Palabras Rotas

Latinoamérica es una región que alberga gran riqueza en muchos sentidos: natural, mineral, cultural, pero también guarda un alto índice de desigualdad, de pobreza y explotación. Este tipo de violencia se subdivide todavía más, se quiebra y también fragmenta el continente, tan profundo, que a veces trastoca sueños y esperanzas.

I

¿Hambre? No. Sólo algo similar, como un tipo de irritación que percibo cuando asciende por mi garganta y me doy cuenta de que pasan de las dos de la tarde, mientras en el trabajo ya varios se preparan para ir a comer. ¿Vienes? Sí, nada más termino de escribir este parrafito… y… ¡listo!

Una vez que vuelvo, lo retomo, ligeramente somnoliento, y escribo este segundo párrafo. La molestia de mi garganta cede un poco, pero sé que volverá, ya sea por apetito o por la siguiente taza de café. ¿Hambre? Nuevamente no, a ella no la he conocido o no puedo aceptar haberla experimentado si en el mundo, como convence Martín Caparrós en su libro El hambre, mueren diariamente cerca de veinticinco mil personas con enfermedades o problemas relacionadas con, sí, por tercera vez en este párrafo, el hambre. 

II

Mi familia materna es oriunda del estado de Hidalgo y, como muchas otras en aquellas tierras descuidadas durante la primera mitad del siglo xx, se dedicaban a trabajar la tierra, para ganarse la supervivencia. Cuando comenzaba a brillar —por su ausencia— el “milagro mexicano”, familias enteras migraron a la ciudad. Si el campo ya estaba lastimado, el boom urbano lo condenó al olvido.
Fueron, sin embargo, algunos pocos los que se aferraron a defender aquellos manojos casi baldíos, desde Emiliano Zapata a Serapio López, tío de mi abuela de quien apenas he escuchado algunos recuerdos. Aquel milagro mexicano si llegó a iluminar fue con “una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadoras de ellas”, como dice Paulo Freire en La importancia de leer y el proceso de liberación. La pobreza, junto con el hambre, también migró con aquellos desamparados y a muchos hasta les sobrevivió.
América Latina es una región dividida. Nos fue despojada América para quedarnos únicamente con Latina, que apenas dice algo de nosotros: es una palabra rota. Ni siquiera hemos aprendido a convivir en ese reducto que se resiste a ser sub, pero se reivindica Latinoamérica, así, todo junto y sin escisiones. De esa misma herida entre la palabra, surge la desigualdad. Fue así como iniciamos la segunda década del siglo xxi, con una sobresaliente cantidad de países en la lista de los más desiguales en el mundo, según el libro Lo esencial no puede ser invisible a los ojos: pobreza e infancia en América Latina.

III

A finales de mayo pasado asistí al Festivalatina, donde se presentaron cuatro propuestas musicales distintas pero con el común denominador de ser proyectos encabezados por mujeres: Tulipa Ruiz, de Brasil; Sol Pereyra, de Argentina; Leiden, de Cuba/México, e Ingrid Beaujean, también de México; voces jóvenes que van tomando impulso dentro de la escena musical latinoamericana. Hubo dos momentos que, en lo personal, atraparon fuertemente mi atención. Primero, cuando Ingrid dedicó su canción “Los árboles callan” a la gente que de alguna forma (porque las hay muchas) ha perdido su voz, su libertad. La segunda fue con Leiden y su canción “Turbio el corazón”, pieza que incluía “El Otro”, sobrecogedor poema de su abuelo, el escritor y crítico cubano Roberto Fernández Retamar.
Retamar, en su poema, nos habla del sacrificio; ofrendar la vida por un bien común y una suerte de herencia que le deja al otro, que es uno mismo. De leerlo y releerlo me da un escalofrío. ¿Sobre qué muerto estoy yo vivo? En México caminamos a diario sobre ellos y ni siquiera nos molestamos en mirarlos: muertos con nombres y apellidos. Necesitaría más páginas como ésta que lleno con estas palabras que van leyendo para nombrarlos: latinoamericanos perdidos en Latinoamérica.

IV

Era Día de Muertos de 2015. Aquella mañana me invitaron unos amigos para apoyarlos en un pequeño festival cultural que se llevaría a cabo en la Plaza Manuel Tolsá. La parafernalia hollywoodense con la que se suele imaginar la celebración de nuestros difuntos no se veía en la calle de Tacuba, donde un año antes, mientras permaneció cerrada varios días consecutivos, se había desarrollado la filmación de algunas de las escenas de la vigesimocuarta entrega del 007.
Hacia el final del evento se acercó un chico que nos habló en un español poco entendible; repitió sus palabras con más cuidado y nos enteramos de que buscaba el refugio para migrantes. Se veía desorientado y la desconfianza permeaba su mirada. No es de extrañarse. Como dice L. M. Oliveira en Árboles de largo invierno. Un ensayo sobre la humillación: “De noche nadie puede caminar tranquilo en México, todos tenemos el miedo en la epidermis, aquí es tan natural como respirar, y más si se camina en esas rutas plagadas de ruindad”.
Aquel chico se fue con agua y comida que le ofrecimos. Además de eso, sólo cargaba con bolsas de plástico y una mochila descosida, rota, como la dignidad de los migrantes latinoamericanos y las palabras de este texto que, a su vez, se escapan como la seguridad y la esperanza, por un huequito descuidado. 

Por Rolando Ramiro Vázquez Mendoza

 

MasCultura 29-nov-16