La feminidad no se transforma, se destruye

La feminidad no se transforma, se destruye
09 de abril de 2020
Adriana Romero-Nieto

Había una vez en que todas las mujeres soñaban con ser femeninas. El ideal de mujer era aquella que se pavoneaba con su falda pomposa, tacones y perfectamente maquillada con Revlon, a quien no se le movía un pelo mientras aspiraba con la nueva Hoover, hacía hervir la sopa Campbell’s y mecía al recién nacido con el único pie libre mientras esperaba a que llegara el marido. El orden establecido dictaba una clara construcción binaria: hombre-mujer, según la cual cada quien sabía su lugar y aspiraciones. La vida aparentemente fluía, pues no hay nada más sencillo que vivir de acuerdo con las convenciones. El orden dominante proporciona una noción de seguridad que al ser humano le permite definirse sin ambigüedades ni incongruencias. Así, la feminidad como objetivo estaba tan arraigada que se asentó en la conciencia de las mujeres y aniquiló su capacidad de cuestionar. Y es que, en el fondo, ninguna de esas mujeres quería dejar de ser precisamente mujer.

Tal vez por eso, hoy, a las feministas se les dice que quieren ser menos mujer. O ser más hombre, o tal vez son todas lesbianas y hasta quieren cambiar de género. Y es que aquellos que hacen estas afirmaciones insensatas consideran que la solución que propone el feminismo ante la gran crisis del sistema patriarcal es la del desplazamiento del género femenino –entiéndase “género” como sinónimo de sexo biológico– y la transmutación al masculino. Claro, es que las feministas sueñan con un mundo poblado de hombres. El falo como eje del mundo.

La propuesta es más que risible; sin embargo, de este absurdo se desprende cierta verdad: la feminidad, como se nos ha enseñado desde hace siglos, ha llevado a las mujeres a cumplir estereotipos estéticos y sociales que “son ecos fieles a la didáctica masculina”, señaló Carlos Monsiváis en Misógino feminista. En ese sentido, destruir la feminidad es uno de los mayores actos libertarios, pues significa salirse de la estructura simbólica masculinista y atentar contra la estructura del sistema.

Como afirma la teórica feminista chilena Margarita Pisano en El triunfo de la masculinidad: “La feminidad no es un espacio autónomo con posibilidades de igualdad, de autogestión o de independencia, es una construcción simbólica y valórica diseñada por la masculinidad y contenida en ella como parte integrante”. Es decir, la feminidad es en realidad un espacio constreñido en el cual a las mujeres les es imposible reinventarse. Una camisa de fuerza que erróneamente se les ha enseñado a venerar bajo la falsa premisa de que las hebillas alrededor del pecho y las mangas larguísimas que mantienen sus manos atadas las ayudarán a empoderarse.

En pocas palabras, a la feminidad se la ha querido vestir con el uniforme del feminismo cuando en realidad lleva el del adversario. Se la ha visto como la configuración de la identidad de la mujer e incluso como un signo de rebeldía ante la masculinidad. No obstante, la feminidad o la “sensibilidad femenina” en realidad es un doble agente, pero que atiende a un solo amo, pues instala a las mujeres en los roles y espacios fijos designados por la misma masculinidad: puta de catálogo, compañera de vida, madre abnegada, noviecita santa, puta de la Merced, reina de belleza, mujer fatal, virgencita… Un listado amplio de arquetipos que reducen a la mujer a personajes unidimensionales que no admiten la construcción de la individualidad ni la inconsistencia que conlleva. “Social y culturalmente, la mujer es más objeto que sujeto, y en ese orden de cosas su ser le resulta al patriarcado un reflejo del ser verdadero”, nos recuerda Monsiváis.

