De la mirada erecta

De la mirada erecta
INFINITIVOS CUERPOS
Itzel Mar
Viernes 19 de abril de 2019

Toda mirada es invención. La realidad es la de nuestro conocimiento, no la que es. Biológicamente, la vista se desarrolla como un sistema de orientación y supervivencia. Entre más evolucionado es un organismo, más compleja se vuelve su mirada. En el ser humano, es el resultado del sofisticado trabajo del cerebro, que incluye los recursos mentales y las emociones. Por ello, no hay nada tan personal como mirar. Así, nos posamos con los ojos sobre lo existente para tocar y comunicarnos. La mirada construye la experiencia a través de los hallazgos.

Entonces, vemos nuestros conceptos. Y con la memoria revemos. “La emoción está ligada a la imagen. La memoria visual está unida a la emoción”, dice Oliver Sacks. Nadie puede ver lo que yo veo. Me detengo, con curiosidad, frente a ciertas formas que intentan decirme algo… ¡Hay tanto que cobra sentido sólo si es registrado con el silencio!

En la taxonomía de los gozos, mirar ocupa un lugar sobresaliente. Sin embargo, en esta, la era de los excesos, la sobreinformación visual ha transfigurado la mirada en una incómoda manía. Hay tanta oferta de imágenes que terminamos diluyéndonos en el vacío de la desatención, perdidos en un tumulto de estímulos sin sentido. La digitalización de la existencia impone inmediatez. Hay que mirar a los otros, a todos, el mayor tiempo posible, a toda hora, aunque no los conozcamos; estar atentos de sus trayectos, sus horarios, sus fotografías de cumpleaños, sus deseos, sus gustos culinarios, sus pensamientos, sus más preciados secretos. Y para ser parte del juego, hay que exhibirse de igual manera; es preciso mostrar nuestra mejor sonrisa, los recuerdos de la infancia, la fotos con los amigos y la pareja, los logros académicos y los domésticos (como enseñarle a tu perro a no orinar sobre la alfombra). En esta calle de dos sentidos, exhibirse y mirar tienen la misma importancia y suelen convertirse en el centro de gravedad de nuestro día.

Podemos permitirnos cualquier olvido: un documento, las llaves, el almuerzo, pero imposible olvidar el teléfono celular o la tableta electrónica porque es, de inmediato, motivo de ansiedad generalizada: con todo y taquicardia, sudoración abundante, respiración entrecortada y sensación de muerte inminente. El ser aceptado por los otros aunque sea de mentiritas forma parte de la canasta básica de nuestros deseos. El sentido de pertenencia virtual y el exceso se han convertido en afectos. Y no se conoce depresión mayor, ni siquiera descrita en el DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), que la causada por la pérdida del celular.

Hoy es requisito, para existir y ser tomado en cuenta, exhibirse y mirar gratuitamente y con obsesión, a tal grado que Internet, a través de las redes sociales, se ha especializado para satisfacer todos los gustos. Así tenemos que Instagram es el paraíso de los consumidores de imágenes, en tanto Twitter es el templo donde los mirones del discurso se regodean. Y en Facebook cualquier tipo de fisgón y exhibicionista es bienvenido.

A diferencia del voyeur clásico, que era un observador secreto de la vida privada de los otros, quien se tomaba su tiempo para convertir en todo un ritual la observación, el seudovoyeur contemporáneo juega al mismo tiempo la función del mirón y el mirado, en un apresuramiento impuesto que le impide conseguir placer a plenitud porque entre que mira a los demás y mira si ya lo miraron, no se da abasto. Además, ¿cuál es la emoción de contemplar sin la adrenalina que produce la posibilidad de ser sorprendido? Ya no es posible ejercer la imprudencia y la indiscreción, como a la usanza del voyeur tradicional.

En su más amplio sentido, el voyeurismo es la práctica del mirar y detenerse en lo mirado, por puritito gusto. “Dar a ver”, insiste Paul Eluard. Contemplemos con calma La gran galaxia, de Rufino Tamayo; el Pájaro de dos caras, de Juan Soriano; un Autorretrato, de Frida Kahlo. Detengámonos a observar, sin cualquier asomo de prisa, las fotografías de Graciela Iturbide y frente a Nuestra señora de las iguanas respiremos hondo. Regocijémonos, de nuevo, con La ventana indiscreta (1954) y Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. Volvamos a ver La secretaria (2002), de Steven Shainberg.

Y, sin duda, a los que nos gusta mirar con detenimiento, también nos gusta leer. Todo buen lector es un ducho voyeur. Excelentes escritores nos han regalado piezas donde el pudor sale sobrando y la invasión a la privacidad es una provocación. Gay Talese, renombrado periodista norteamericano, escribe el controvertido libro El motel del voyeur (Alfaguara), interesante obra del periodismo narrativo, escrito a lo largo de décadas, sobre un hombre que adquiere un motel y se dedica a espiar a sus inquilinos cuando tienen relaciones sexuales o cuando cometen actos violentos. Con el afán de contar la historia, Talese se convierte en el voyeur del voyeur y abre el debate sobre los límites éticos del periodismo y sobre el perturbador disfrute de lo prohibido. ¿Por qué somos atraídos también por las imágenes aberrantes? La respuesta puede ser la del exquisito fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson: “¡Mirar lo es todo!”.

@aegina23