De vuelta a los clásicos: Eugénie Grandet

Clásico es aquel libro que se ha convertido en muestra representativa de la época en que fue escrito y que marcó el camino para las siguientes generaciones de escritores y de lectores. Estos clásicos son como puertos a donde todo lector puede llegar para quedarse largo tiempo, cuando se ha fatigado en el mar de las novedades editoriales.

Honoré de Balzac es uno de los escritores de novelas más notables del siglo XIX, lectura indispensable para aquellos que quieran dedicarse al arte de la ficción. Nació en Tours, en 1799. Estudio Derecho y ejerció durante un tiempo hasta que lo dejó todo para ponerse a escribir. Y lo hizo en serio trabajando jornadas de entre quince y dieciocho horas diarias, para crear más de mil personajes. En 1833 firmó el contrato para darle forma a Estudios de costumbres del siglo xix del que forma parte la primera novela de este periodo, Eugénie Grandet. Murió en París, en 1850. Fue enterrado en el cementerio de Père-Lachaise.

En algunas ciudades de provincias hay casas cuya visión inspira una melancolía pareja a la que provocan los claustros sombríos, las landas más desiertas o las ruinas más tristes. Tal vez esas casas encierren a la par el silencio del claustro, la aridez de la landa y la osamenta de las ruinas: la vida y el movimiento son en ellas tan apacibles que un extraño creería que están deshabitadas si súbitamente no se hallara ante la mirada pálida y fría de una persona inmóvil cuyo rostro casi monacal aparece sobre el alféizar de la ventana al oír paso desconocidos. Estos principios de melancolía se dan en la fisonomía de un edificio situado en Saumur, al final de la calle empinada que conduce al castillo, en lo alto de la ciudad. Esa calle, actualmente poco frecuentada, calurosa en verano y fría en invierno, oscura en algunos rincones, destaca por la sonoridad de su pedregoso pavimento, siempre limpio y seco, por la estrechez de su tortuoso recorrido y por la paz de sus casas que forman parte del casco antiguo y dominan las murallas. Esas viviendas de más de tres siglos aún son sólidas a pesar de haber sido construidas con madera, y sus diversos atributos contribuyen a la originalidad de esta parte de Saumur que atrae a amantes de lo antiguo y a artistas. Es difícil pasar frente a esas casas sin admirar los enormes maderos de extremos tallados en forma de extrañas figuras y que coronan con un bajorrelieve negro la planta baja de la mayoría de las mismas. Aquí, unas maderas transversales cubiertas de pizarra dibujan líneas azules en los frágiles muros de una casa rematada por un tejado en entramado que los años han doblegado y cuyas tablillas se han retorcido bajo la acción alterna de la lluvia y del sol. Allá, aparecen antepechos desgastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas ya apenas se distinguen y que parecen demasiado ligeros para la maceta de barro en la que se yerguen los claveles o las rosas de una pobre obrera. Más lejos, hay puertas decoradas con enormes clavos en que las que el genio de nuestros antepasados grabó jeroglíficos domésticos cuyo significado jamás será posible descifrar. Ora un protestante que afirmó su fe, ora un simpatizante de la liga que maldijo a Enrique IV. O a un burgués que estampó en ella la enseña de su “nobleza de campanas, la gloria de su olvidado paso por la casa consistorial. En ellas está la historia entera de Francia. Junto a la temblorosa casa de muros rellenados con cascotes en la que el artesano rindió culto al cepillo de carpintero, se alza el palacete de un gentilhombre donde en plena cimbra de la puerta de piedra se ven aún vestigios de sus armas, vencidas por las diversas revoluciones que desde 1789 han agitado al país. En esa calle, los bajos comerciales no son ni tiendas ni almacenes, y los apasionados de la Edad media hallarán en ellos la cándida sencillez de los obradores de tiempo atrás. Esas salas de techos bajos que carecen de escaparate, vitrina o cristalera son profundas, oscuras y sin decoración exterior ni interior. Sus puerta son de dos batientes macizos y burdamente herrados, el superior se abre hacia adentro y el inferior dispone de una campanilla con muelle y va y viene constantemente. El aire y la luz acceden a