Evidencia y certeza
07 de julio de 2020
Óscar de la Borbolla
Una de las muchas rutas que pueden adoptarse para pensar es distinguir entre dos conceptos que generalmente van ligados y que, no pocas veces, su confusión ha tenido consecuencias desastrosas. Esos conceptos son: evidencia y certeza. Generalmente, lo que consideramos evidente se nos impone como certeza, o dicho en otras palabras: creemos en lo que vemos. Y en principio parece bien, incluso obvio. Aquí intentaré reventar esa obviedad.
En primer lugar: recuérdese que la palabra “evidente” proviene (me brinco los latines) de la palabra “ver”; y que la palabra “certeza” viene del término “cierto”. Damos por cierto lo que vemos, es decir, lo visto —lo creemos ciegamente— es tal y como lo vemos. (Deliberadamente he elegido las palabras anteriores para mostrar con ellas una paradoja: lo que vemos nos ciega.) Así, la evidencia funda nuestra creencia en que las cosas son como las vemos.
Hay una experiencia que todo el mundo ha tenido en la infancia. Me refiero a aquellas ocasiones en las que despertábamos a mitad de la noche y veíamos un rostro en la semioscuridad del cuarto. Era un rostro amenazante que nos acechaba desde la oscuridad y que nos aterraba. Yo, lo confieso, pegaba un grito. Al encender la luz descubríamos que el rostro terrible no era más que un montón de ropa inofensiva que nosotros mismos habíamos dejado en el respaldo de una silla. Me interesa este ejemplo porque en él está la clave: vimos con total contundencia (una evidencia es eso) y lo dimos por cierto, se nos impuso una certeza absoluta. La liga que va de ver a creer no necesariamente es correcta. No hubo error en la visión, puesto de que lo vimos lo vimos; el error, como decía Descartes, estaba en el juicio de realidad, en dar por bueno lo que vemos.
El mismo esquema tuvo la teoría geocéntrica: en esa época todos veían (nosotros lo seguimos viendo) que el sol sale, sube y desaparece en el ocaso, y que la cúpula celeste también gira en torno de nosotros. Estas evidencias, sin embargo, producían una falsa certeza: creernos el centro del universo. ¿Cómo ir contra esta evidencia, si es indudable que así veían, y seguimos viendo, el movimiento del sol: como si girara alrededor de nosotros? Pues reparando en pequeños indicios, en algo que no cuadra con la teoría geocéntrica. Por ejemplo, se me ocurre un posible indicio: si el sol gira en torno de nosotros describiendo un círculo, o sea, manteniéndose equidistante, ¿por qué en unas épocas hace calor, y en otras frío?
Pensar es separar evidencia de certeza, pensar es darle una importancia mayúscula a los pequeños indicios, a esos vestigios o huellas que no cuadran con una explicación que se nos impone como certeza: pensar es poner en duda nuestras certezas.
Distinguir entre evidencia y certeza es un trabajo que parece imperioso en todos los campos de la vida: desde la ciencia hasta el amor, pues es igualmente equivocado pasar de una sonrisa —y todo lo demás— a creer que nos quieren, como equivocado es apoyarse en un cierto número de evidencias para concluir que nuestra teoría es cierta. Y hoy, no solamente es imperiosa la distinción entre evidencia y certeza sino vital, porque la gente no piensa, es decir, no distingue esos indicios que nos dicen a gritos que nuestras convicciones, el conjunto de nuestras certezas no sirven para explicarnos cabalmente la diversidad del mundo.
La proliferación de imágenes en internet nos brinda tal cantidad de “evidencias”, que entonces nuestras certezas dependen del bando que suba más imágenes u opiniones. Poner en duda aquello de lo que estamos convencidos es pensar. +