Andrés y John: Talentos rabiosos

Un día de marzo de 1969, John conectó el extremo de una manguera al tubo de escape de su coche, metió el otro lado por una de las ventanas, se encerró en el carro, dejó a la vista una nota para sus papás, y espero allí hasta que el dióxido de carbono fuera despacito llenando el interior de la máquina y sus pulmones. Tenía treinta y un años.

John siempre había querido ser escritor, soñaba con ver su novela publicada, con que otros vieran lo que él veía: una obra maestra desplegándose dentro de los ojos de si no cientos de miles de lectores, por lo menos de algunos, los suficientes como para sentir que había llegado. Pero nunca pasó. Terminó de escribir La conjura de los necios (Anagrama), la mandó a un reconocido editor y, aunque éste no la rechazó completamente, lo mandó a hacerle cambios y cambios, hasta que John Kennedy Toole se desanimó; terminó por dejar que ese ego que por un lado le decía que era un genio, y por otro lo convencía de que no servía para nada, lo sacudiera; dejó que sus monstruos se lo tragaran y lo arrastraran por los callejones de la depresión hasta llevarlo a ese coche, a esa noche de marzo. Ahí se quedó John, pensando que era un fracasado. Ya no vio que un montón de años después de esa noche su mamá lograría que publicaran su libro, y que además ganaría el Premio Pulitzer, e iba a ser leído por millones de lectores en varios lugares del mundo.

Ocho años después, en el mismo continente pero mucho más al sur, en Cali, otro día de marzo, a los veinticinco años, Andrés recibió el ejemplar de su primera novela editada, ¡Que viva la música! (Debolsillo) Luego ingirió sesenta pastillas de secobarbital, y después de unos segundos cayó fulminado delante de su novia. Andrés Caicedo ya se había intentado matar dos veces antes, porque pensaba que eso de vivir más de veinticinco años era una ridiculez. Quería morir joven, pero quería dejar obra; quería ser una leyenda, pero a diferencia de John no le interesaba la fama, ni hacer carrera ni nada de eso.

El mundo le dolía demasiado como para seguir vivo, y la visión romántica de verse a sí mismo como una leyenda era poderosa. El suicidio es poderoso. El suicidio vende. Mandar a la chingada la vida, tener los huevos para gritarle en su cara: ¡hasta aquí llegué! ¡Vete al carajo!, puede convertirlo a uno en una leyenda. Eso, claro, si el que se suicida tiene un talento rabioso, y si lo que escribe es más revolucionario y desafiante que el mismo acto de acabar con su propia vida. John añoraba pertenecer, entrar al círculo adorado. Andrés no. Para él la leyenda era suficiente. Se puede ser leyenda sin seguir en el mundo, sin tener que soportar lo que se tiene que soportar en esta vida. Uno quería entrar y se murió despechado.

El otro siempre se vio yéndose, antes de que lo terminaran de despechar. ¿Podrían los dos sin haber sido alumbrados por el morbo místico del suicidio ser las figuras míticas que son ahora? No sé. El morbo es cabrón y a todos nos arrastra con su oscuro llamado. ¿Qué tanto se puede separar la obra de la leyenda? ¿Hasta dónde son lo mismo? No sé. Lo único que sé es que los dos libros que estos dos tipos escribieron eran por sí mismos outsiders; libros distintos, raros, rabiosos, con el dolor y la furia y el coraje de tener que crecer en un mundo donde no se puede crecer, donde no se debería crecer a flor de piel. Ambos libros no tenían nada que ver con lo que se escribía en la época o con lo que creaban otros artistas contemporáneos.

Los dos libros tienen como protagonistas a personajes extremos, limítrofes; dos adolescentes: una de diecinueve, rubísima, siempre excesivamente viva; el otro, un adolescente emocional de treinta años, gordísimo, rarísimo, patético. Los dos personajes luchan por escapar de la mamá, de papá, de esas figuras que aman y desprecian, a las que les deben todo y de las que más lejos necesitan huir. Dos libros vertiginosos, cagadísimos, dolorosos, brutales, y jóvenes, muy jóvenes; adelantados, impetuosos: ¡frescos! Ambos libros de dos escritorazos que se fueron demasiado rápido; textos de dos tipos que nunca se leyeron, ni supieron el uno del otro, pero que escribieron dos novelas inspiradoras para todos los escritores que añoramos escribir con esa rabia, con ese vértigo; libros que los lectores que queremos leer libros no aprobados por el canon, que queremos descubrir joyas lejos de las lecturas que por fuerza quieren vendernos los que aprueban la corrección literaria, debemos leer.

Por Alejandro carrillo Rosa

MasCultura 07-abril-17