Cuento Inédito: "El cosmos habla"
En la discusión que tuvo Lacan con Mircea Eliade sobre el significado del símbolo, Eliade no sabía que su inferencia etnológica de la búsqueda de lo sagrado sería alimento de las conclusiones epistémicas más dogmáticas del siglo siguiente. Escribo esto desde mi escritorio en un cubículo de la universidad, donde pasé la mayor parte de mis días luego de que mi madre muriera.
Cuando mi madre me sacó de la secundaria para llevarme a la comuna de Osho, nunca pensé que lograría tener una vida común y corriente como la que tuve antes de entrar a ese lugar, era pues improbable que después de esos años lograra algo significativo, incluida la cordura. Era una muchacha clase media, hija de una madre soltera cuyos desequilibrios eran más profundos de lo que la familia suponía. Nunca conocí a mi papá, mis abuelos tampoco hablaban de eso. Vivíamos en Coyoacán, en una de las calles más bonitas del centro, sobre Xicoténcatl; aunque la casa de mis abuelos ya necesitaba mantenimiento, pues las paredes se estaban cayendo y los muebles lucían cada vez más desgastados, era una casa muy agradable. La vida no era fácil con mi madre que constantemente cambiaba de humor, del amor incondicional a la rabia más profunda, en algunas ocasiones me estrellaba contra la pared cuando no cumplía algunas de las tareas para luego regresar llorando a pedirme perdón. A mis 14 años ya sabía cómo manejar algunas situaciones con mi madre y cómo evadir sus ratos de locura. A pesar de todo era una mujer inteligente o al menos más inteligente que el promedio, coleccionaba discos de la nueva trova latinoamericana, rock americano, revistas americanas y asistía a un grupo de meditación.
Recuerdo que iba en segundo de secundaria, estaba a unas semanas de cumplir 15 años cuando llegué a la casa de mis abuelos esperando que la comida estuviera servida y mi madre dijo:
—Lili, nos vamos a los Estados Unidos, te va a encantar.
Yo no sabía si creerle, pues constantemente prometía cosas que nunca cumplía; pero hablaba tan en serio que a la semana siguiente ya estábamos en un avión con destino a Oregon. Mis abuelos me dijeron que era cuestión de una semana o dos para que mi mamá regresara corriendo a casa, pues no estaba acostumbrada a hacer ningún tipo de trabajo o esfuerzo. Me explicó que asistiría a una nueva escuela, donde me sentiría más libre y podría ser yo misma y ella encontraría la alegría de la existencia. Lejos de mis abuelos, de sus conductas impostadas y de sus regaños, ella podría ser una mejor madre y yo una mejor hija.
Al principio supongo que le creí, incluso traté de adaptarme, pero mi vida ya no iba a poder ser tan inocente como hasta entonces. Al aeropuerto pasó una mujer por nosotros en una camioneta con asientos de piel. La mujer sonreía y nos recibió con entusiasmo. Lo primero que pasó al llegar a este nuevo lugar llamado “comuna” fue que nos hicieron despojarnos de nuestras ropas y yo tuve que entregar mis historietas de Mafalda, mis discos de los Beatles y mis pantalones de todos colores. En su lugar nos dijeron que era mejor que usáramos ropa deportiva para las sesiones en el salón principal, y la bata naranja para cuando hiciera su aparición Bhagwan Shree Rajneesh o para algunos ejercicios de meditación. La primera vez que fui a una de las sesiones de meditación me aburrí, aunque todos los adultos se entregaban con fervor a los cantos, lloraban y decían que amaban a Osho, yo me iba en mi mente a cualquier otra parte que no fuera ese preciso momento. Bagwan se sentaba en su silla y cruzaba sus piernas listo para dictar alguna meditación o llamar a algunos miembros de la comuna, los rebautizaba y nunca sabíamos cuándo nos tocaría a alguna de nosotras.
Mi madre decía que yo podría alcanzar la iluminación a la edad de 23, igual que el maestro. Si me esforzaba lo suficiente por sentirme viva, en un peak moment, en la experiencia cumbre mantenida hasta el infinito, si me esforzaba por ser sabia y sentir el sol caer, el viento sobre los músculos del cuerpo. Lo que yo veía era gente bailando afanosamente como en las sectas cristianas o como los quákeros. Veía a todos gritando, buscando liberar no sé qué dolor, un dolor igual al mío, pero mi dolor estaba relacionado con no poder tener una vida normal, en mi país, con mis amigos, cerca de mis abuelos y con comida que me gustaba como las quesadillas de chicharrón del mercado. Hombres y mujeres de todas partes iban y venían el primer año, como Peter, un alemán de rostro grave que asistía a las sesiones de meditación con una cara de seriedad y que luego, años después, escribió El Parque Humano; él hablaba mucho con la amiga de mi madre, Lisa. A los meses me alejaron de mi madre y me llevaron a Holanda, después de eso pocas veces hablaba con mis abuelos o con mi tía. Suspendí mis estudios y me dediqué a las enseñanzas de Bhagwan Shree Rajneesh, los libros, y LP que me mandaba mi abuela a Oregon dejaron de llegar a la nueva dirección en Holanda, prácticamente no sabía dónde estaba, pues poco salía al exterior y cuando preguntaba los datos de dónde nos encontrábamos exactamente, recibía respuestas vagas.
