Cincuenta años se dice más fácil de lo que parece, pero en el fondo subyace toda una vida. Corría el año 1963 cuando se publicó “Cuentos”, su autor, Sergio Ramírez Mercado (Masatepe, Nicaragua, 1942), era un joven de gran inteligencia que apenas pasaba los veinte años.
Esta ocasión, con motivo de la publicación de “Antología Personal. 50 Años de Cuentos” (Océano), hicimos algunas preguntas al autor acerca de su trayectoria cuentística. “La escritura va alimentándose a lo largo de los años de distintas corrientes, dos de las cuales son determinantes: la experiencia y las lecturas. En la adolescencia, que es cuando empecé a escribir, este mundo doble era para mí limitado, aunque gozaba de la ventaja de que quería ser sólo cuentista, como un oficio que se valía por sí mismo, y únicamente leía cuentistas: Chéjov, Bierce, Maupassant, Henry, y dirigía mi observación de la realidad hacia historias cortas que se cerraran solas. Fue, en todo caso, un buen aprendizaje”.
El autor continúa: “luego, esa visión fue ensanchándose, cuando me hice novelista aprendí a distinguir los temas que iban al cuento y los que iban a la novela. Pero desde el principio vi el cuento como una manera de retratar la sociedad de una manera crítica, y es lo que puedo llamar la dimensión política de la escritura: retratar de manera alevosa a los que tenían poder, a través de un acercamiento irónico y usando el humor. La enajenación cultural, como en ‘Nicaragua es blanca’ o ‘A Jackie, con nuestro corazón’ o las fábulas de ‘De tropeles y tropelías’. Medio siglo después esa visión ha madurado, pero no ha cambiado”.
Surge una cuestión a partir de unas líneas en la introducción de su libro: “los temas de la literatura se cuentan con los dedos de una mano […]. Por eso mismo los relatos no son sobre la política, ni sobre la historia […]”. ¿Cuáles son esos temas?
El escritor responde: “la sociedad, la política, el poder están siempre en la sustancia de las narraciones. Lo que quiero decir es que la literatura trata sobre los seres humanos, sobre los pequeños seres (que decía Chéjov), que son para mí los sujetos preferidos del cuento. Entre esos temas que se cuentan con los dedos de la mano, está el poder, ejercido desde cualquier potestad, el cual afecta la vida de las personas aunque no lo quieran. De esa relación de lo público a lo privado es que se escriben las historias que siempre están insertas en una realidad, y ésta siempre ha sido para mí anormal: las dictaduras, las imposiciones, las extravagancias del dinero, son anormalidades de las que vive la narración”.
En ese mismo sentido, el autor de “El Cielo Llora por Mí” delinea los límites entre la literatura y la política: “la narración debe satisfacer sus propios reclamos, ser una buena narración, construida con arte narrativo, capaz de establecer una relación íntima con el lector. Nunca me propongo aleccionar o adoctrinar. Si el texto es eficaz literariamente y permite leer la realidad de manera crítica, el lector podrá encontrarle un sentido político. Pero también puedo escribir una historia de amor sin intenciones políticas, y esa historia debe ser eficaz también en términos literarios. Lo intencional y lo deliberado arruinan una historia”, y agrega al especificar el momento en el que un texto literario se vuelve panfletario: “Cuando se comete la ingenuidad de usar el texto narrativo como deliberado instrumento ideológico o de denuncia; cuando se abandona el campo de libertad que es la literatura y se la somete a un molde político; entonces, los seres humanos pierden complejidad como personajes y se hacen lineales o caricaturas, y el texto corre el gravísimos riesgo de argumentar, de volverse retórico. Esa lección la aprendí de Dostoyevski, que describe la humillación y la maldad con un observador impávido”.
Para finalizar, Sergio Ramírez comparte algunos de sus hábitos de escritura: “depende de si se trata de un cuento o una novela, porque entonces las reglas varían. Un cuento se arma de una vez en la cabeza, y si se tiene el final, mejor. La novela es un largo viaje lleno de sorpresas. Y mi regla diaria es escribir siempre, o inventar o corregir lo escrito, pero no levantarme de la mesa. Soy como un mecanógrafo que empieza su trabajo a las ocho de la mañana todos los días. Escribir una novela nunca me cuesta menos de dos o tres años y varios borradores de por medio. Y un cuento lo reviso una y otra vez. A veces parece una manía, pero no hay otra manera de aliviar las dudas que siempre nos quedan alrededor de un texto, y de cuando merece de verdad el punto final”.