esa especie de antro húmedo por encima de la puerta o por el espacio que hay entre la bóveda, el suelo de madera y el muro que llega a la altura de la mitad de la puerta y en el que se encastran unos sólidos postigos que se desmontan por la mañana y con unas barras de hierro empernadas vuelven a colocarse y se dejan allí por la noche. Ese muro sirve para exponer las mercancías del comerciante. Ahí no hay cháchara ninguna. Según la naturaleza del comercio las muestras consisten en dos o tres fuentes de sal o bacalao, en unos bultos de tela de vela, jarcias, latón colgado de las vigas del techo o de aros en las paredes, o unas piezas de paño en los estantes. ¿Entramos? Una muchacha pulcra, joven y pimpante, con pañoleta blanca y brazos sonrojados deja su labor de punto y llama a su padre o a su madre que acude y le vende a uno lo que necesite, flemáticamente, complacientemente o con arrogancia, según su carácter y ya sea por diez céntimos o por veinte mil francos de mercancía. Podrán ver a un comerciante de duelas, sentado de brazos cruzados ante su puerta mientras conversa con su vecino, y que aparentemente no dispone más que de unas maderas de mala calidad para baldas de botellas y de dos o tres fajos de listones; en el puerto, sin embargo, su taller provee a todos los toneleros de Anjou; sabe, sin errar de una duela, cuántos toneles puede vender si la cosecha es buena; el sol lo enriquece y la lluvia lo arruina: en una misma mañana el precio de una barrica puede oscilar entre once francos y seis libras. En esa región, al igual que en Turena, las vicisitudes atmosféricas dominan la vida comercial. Viticultores, propietarios, comerciantes de madera, toneleros, posaderos y marineros acechan por igual un rayo de sol; al acostarse por la noche tiemblan ante la posibilidad de descubrir de buena mañana que ha helado durante la noche; temen la lluvia, el viento y la sequía y desean agua, calor, y nubes según sus propias fantasías. Hay una lucha constante entre el cielo y los intereses terrestres, y el barómetro aflige, anima o alegra las fisonomías. De un extremo al otro de esa calle, la antigua calle mayor de Saumur, las palabras “Hace u tiempo de oro” se tasan de puerta en puerta. Y se le dice la vecino “Llueven luises”, sabedor de lo que le reporta un rayo de sol o una lluvia oportuna. El sábado, hacia el mediodía, cuando el tiempo acompaña, no podrá comprar nada a esos esforzados industriales. Todos tiene su viña, su parcela, y se van a pasar dos días al campo. Allí, como ya la compra, la venta y el beneficio están presupuestados, los comerciantes pueden dedicar su tiempo a animadas apartidas, a la observación, el comadreo y el continuo fisgoneo. Un ama de casa compra una perdiz sin que los vecinos le pregunten al marido si estaba guisada en su punto. Una joven no puede asomarse a la ventana sin que la vean todos los grupos de desocupados. Así, las conciencias se muestran a la luz del día y, al igual que esas casas impenetrables, negras y silenciosas, pierden todo misterio. La vida se desarrolla mayormente al aire libre: cada familia se sienta a su puerta, y come, cena y charla allí. No hay persona que pase por la calle que no sea estudiada y antaño, incluso, cuando un extraño llegaba a una ciudad de provincias, se mofaban de él de puerta en puerta. De ahí vienen las anécdotas y la fama de chistosos los habitantes de Angers que destacaban en esas burlas urbanas. 

Los viejos palacetes del casco antiguo se hallan en la parte alta de esa calle donde vivieron los gentilhombres de la región. La casa cargada de melancolía donde tuvieron lugar los acontecimientos de esta historia era precisamente una de esas residencias venerables, restos de un siglo en el que las cosas y los hombres tenían esa sencillez que las costumbres francesas pierden día a día. Tras seguir los recodos de ese camino pintoresco en el que los más nimios accidentes despiertan recuerdos y la impresión general que produce tiende a sumergir en una especie de ensueño espontáneo, se percibe un hueco bastante sombrío en el centro del cual se oculta la puerta de la casa del señor Grandet. Es imposible valorar esa expresión provinciana en su justa medida sin ofrecer la biografía del señor Grandet.

MasCultura 30-nov-16