La habitación de la comuna era compartida con una adolescente de quince años cuyo nombre nuevo era Chandra, para entonces yo ya llevaba dos años lejos de mi casa, en esa habitación también estaba Eric, un norteamericano de 12 años con pecas, que llevaba más de seis años viviendo en ese lugar y había visto a sus padres unas cuatro veces desde entonces. Varios hombres y algunas mujeres de la comuna trataban de meter las manos bajo las cobijas para tocarme, pero entre nosotros hicimos un pacto de no dejarnos tocar por nadie, menos por los adultos, alguno de nosotros gritaría si un adulto entraba al cuarto y todos lo sacábamos o lo agarrábamos a golpes, cosa que algunas veces funcionaba. Casi siempre trataban de meterse a nuestros cuartos cuando tenían alguna celebración o cuando bailaban hasta caer la noche vestidos todos de color rojizo. No sabía dónde estaba mi madre y a veces hablábamos por teléfono, primero me dijo que seguía en los Estados Unidos y luego que sería transferida, desde mi llegada a Holanda y hasta la deportación de Bagwan tras el escándalo de envenenamiento, dejé de ver a mi madre tres años. Según me explicaban era hora de que cortara todo apego con ella pues eso no me dejaba crecer espiritualmente. Después supe que la habían enviado a India a hacer algunos trabajos. Cada día me resultaba más difícil levantarme, ya no sabía cómo protegerme de las visitas nocturnas. Risas, danzas y alegría de una fiesta que, al menos para mí, no era. No había tampoco artículos de uso personal. Erick tenía sarro entre los dientes, le dije que eso se le podía quitar si los cepillaba pero no había ni pasta dental ni cepillos a nuestro alcance, así que empezó a lavar su boca con jabón y un trapo.
Ahora soy más grande y recuerdo cómo confronté a mi madre, o cómo hablé con algunos de los miembros. Todo se resume al deseo de escapar. ¡Escapar del ambiente burgués. ¡Ah, esa desesperación tan burguesa! ¡Tanta infelicidad por querer escapar al símbolo! La ansiedad de ser atacada, esos años, de que una fuerza exterior nos acabara y asesinara a mi madre y que jamás la volviera a ver, a resistir los avances de hombres y mujeres en aquel lugar sin privacidad, me sobrepasó mucho tiempo. Osho estaba recibiendo muchas amenazas de la sociedad capitalista, los miembros de la comuna les atribuían la culpa a los gringos, incluso el envenenamiento que llevó a cabo su asistente se trataba de un complot, orquestado por aquellos que querían un mundo lleno de opresión, infelicidad y consumo. A mí me costaba trabajo ver la diferencia entre la comuna y aquello que criticábamos, como en el final de Animal Farm, donde cualquiera de las posturas ideológicas es irreconocible e indistinta. Incluso recuerdo que los vigilantes te apuntaban con el arma en Oregon cuando no te daba la gana salir a ver a Osho pasear en su Rolls Royce. Mi madre lo negaba aunque yo se lo recordara en las cartas o, tal como se lo recordé, en vida. El mundo al final no era la utopía que mi madre suponía, de libertad absoluta y bondad infinita, el mundo del buen salvaje, qué equivocada estaba. Antes de la muerte de Osho, nos reencontramos en un aeropuerto de Colorado, cuando la vi, estaba más arrugada y su mirada estaba perdida, una paz impostada la atravesaba. Una desilusión mortal. Los efectos de la demencia colectiva.
—¡Madre, nunca quise ir a esa comuna!
—Tuviste la libertad de hacer lo que quisieras.
—¡Yo quería regresar con mis abuelos y te lo dije!
Ni siquiera antes de morir aceptó su responsabilidad. Tomo mis pastillas todos los días antes de regresar al segundo periodo en la universidad que empieza a partir de las cuatro de la tarde. He vivido demasiado tiempo con los fantasmas de mi memoria. Con el síntoma. Con mi madre. Abro con placer las revistas que me acaban de llegar por correspondencia, me gusta el olor del papel brilloso. Allá no podíamos leer revistas, ni tener contacto mundano. La vida como cambio continuo de las reglas de los sayayines, como eternidad. Huir, de nuevo. O quizá tal vez, la imposibilidad de escapar. Erick fue trasladado de Holanda a Gran Bretaña y nunca más supe de él. Recuerdo que se fue un día muy temprano, como a las seis de la mañana y que le di un abrazo. Uno de los adultos que guiaban las sesiones de meditación me dijo: —No llores, el amor se queda aunque esté o no esté él, el amor siempre está ahí para quienes han alcanzado la iluminación. Mis ojos se llenaron de lágrimas, más por no saber a quién iban a meter a nuestra habitación, que porque quisiera seguir viendo los dientes llenos de sarro de Erick. Habría que hacer un pacto de nuevo para mantener alejados a los adultos de nuestras camas. Y también lloraba del hastío que punzaba todos mis huesos. Médicos, filósofos y abogados se dedicaban a cultivar la tierra, construir chozas, a bailar y a meditar.
No había en ellos más que voluntad de futuro, un presente donde eran menos que obreros, porque el ego —ese fantasma— debía ser aniquilado para su liberación.
Sidharta Ochoa. Es escritora y editora. Fundó Abismos Editorial. Autora de los libros: Tatema y Tabú, Estética de la Emancipación, Historia de las feminazis en América. Becaria en la Categoría Jóvenes Creadores del Fonca y del Fondo Estatal de Baja California en cuento y novela. Colaboradora en la revista Letras Explícitas. Reseñas de sus libros han aparecido en Farenheit, La Jornada, Sin Embargo y Milenio. Radical Chick es su cuarto libro. Conduce Género 90.9 por Ibero Radio.
MasCultura 11-oct-16