Todo poemario suele dejarnos, al final de la lectura, con una emoción particular, el pathos aristotélico, producto de la articulación de diversos mecanismos a lo largo de cada verso, estrofa y poema: asombro, decepción, melancolía, miedo, rebelión. Si pensamos, por ejemplo, en El manto y la corona de Rubén Bonifaz Nuño diríamos que su poesía nos somete a la desolación absoluta. Si pensamos en If I told him… de Gertrude Stein quizá será la confusión, la velocidad, la consciencia lo que se apodere de nosotros. Con Howl, de Allen Ginsberg tal vez sea el furor.
En Shérdi y otros poemas sin embargo, no es tan sencillo. En primer lugar, por supuesto, porque es una antología de poemas donde ideas de muchos años y muchos lugares convergen. En segundo lugar porque al leerlo encontraremos voces y sentimientos tan alejados entre sí que quizá, si quisiéramos, podríamos ponerlos a discutir. Polifonía. Una voz nos redescubre a la juventud en lo femenino convirtiendo a la menstruación en vida: “Cuando no puedo dormir, pongo la caracola en mi oído / para escuchar el fluido de mi sangre / la canción de mis latidos / el lento tamborileo dentro de mi cabeza, de mis caderas” (8). Pero la mujer crece y la sensualidad latente en los versos de juventud se transmuta en la figura de un león paseando su lengua sobre el agua, o en una boca chupando shérdi, caña de azúcar pero también a su amado.
Pero en la adultez también llega la consciencia del mundo que convierte a la poesía de la confesión en poesía del testimonio: India, las calles de la ciudad de Ahmedabad y la impotencia: “el sufrimiento es vivir en América / y no poder / escribir una maldita cosa al respecto. / El sufrimiento no es para que te lo cuente. / Ve y conoce a la gente si puedes / y si quieres saber / sobre el hambre, sobre el sufrimiento, / ve y vívelo” (25). Y la voz ya no es la misma voz, y se vuelve ahora hacia la historia de Shiva y Ganesh y se pregunta por los orígenes de la reencarnación, de estos dioses convertidos ahora en seres mortales, en elefantes humanizados bailando un baile desconocido, pero que al terminar el poema, se rehace en la voz para describir al Bremen de la posguerra, y que luego toma un avión hasta Brooklyn para criticar, en un nuevo tono social, a la sociedad estadounidense.
La voz es, además, autoreflexiva y consciente de su papel creador: las imágenes, los sonidos, las palabras, los sujetos mismos que se manifiestan en los poemas, son producto de la construcción meditada y precisa. En el poema “Feminidad” se nos invita a ser parte del proceso de creación: “He pensado mucho en la niña / que juntaba estiércol de vaca en un canasto / a lo largo del camino principal que lleva a nuestra casa / (…) y he pensado mucho, / porque me he sentido incapaz de usarla como una metáfora / usarla para una buena imagen. (…) / Soy incapaz de explicarle a alguien su grandeza / y el poder de la luz a través de sus pómulos / cada vez que descubre un buen, un excelente / montoncito de mierda” (9). Bhatt, nos hace cómplices de su escritura: escribe que no encuentra metáfora y vuelve real a la metáfora. La voz del yo-autora nos toma de la mano y nos explica cómo está hecha su poesía.
La voz va y viene, no es la misma voz nunca. Pero es, a su vez, una voz: la voz de la actualidad, esa voz que no está estática, que no se mantiene inmanente en una sola idea, en un solo lugar sino que se transforma constantemente en la multiplicidad de culturas que convergen en el sujeto, que ya no es ciudadano de un país, de un continente, ni siquiera de una lengua, sino que es visitante y habitante de todos los lugares, que habla con todos los dioses y que no tiene dios, y que no hay sistema lingüístico que pueda albergar su mundo convulso pero a la vez calmo, sino el de la poesía. Su pathos es entonces el de lo real: al leer a Sujata Bhatt uno puede sentirse, al fin, en casa.
En resumen, en Shérdi y otros poemas, Sujata Bhatt construye un viaje lírico que si bien puede tener bases en el desplazamiento espacial de la autora ―sus orígenes en India, su traslado a Estados Unidos a los doce años y su actual residencia en Alemania― va más allá de éste gracias a su exploración de perspectivas multiculturales, identidades propias pero también ajenas, en momentos re-descubriendo la voz de personajes históricos como la pintora alemana Paula Becker que desarrollará su relación con Rainer Maria Rilke por medio del monólogo dramático, y luego volviendo de nuevo al “yo” y su propio viaje donde, con ritmo natural, dará vida y sentido a poderosas imágenes del mundo contemporáneo.