Los caminos de la vida no son como pensábamos: LAS REPUTACIONES, de Juan Gabriel Vásquez

Lo único que posee un hombre es su reputación, su prestigio. Los caminos de la vida, que nunca son lo que imaginábamos, se encargan muchas veces de cuestionar las opiniones favorables que los demás tienen de nosotros, producto casi siempre de un esfuerzo sostenido, de un tesón a prueba de patrañas. Mantener una reputación no es cosa fácil. Implica mucho trabajo y un poco de suerte, sobre todo para no caer en los sublimes placeres de la indolencia.

La necesidad de robustecer el buen crédito divide a la humanidad en dos: los que a fuerza de sudor y sangre logran sus objetivos y los que fracasan, a pesar de sus arrestos o férrea voluntad. Somos, no cabe duda, lo que hacemos, pero también lo que se dice de nosotros, lo que la gente murmura, y eso puede convertirse en una lápida difícil de sobrellevar. Buscamos siempre lo positivo, lo benéfico, aunque no sepamos qué cara tiene, dónde puede hallarse o de qué manera nos interpelará.

En “Las reputaciones”, el narrador colombiano Juan Gabriel Vásquez aborda estos y otros tópicos a partir de un fragmento de vida de Javier Mallarino, un veterano caricaturista que ha ganado su buen nombre trazo a trazo, cartón a cartón, a lo largo de cuatro décadas de oficio. Convertido en una leyenda viviente y objeto de homenajes nacionales, Mallarino es respetado y temido a la vez, pues ejerce la crítica mordaz y la sátira política sin cortapisas, moviendo el lápiz, olfateando y ridiculizando las corruptelas de los funcionarios mediocres. Sin embargo, con la amargura que le otorga el pertenecer a otro mundo, al mundo de los ancianos, al mundo de ayer, Mallarino vive alejado del bullicio citadino, como un animal que se resguarda en la montaña, “como si hubiera comprendido que sus méritos se lo permitían y que ahora, después de tantos años, era la vida la que debía buscarlo a él”. Los acontecimientos, en efecto, le llegan por la pantalla y el periódico, pero no de forma directa. Mira la realidad a la distancia, desde el observatorio que le proporciona la soledad y el hastío. Su presente es tan vaporoso que se parece mucho al pasado, ese pasado desconcertante que volverá de la mano de Samanta Leal, una amiga de la infancia de su hija Beatriz.

La reaparición de Samanta Leal disfrazada de periodista en la vida del viejo Mallarino establece un antes y un después en la historia misma de su reputación. Samanta busca información, quiere saber lo que años atrás sucedió en la casa del caricaturista, durante una fiesta a la que fue invitada por su amiguita Beatriz y en la que irrumpió, enclenque y temeroso, Adolfo Cuéllar —un congresista conservador al que Mallarino había dibujado más de una vez en los últimos años— para suplicar un cese al fuego mediático, la suspensión definitiva de su escarnio público. Cuéllar es la antítesis perfecta de Mallarino: un tipo despreciable, imbécil, cobarde y abusivo, de esos que siempre llevan su reputación “parada en el hombro como un loro, no, anudada al cuello como lleva un culebrero su culebra”. En suma, un hombre carente de espíritu, preocupado por el qué dirán pero, al mismo tiempo, capaz de aprovechar la confusión producida por una travesura infantil para ultrajar a una niña ebria e inconsciente, la propia Samanta.

La reputación de Mallarino le obliga a denunciar la violación con un cartón publicado dos días después en el periódico para el que trabaja. Así comienza el declive de Cuéllar que terminará suicidándose, pero no por lo que hizo, sino porque “lo que más les molestaba a los caricaturizados, según lo había comprobado Mallarino con los años, no era verse a sí mismos con sus defectos, sino que los demás los vieran: como cuando sale a la luz un secreto, como si sus huesos fueran un secreto bien guardado y Mallarino lo hubiera revelado de repente”. Así, pues, la pérdida irreparable de la reputación de Cuéllar lo lleva a la muerte, al tiempo que conduce a Samanta a un doloroso ejercicio de memoria y a Mallarino a una crisis existencial que le obligará a recapitular toda su trayectoria. Aunque necesaria, el caricaturista sabe que la admiración no es suficiente para mantenerse atado a una vocación que se va desgastando poco a poco y que el prestigio, por más sólido que parezca, termina por disiparse tras la muerte de quien lo posee.

Con una prosa compleja pero que se deja leer de un tirón, inteligente, sensible y que permite la introspección y el análisis de caracteres, Juan Gabriel Vásquez ha construido una obra sobre la memoria y el olvido, sobre la insatisfacción y la tristeza, sobre el desencanto que va creciendo con los años y, más aún, sobre la posibilidad de sostenerse en un mundo plagado de accidentes que pueden destruir o encumbrar una vida en segundos. Además de ser una novela sobre el prestigio social, “Las reputaciones” es también una novela sobre la honestidad personal y la fuerza de la vocación. Honestidad y fuerza que todos, en mayor o menor medida, debemos reafirmar diariamente si queremos seguir haciendo lo que hacemos.

Por: Lobsang Castañeda

Imagen: Portada del libro “Las reputaciones” de Juan Gabriel Vásquez. 
Mascultura 23-Oct-13