Salí del cine que está en la avenida Reforma –no recuerdo cómo se llama y no creo que regrese pronto– estaba decidido a irme directo a casa, había tenido suficiente terror como para ir a buscar alguna aventura nocturna, lo mejor era ir a descansar.
Acababa de ver la nueva entrega de Halloween en la que John Carpenter, el maestro del terror, es productor ejecutivo y compositor del score. Después de muchas películas fallidas, incluyendo las desastrosas dirigidas por Rob Zombie, Carpenter se involucraba en la franquicia que él había creado. La primera película estrenó en 1978.
Me subí al Uber mirando el celular sin poner mucha atención al conductor, le escribía a algunos amigos mi opinión de la película. Después de unos minutos noté el silencio que se producía en el interior, se filtraban los ruidos de afuera, patrullas, ambulancias, cláxones. Miré el retrovisor y no vi otros ojos salvo los míos. Tal vez el conductor era de estatura baja, revisé y me di cuenta de que no había nadie más en los asientos delanteros. Parpadeé un par de veces para comprobar que no se tratara de una ilusión por no haber dormido bien. Pero no, no estaba imaginando. Estaba solo.
Me dejé caer en el asiento y miré la pantalla del celular, intenté abrir la aplicación del servicio de taxis. El celular no respondía. Parecía película de terror en ese momento en que las cosas empiezan a fallar. La pantalla del iPhone estaba tan negra como la noche. Pensé en una explicación lógica a lo que estaba ocurriendo, haciendo caso a los consejos de mi psiquiatra: “Busca argumentos lógicos que contrasten con las primeras ideas que te vengan a la mente”. Pero qué argumento explica que un auto se conduzca sin alguien detrás del volante. Recordé una noticia que había visto en televisión sobre un servicio de taxis que estaba haciendo pruebas y era guiado por un sistema inteligente de forma remota. Tal vez era eso. Posiblemente elegí una opción de prueba. El cinturón de seguridad se colocó automáticamente, apretaba las palomitas en mi estómago. O tal vez era víctima de una broma para Internet. Eso tenía más sentido. Escuché el ruido de los seguros de la puertas. Clap. Un cosquilleo recorrió mis piernas. Un líquido viajaba desde la planta de los pies hacia arriba, la sensación se perdía justo en la rodilla. Busqué alguna cámara escondida en el auto, mirando sobre todo en las esquinas de arriba. Sentí mis piernas entumecidas. Mi estómago se revolvió. Creí que me iba a desmayar. Me hubiera gustado eso.
El auto enfiló subiendo la velocidad y se iba ignorando los semáforos. Siguió sobre Reforma y en el caballito tomó avenida Juárez hasta Eje Central. La única respuesta a tantas preguntas que se me ocurrió, ignorando lo que decía la psiquiatra, era que el auto sobre el que iba estaba poseído como Christine, el Plymouth Fury rojo de la novela de Stephen King, que más tarde John Carpenter adaptó para cine. Sostuve fuerte con mi mano la agarradera de la puerta derecha. Me sentía como cuando en esos juegos mecánicos comienza el descenso y todas las entrañas se mezclan, se te sacude el cerebro y quieres que se detenga el juego, pero no lo puedes controlar. Sólo que eso se combinaba con un miedo que salía del vientre y llegaba a mi pecho. Una punzada que se clavaba como aguja sobre la piel y se expandía como veneno en la sangre.
En la historia de Stephen King el carro rojo va asesinando a quienes molestan a su dueño Arnie, un nerd que compra el auto por 250 dólares a un viejo llamado Ronald L. LeBay. Arnie está muy feliz, pero ignora que en el pasado de este anciano hay un par de muertes relacionadas con Christine, el auto, que al parecer está maldito, no se puede destruir y tiene la capacidad de autoreconstruirse cuando los enemigos del chico lo hacen pedazos. El mal nunca se acaba, da a entender King en la novela.
Comenzó a sonar “Last Train to London” de Electric Light Orchestra, me perturbé un poco más. Mis dientes se entumecieron igual que cuando te anestesia el dentista para quitarte una muela. Quería gritar pero no tenía valor para hacerlo. Quería hacer muchas cosas pero estaba confundido, por más que intentaba controlar mi respiración no lo lograba. Y encima tenía esa canción a la que no encontraba razón en ese momento. Cuando la escucho recuerdo esos sábados en la noche en que mi papá la ponía mientras mamá preparaba la cena. Cerré los ojos de nuevo. Estaba siendo guiado a toda velocidad sobre Eulalia Guzmán en un vehículo que andaba solo con un riff ochentero. La única salida era esperar lo peor. Me empezó a faltar aire. Lamenté haberme subido sin haber visto quién conducía. O quién no lo hacía.
En el Christine de John Carpenter el fondo es una música estremecedora que incrementa la tensión a medida que el auto se mueve, primero con una nota que advierte el ataque, luego con la batería machacante a ritmo constante y que no incrementa su velocidad. Si algo caracteriza la música y el cine de este director es la calma con la que se mueve “el mal”. Pocas veces incrementa el paso, al final siempre llega a su objetivo. Sabe que concluirá su tarea. Ya sea el sintetizador de Halloween, el piano melancólico de The Fog o el bajo tenso de The Thing, “la maldad” que tiene algo de sobrenatural, siempre alcanza a las víctimas. Entonces, ¿por qué un tema disco-rock en una noche de terror? “Last Train To London” es más bien amor a primera vista, un fuego urgente en una noche de frenesí. Sentí que alguien tocaba mi brazo.
Era Cristina. Me había quedado dormido y ella me despertó cuando llegamos a casa. Todavía confundido toqué mi frente, mi dedos resbalaron con el sudor. Me quité los audífonos, bajé del coche y le di las gracias. Abrí la aplicación y vi su nombre ahí. Levanté el iPhone, estaba escuchando Discovery, en donde viene el tema que escuche en el auto. Miré a lo lejos y lo vi, rojo como Christine, perdiéndose en la oscuridad con dos luces que parecían apuntar directo hacía mi.