Por ejemplo, la ira y su expresión es un sentimiento que comúnmente se asocia a lo masculino y las mujeres “desde niñas aprende[n] a asimilar la rabia como algo antifemenino, poco atractivo y egoísta”, explica la escritora y activista Soraya Chemaly en Rabia somos todas. La pauta social dicta que el enojo femenino normalmente se contiene, se reprime, ya que su expresión pública perturba la imagen que se ha construido de la feminidad: de la condición de “ternura”, de la imagen de “ser comprensiva”, de la reputación de “decencia”, de la apariencia de “buena mujer”. De modo que tan pronto una mujer expresa su ira es tildada de “loca”, “histérica”, “bruja” y, sí, de “mala mujer”. “Calladitas se ven más bonitas”, reza el dicho popular que para las mujeres significa: no cuestiones, no exijas, no te quejes, no reclames, no expreses tus necesidades. Y es que al hacerlo te convertirás en una persona irritante, se te retorcerá el rostro y te verás fea.

Lo anterior es solo la punta del iceberg, pues la mayoría de las veces las mujeres que pretenden transmitir intentos heterodoxos de la condición femenina son señaladas o, en el peor de los casos, recluidas. Anécdotas como estas sobran en la historia, en la literatura y en el cine: el personaje de Clarissa, de la emblemática novela de Virginia Woolf, La señora Dalloway, que remarca el represivo rol social de las mujeres del periodo de entreguerras y cómo la locura es el único y último recurso de la protagonista; las mujeres encerradas en psiquiátricos durante el franquismo por no cumplir con los requisitos del nacionalcatolicismo, como lo relata la novela El placer de matar una madre de Marta López-Luaces; las memorias de Susanna Kaysen, que más tarde se convirtieron en la película Inocencia interrumpida, donde la protagonista, debido a sus inseguridades y confusión en sus relaciones con sus amantes, es diagnosticada con trastorno límite de la personalidad; la historia de Carol Ledoux, quien sufre de aversión sexual y miedo a los hombres en la película Repulsión de Roman Polanski, por mencionar solo algunas.

Trastocar la feminidad significa, primero que nada, abandonar la zona de confort y, en segundo lugar, un valiente acto de rebeldía. Al destruir esa vieja camisa de fuerza, las mujeres se alejan del modelo conocido que solo les permite asomar fragmentos de su ser y se permiten mostrarse ante el mundo como mujeres completas, sin la etiqueta que alguien más les dijo que debían cumplir; pero, sobre todo, se convierten en alguien dotado de conciencia, en ciudadanas participativas, en agentes de cambio. Y, entonces, son una verdadera amenaza para el sistema patriarcal creado por y para cierto grupo de hombres.

Sabemos que el desmantelamiento de la feminidad no es un combate sencillo. El sistema ha encontrado modos sutiles de dominación y, por ende, cada vez es más difícil combatirlo. A la libertad sexual le sobrevino la cosificación del cuerpo femenino, a la integración en el mundo laboral le sucedió la exigencia de ser una empleada de excelencia sin descuidar los deberes del hogar, al derecho a la píldora anticonceptiva le transcurrió el consentimiento a una serie de reacciones adversas para el cuerpo, al acceso al divorcio en ocasiones le conllevó el señalamiento social. “Debemos tener mucho

cuidado de los análisis triunfalistas de avance, de los lugares conquistados, del espejismo de retirada de la vieja estructura patriarcal. El concepto de patriarca puede estar sujeto a discusión, a remodelación; sin embargo, lo que no se ha cuestionado es la cultura de la masculinidad”, nos advierte Pisano.

Es imperativo, entonces, que se reflexione el lugar político-cultural de la mujer al margen de la “feminización”. Solo a partir de que la mujer se extraiga y rebele de las estructuras de poder preponderantes (que van desde aquellas del dominio político hasta las del imaginario), bajo las cuales se le ha asignado un papel secundario –como en los abalorios de nuevos derechos conquistados–, adquirirá verdadera autonomía. Por ello, es necesaria una nueva consigna que grite: la feminidad no debe transformarse ni desplazarse, sino destruirse. +