro al pensar en una gran idea que merece ser compartida con el mundo, en beneficio de todos, se transforme en una mueca de amargura al anticipar un solo like. Si hemos de ser capaces de dar un revés a esta forma de poder, dejemos que las palabras y las imágenes viajen libres de emociones negativas por nuestras dos realidades, tratando de encontrar satisfacción pura en el mero acto de hacerlo, no por la respuesta que esperamos de los demás. +