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Phillip Lopate leyendo el ensayo más personal de su vida: “Retrato de mi cuerpo”

El escritor Phllip Lopate (Brooklyn, Nueva York, 1943) visitó la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara para presentar Retrato de mi cuerpo, un libro en el que a través de 13 ensayos interconectados a partir de 2 ejes temáticos (Primera parte: El paseo del escéptico; segunda parte: El ego ineludible), Lopate cuenta detalles y encuentros de su “vida urbana cautelosamente ordinaria”, que no sólo divierten por la grandilocuencia lírica de su protagonista, sino por la empatía que despiertan…

… que es justo una de las pretensiones del autor: “Deseo referir el modo en que el mundo se presenta ante mí porque creo que es un indicio de cómo se presenta ante los demás. Y si mi percepción del mundo es diferente de la del lector, mis peculiaridades afianzarán su sentido de individualidad.”

Es así que en el ensayo Confesiones de un callador de bocas, Lopate se autoproclama “un sargento de armas que ordena guardar silencio a la gente que hace ruido en el cine.” En La mujer invisible, cuenta su encuentro con Lori Becker, una treintañera artista que lo contacta para pedirle que escriba un perfil sobre ella, como parte de un proyecto artístico en el que está trabajando; Phillip accede encontrarse con la mujer en su estudio, en donde descubre a una joven artista que está más preocupada por obtener fama antes que trabajar para ganársela: “Parece comprensible, en una sociedad donde la fama legitima la identidad de modo inequívoco, que aquellos que no han hecho nada que pueda avalarla se sientan, con todo, injustamente victimizados por su anonimato y mediocridad.”

 

Y en Retrato de mi cuerpo, el ensayo que da título al libro, Lopate hace una minuciosa descripción de su persona sin sentir ninguna clase de vergüenza, es un ensayo, como él lo dijo en entrevista para la revista Lee+, sobre “desapego” y “autoaceptación”; y para nuestra fortuna, cuando le pedimos leyera un fragmento de alguno de sus ensayos para máscultura, justo eligió Retrato de mi cuerpo, que si ya es una gozo leerlo, lo es más escucharlo en voz de su propio autor. Disfrútenlo.

Lee el fragmento en español de la lectura que Phillip Lopate hizo de su ensayo Retrato de mi cuerpo.

 

Retrato de mi cuerpo

Soy un hombre inestable. Cuando estoy sentado, la cabeza se me inclina hacia la derecha; cuando camino, la parte superior de mi cuerpo se encorva hacia delante, en un intento furtivo por ver de antemano lo que hay en la calle. De un modo u otro, siempre parezco estar fuera de mi eje —o “descentrado”, para usar la jerga del holismo. Esta postura astrosa —la tendencia a hundirme, a enroscarme a adoptar una pose que denota pereza— sin duda contribuye a mi dolor lumbar. Durante un tiempo corregí mis malos hábitos, hice ejercicios matutinos, me sentaba erguido y respiraba hondo, pero un demonio interno, que insiste en ver el mundo desde una posición descoyuntada, se rehúsa a la perpendicularidad.

 

Creo que si fuera más ancho de espaldas podría anclar de manera sólida. Pero mi espalda es angosta, apenas más amplia que mi cadera. Por eso, ir a comprar trajes siempre ha sido embarazoso. (En Vida con Picasso, Françoise Gilot narra que el artista era tan susceptible en relación con su figura —en su caso, puro torso, sin piernas— que se empecinaba en que el sastre tomara sus medidas en casa.) En mi infancia, en Brooklyn, mi héroe era Sandy Koufax, pitcher judío de los Dodgers. En los recesos de los ensayos del coro hebreo, que tenían lugar en Feigenbaum’s Mansion & Catering Hall, fantaseaba con ponchar a tres bateadores en línea, e incluso con hacer abanicar a veintisiete bateadores, uno tras otro. Mi tronco poco desarrollado puso fin a esa identificación; me volví escritor y no un Koufax.

 

Se me ocurre que inclino la cabeza incesantemente como una forma de distraer la atención del observador y lograr que no repare en su pedestal calamitoso. Quiero que las personas se concentren en mi cabeza, en parte porque habito mi cabeza casi todo el tiempo. Mi hermana, una masajista profesional, a menudo me advierte sobre las consecuencias —tensión en el cuello, por ejemplo— que pueden surgir cuando uno no consigue integrar el cuerpo y la mente. Una vez, hace más o menos una década, estábamos en la playa y ella escudriñaba mi cuerpo con el ojo crítico de una hermana.

 

—Te estás poniendo fofo —dijo—; deberías hacer ejercicio todos los días. Yo lo hago y mírame: ni una pizca de grasa.

 

Estiró la piel de su vientre, celebrando sus atributos físicos, como es su costumbre, con el entusiasmo de un merolico.

 

—Pero —me dio por mi lado— tienes una cabeza poderosa. He ahí un rasgo intenso…

 

Una alumna de posgrado (un poco lunática) decía que con frecuencia veía un aura alrededor de mi cabeza, mientras yo daba clase. Una razón por la que me gusta enseñar es que unos quince pares de ojos anhelantes se enfocan en mí con tal intensidad paranoica que, a mi vez, no puedo sino emitir un aura.