Otra vuelta
29 de septiembre de 2020
Adriana Sabugal
Ulises Carranza llegó a Berlín un jueves de agosto y el siguiente lunes empezó a aprender alemán. Se sentía un poco raro de estudiar, a sus treinta y siete años, en una escuela de idiomas en donde era más grande que la mayoría de los profesores. Pero también le sentaba bien el cambio después de tantos años de trabajo en un periódico de la ciudad de México. Bajar de la prisa de la vida había sido uno de los principales atractivos para salir de su país y soñaba con “volver a empezar” en Berlín.
La euforia de lo nuevo y la gracia de ser extranjero le duraron hasta que los días empezaron a hacerse más cortos y el calor de sol se convirtió en un recuerdo.
Con una ambición impaciente, porque el idioma le parecía una fiera indomable, Ulises trató de leer el periódico desde el principio. Como no entendía nada, se contentaba con ver las imágenes y a veces, por el contexto, le parecía entender una que otra palabra de los pies de foto.
Antes de resignarse a dejar el experimento, decidió buscar una sección en el periódico que creyó que sería fácil de descifrar: la sección de obituarios.
Sabía bastante bien cómo se decían en su propio idioma las palabras de despedida y condolencia, “por lo menos sabré lamentarme en alemán”, pensaba.
Tuvo dos sorpresas al escarbar en el periódico, la primera fue que encontró los obituarios en la sección de “Economía” y la segunda, que el género de “la” muerte en alemán es masculino y entonces recordó la película El séptimo sello en donde la muerte es un hombre calvo, huesudo y hábil jugador de Ajedrez.
Sin embargo, la más contundente de las sorpresas llegó después, cuando el invierno se había instalado y oscurecía los ánimos de todos, extranjeros y locales. Ulises ya conocía bien unas cuantas palabras de condolencia y maneras más o menos sobrias de despedirse.
Estaba en uno de sus cafés favoritos, con el periódico abierto en toda la extensión de sus brazos y entonces, perdido entre las grandes esquelas enmarcadas en negro, vislumbró un cuadrito con su nombre:
Ulises Carranza, y las palabras de siempre: “Gestorben”, “Trauerfeier”, y “Abschied”.
Dio un trago a su café para pasarse la bola de papel secante en que se convirtió la mordida de cruasán que acababa de dar y sacó su diccionario. Volvió a buscar el significado de las palabras que ya conocía: muerto, funeral y despedida. Las dos palabras que conformaban su nombre no aparecían en ningún diccionario. ¿Se trataba de alguien con el mismo nombre? ¿Sería algún pariente?
El funeral iba a ser en dos días en un cementerio céntrico de Berlín. Fue. Había un pequeño grupo de personas de las que no pudo reconocer a ninguna. Preguntó en su alemán recién estrenado a un hombre altísimo que estaba a su lado, qué relación tenía con Ulises, una pregunta que salió sola de su boca mientras veía como hipnotizado el féretro que le pareció demasiado grande. El hombre contestó:
-Freund -y luego en un español sin sombras aclaró: -Amigo. ¿Y usted? -sonrió amable. -No sé -fue lo más sincero que pudo contestar.
Estuvo hasta el final de una ceremonia sobria y breve para escuchar de nuevo su nombre con la r de Carranza dicha desde la garganta del Pastor. Había ido a pocos entierros en México, pero nunca a uno tan austero como este.
Bajaron el ataúd a la profundidad de la tierra helada y luego todos se fueron en silencio. Un par de enterradores platicaron animadamente entre paladas sin darse por enterados de la presencia de Ulises. Aplanaron el montículo fresco con el dorso de sus palas. Luego fumaron y compartieron café humeante que sirvieron de un termo en unas tacitas de plástico. Los vio irse, balanceándose sobre sus pasos como dos marineros recién bajados del barco.
A partir de ese día lo inundó una paz desconocida. Su propia voz dejó de insistir en las diferencias entre aquí y allá y las recriminaciones porque todo era de otra manera se fueron apagando en su cabeza. Por fin había silencio. Por fin, desde su llegada a Berlín, podía descansar. Estaba en paz.
Escuchaba a lo lejos el murmullo del otro idioma pero ya no sentía la punzada de cada palabra no entendida. Ahora, simplemente, flotaba en un mar sereno a bordo de su extraña balsa mental. Pasaba los días a la deriva viajando en el metro de una punta a la otra de la ciudad.
Un día, en una estación casi vacía, se subió el hombre alto que había conocido en el entierro. No lo reconoció hasta que se sentó a su lado: -Amigo mío -le dijo- soy Ulises despertó de golpe después de varios meses de limbo.
-¿La muerte? Pero si la muerte es mujer… -creyó recordar El hombre sonrió paciente. -En México, en español… Sí, es verdad- Y lo miró directo a los ojos: -Aquí soy yo.
Ulises ya no tenía nada que perder así que le sostuvo la mirada. El hombre se humedeció los labios sequísimos con un movimiento lento de la lengua. -Si todavía lo deseas, puedes volver a empezar. A los que cambian de país a veces les concedo otra vuelta.
¿Por qué no vas a visitarte? Se abrieron las puertas del metro y el hombre salió. Desde el andén movió la mano para despedirse. Esa misma tarde Ulises fue al cementerio y tardó en encontrar su tumba, tanto cambiaba el paisaje con cada estación. La última vez sólo había árboles sin hojas, como manos artríticas saliendo de la dureza blanca de la tierra. Ahora todo era verde y la luz parecía flotar en diminutos puntos en el aire.
Ulises llevaba un ramito de flores blancas que dejó recargadas en la lápida. Se sentó sobre la hierba que crecía descuidada sobre el sepulcro sintiendo no solo el derecho sino la necesidad de hacerlo. Resbaló sin darse cuenta hasta que terminó acostado bocarriba mirando el cielo azul y el vuelo errático de las golondrinas, recordó cuántas veces las había visto en México y sonrió a lo que le pareció ser el eslabón que unía a los dos mundos.
Fue entonces cuando lo oyó: un grito agudo y luego el llanto pertinaz de un bebé. Venía de adentro suyo. La nueva oportunidad había nacido. +