La niña perdida de José Emilio

La niña perdida de José Emilio

13 de noviembre de 2020

Jesús Pérez Gaona

Revelándose ante nosotros, varios temas se repiten en los libros de José Emilio Pacheco. Intereses inagotables. Manías. Fijaciones de las que se sirvió toda la vida. Identifiqué algunas en sus obras de ficción, aunque podría haber más en su “Inventario»”. Hablo de pasajes bíblicos, del fin del mundo, de los cangrejos, del mar, Veracruz, los naufragios, las ruinas humeantes, del constante juego entre rebasar los límites de la nostalgia o regresar a las profundidades de la melancolía.

“Uno tras otro le devuelvo al mar/ los restos de las ruinas de mis naufragios»”, así comienza “Travesías”, un poema que condensa algunas de estas obsesiones. «”Y me quedo en la orilla como un cangrejo/ que no sabe ser pez ni araña/ y, por buscar la dulce oscuridad cavando en la arena,/ termina por morir en el agua hirviendo”.

Pero hay una idea que se repite e invade gran parte de su creación literaria como una piedra de toque a la que regresa, revisita, reescribe, en poemas, cuentos, crónicas, guiones de cine. En medio del silencio caótico de su biblioteca, detrás de esos gruesos lentes de pasta, encorvado de tanto buscarla en historias de otros, de tanto escribirla en historias propias, José Emilio convirtió a una niña perdida en arquetipo, metáfora y fábula de su obra.

Esa niña perdida que se llama Ana Luisa en “El viento distante”, que es un niño raptado en Chapultepec en “Tenga para que se entretenga”, que es una anciana a la que busca Carlos en Las batallas en el desierto (1981), y que aparece en poemas como “Una tarde” (“nos dejamos de ver a los veinte años, no nos reconoceríamos ahora”) o en “La casa (una estación de amor)” (“ahora sí he perdido a la niña para siempre”). Y que encarna esencialmente en Lupita, esa “loca del muro” del increíble cuento “La niña de Mixcoac”, cuya historia es entrañable. “Entre los condominios, las escuelas, las cadenas de tiendas, las refaccionarias, los lotes que venden automóviles, no puedo hallar ni siquiera vestigios del asilo psiquiátrico ni de la casa de las Dunne. En México todo se va como si nunca hubiera existido”.

Por esto último, la niña perdida de Pacheco podría revelarse como la literatura misma, el oficio de lector, la aventura de la escritura, que desde su mirada no podría ser sino pesimista. “Es demasiado el equipaje No puedo/ llevarme ni siquiera una hoja muerta/ y calada de invierno/ A falta de una cámara  un pincel/ o habilidad para el dibujo  me llevo/ como única constancia de haber estado/ estas pocas palabras”, escribió en “Souvenir”. “No actué mal/ mi papel de bufón didáctico./ Al menos no aburrí a la concurrencia/ y obtuve algunos aplausos./ Con el pago podré escribir./ Lo difícil/ será mirarme al espejo”, se lee en la parte titulada “Papeles” del largo poema “Astillas”, luego de comparar el zurcido de poemas con la labor de las arañas, “la forma en la que la baba se vuelve seda”. Telarañas: “Dura poco su arte. La gente se complace en destruirlo. Por hermosas que sean, las telarañas se relacionan con el olvido, el abandono, la ruina. O cosas peores: la trampa, la tortura, la muerte”. Virgilio y Dante mirando a la mujer araña, según los grabó Gustave Doré.

También, la niña perdida como la casa, el barrio de Roma-Condesa, la Ciudad de México, “el lugar que ya no está”, según bautizó a todo esto en Como la lluvia (2009). “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”, este es el famoso final de Las batallas, cuya adaptación al cine contagió de tristeza a los cursis corazones de muchos fans de Café Tacuba, pero borró cualquier sentimiento de quebranto por ese México de los recuerdos.

En cambio, lo que sí podemos ver en Mariana, Mariana (1987) es la pérdida de José Emilio como el abandono de la inocencia. No sólo “crecer, dolorosamente crecer” (“Tarde de agosto”), sino también adolecer, la dolorosa conciencia del ser y sus enigmas. La niña perdida como “el misterioso sexo escondido” (Las batallas), o como el descubrimiento de la mentira y las injusticias. “¿Por qué tienen que pegarle etiquetas a todo? ¿Por qué no se dan cuenta de que uno simplemente se enamora de alguien? ¿Ustedes nunca se han enamorado de nadie?”, reprocha Carlitos. Un niño que muy bien pudo lanzar un quejido similar al de Jorge de “El principio del placer”: “Si, en opinión de mi mamá, ésta que vivo es ‘la etapa más feliz de la vida’, cómo estarán las otras, carajo”. Esta sensación le gustaba a Pacheco, cualquiera que fuese el motivo verdadero. Y si acaso no encontró lo que tanto buscó quizá sea porque lo que deseaba era la pérdida misma. +