De vuelta a los clásicos: “La educación sentimental” de Gustave Flaubert

Clásico es aquel libro que se ha convertido en muestra representativa de la época en que fue escrito y que marcó el camino para las siguientes generaciones de escritores y de lectores. Estos clásicos son como puertos a donde todo lector puede llegar para quedarse largo tiempo, cuando se ha fatigado en el mar de las novedades editoriales.

Hacia las seis de la mañana del 15 de septiembre de 1840, próximo a zarpar, el Ville-de-Montereau despedía grandes torbellinos de humo delante del muelle de Saint-Bernard.

La gente llegaba sin aliento; las barricas, los cables, los cestos de ropa blanca dificultaban la circulación; los marineros no contestaban a nadie; tropezaban unas con otras las personas; los bultos subían por entre los dos tambores, y el bullicio se absorbía en el ruido del vapor, que, escapándose por las tapaderas de hierro de las chimeneas, todo lo envolvía en una nube blanquecina mientras la campana sonaba avante sin cesar.

Un joven de dieciocho años, de pelo largo, que llevaba un álbum debajo del brazo, estaba inmóvil cerca del timón. A través de la bruma contemplaba campanarios y edificios, cuyo nombre ignoraba; después abrazó en una última ojeada la isla de Saint-Louis, la Cité, Notre-Dame, y muy pronto, al desaparecer París, lanzó un suspiro prolongado.

Frédéric Moreau, que acababa de recibir el título de bachiller, regresaba de Nogent-sur-Seine, donde debía languidecer durante dos meses antes de ir a cursar derecho. Su madre, con la suma indispensable, le había enviado al Havre a ver a un hermano suyo, del cual esperaba que fuese heredero su hijo; volvió de allí la víspera, lamentaba no poder permanecer en la capital, siguiendo, para llegar a su provincia, el camino más largo.

Se apaciguó el tumulto; todos ocuparon su sitio: algunos, en pie, se calentaban alrededor de la máquina, y la chimenea despedía con resoplido lento y rítmico su penacho de humo negro; gotitas de rocío resbalaban por los cobres, el puente temblaba al impulso de una pequeña vibración interior, y las dos ruedas girando rápidamente golpeaban el agua.

El río se veía costeado de playas arenosas; se encontraban algunas balsas de madera que ondulaban al compás de las olas, o lanchas sin velas en que pescaba un hombre sentado. Luego, las brumas errantes se fundieron, apareció el sol, descendió poco a poco la colina que seguía el curso del Sena, por la derecha, surgiendo otra, más próxima, en la orilla opuesta.

La coronaban algunos árboles en medio de casas chatas, cubiertos de tejados a la italiana, con jardines en declive, separados por muros nuevos, verjas de hierro, céspedes, templadas estufas y tiestos de geranios, espaciados con regularidad en terrazas provistas de antepechos. Más de uno, al divisar aquellas coquetonas residencias, tan tranquilas, deseaba ser propietario, para vivir en ellas hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer, o cualquier otro sueño. El placer enteramente nuevo de una excursión fluvial facilitaba las expansiones. Ya los bromistas empezaban con sus gracias; muchos cantaban; la gente estaba alegra y se tomaba copas.

Frédéric pensaba en el cuarto que ocuparía en su casa, en el plan de un drama, en asuntos para cuadros, en futuras pasiones. Juzgaba que la felicidad merecida por la excelencia de su alma tardaba en venir. Declamó versos melancólicos; paseaba por el puente con rápido paso, se adelantó hasta el fin, del lado de la campana, y, en un círculo de pasajeros y marineros, vio a un señor que decía galanterías a una aldeana, jugando mientras con la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. Su busto vigoroso llenaba una chaqueta de terciopelo negro; en su camisa de batista brillaban dos esmeraldas y su ancho pantalón blanco caía sobre unas botas raras, coloradas, de cuero de Rusia, bordadas con dibujos azules.

La presencia de Frédéric no le detuvo. Se volvió hacia él muchas veces, interpelándole por medio de sus hijos; después ofreció cigarrillos a cuantos le rodeaban. Pero harto de aquella compañía, sin duda, se fue más lejos. Frédéric le siguió.

MasCultura 23-dic-2016